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La fortuna me sonrió por primera vez ese día y logré detener un taxi cuando apenas había dado unos pasos fuera del Café.
Busqué dinero en mis bolsillos para pagarle al conductor en cuanto llegamos a la esquina del vecindario donde yo vivía. Sólo hasta ese momento me di cuenta de que andaba demasiado liviano. No tenía mi celular conmigo.
Me bajé del taxi soltando una grosería de lo más florida. Yo era ingenuo y no sabía cómo funcionaban muchas cosas en el mundo, pero sí tenía claro que sería una estupidez intentar recuperarlo. Mi papá se iba a enojar como una fiera. Ese celular había costado el sueldo de tres personas juntas, según él.
Caminé por el andén, pensando en todos los percances que había tenido en un solo día. Cómo podía yo ser tan estúpido, tan despistado. Lo extraño de todo era que yo recordaba haber guardado mi celular en el bolsillo de mis jeans, justo después de haberle pagado a la mesera amable que me atendió.
Un movimiento entre los arbustos me puso sobre aviso y me obligó a volver a la realidad.
Oí risitas agudas y eché a correr enseguida.
Había olvidado por completo a los hijos de los vecinos. Un grupo de niños que se reunía a jugar y habían decidido que sería muy divertido atacar a un monstruo adolescente las pocas veces que le daba por salir de su casa. Seguramente debían estar alerta y se dieron cuenta que salí en la mañana. No pudieron asediarme en ese entonces porque papá estaba presente, pero ahora yo me encontraba totalmente solo.
Me lanzaban sus pelotas, bolas de papel mojadas y trozos de plastilina. Dos meses atrás me habían bombardeado con masas de barro que se deshicieron y me dejaron todo sucio. La ropa era lo de menos; yo mismo la lavé porque no quería que Rosa se diera cuenta. El problema fue que la tierra me llegó al ojo y me lo dejó irritado durante varios días. Fue toda una lucha convencer a papá de no llevarme al doctor. La irritación se me curó con unas gotas.
Yo no pretendía justificarlos ni nada por el estilo, pero estaba seguro de que se aburrían y que el único medio que encontraban para entretenerse era planear maldades y travesuras luego de la escuela. Ya habían manchado los vidrios de varias casas y lanzado bolas de pintura sobre los carros.
Era un barrio de personas acomodadas, más no millonarias, así que los padres de esos chicos tenían que salir a trabajar todos los días, como el mío. Y así como yo, pasaban muchas horas con empleados o simplemente solos, sin que nadie les impusiera ley y orden.
Yo estaba convencido de que no había por qué involucrar a los adultos y ocuparlos más de lo que ya lo estaban, por eso no le dije nada a mi padre al respecto. Sin embargo, sí que me armé y me preparé. Había dispuesto una cubeta con globos de agua en una esquina del jardín delantero de la casa, en medio de unos arbustos frondosos.
Mientras buscaba la cubeta, sentí dos impactos muy seguidos, uno en mi espalda y el otro en mi cabeza. Lo que sea que me hubieran lanzado estaba húmedo y se deslizó pesadamente por mi cuello y espalda. Esos diablillos malcriados tenían buena puntería.
—¡Se escondió aquí! — vociferó uno de ellos — ¡El monstruo está aquí!
Yo aguardé hasta tener a la mayoría a mi alcance. Como ya estaba cayendo la tarde, el cielo se estaba oscureciendo y me permitía ocultarme mejor entre los matorrales. El que había gritado fue el primero en acercarse, con una bola de tierra escurriéndole pantano entre los dedos. En un parpadeo, llegaron otros dos, también armados.
Fue entonces cuando yo aproveché y los acribillé sin contemplaciones. Fue muy gracioso ver la mueca de susto que asomó a sus rostros. Era evidente que no se esperaban una jugada contraofensiva. Les lancé una bomba tras otra, también directo al rostro.
Ellos dejaron caer las bolas de lodo y salieron corriendo entre alaridos. Yo me aprovisioné con todos los globos que pude, haciendo cuna con uno de mis brazos mientras lanzaba con el otro. Llegué a pensar que quizá esos chicos sólo querían divertirse y que alguien jugara con ellos, que lo que hacían no era por maldad. Por eso los perseguí e incluso reí un poco, creyendo que estábamos en la misma sintonía.
No era así. Pronto los alaridos se convirtieron en chillidos y sollozos. Casi todos ellos lograron huir de mí corriendo, empapados por completo eso sí. Pero uno de ellos volvió la cabeza hacia mí para saber qué tan cerca estaba yo, y no vio el desnivel del andén que había frente a él. Tropezó y cayó estrepitosamente. Yo solté los globos que me quedaban y caminé hacia él, asustado.
—Oye, ¿estás bien? — le pregunté arrodillándome junto a él.
El chico no me había prestado atención porque se estaba mirando el raspón de la rodilla que ya estaba empezando a sangrar. Sin embargo, alzó sus ojos llorosos hacia mí y gritó con fuerza.
—¡No me vayas a comer! ¡No me hagas daño! — se arrastró por el jardín — ¡Aléjate de mí!
Se levantó como pudo y caminó hacia su casa cojeando. A mitad de camino se giró y me miró con furia, hipando por el llanto.
—¡Se lo diré a mis padres y a Jimmy! ¡Monstruo! — amenazó.
Yo me quedé mirándolo. Me hubiera gustado ofrecerle una disculpa pero enseguida entendí que eso no iba a servir de nada con un niño, que él no iba a comprenderlo y menos con una rodilla raspada.
Me di la vuelta y entré a La Cueva, sintiéndome algo culpable.
Agradecí que ni Rosa ni papá se encontraran. Subí a mi cuarto y me duché para quitarme la mescolanza de tierra y hojas que tenía encima.
Papá llegó como dos horas después. Ni siquiera me saludó.
—¿Hay algo que quieras decirme, Ángel? — masculló mientras lanzaba las llaves sobre la mesa de la sala.
No tenía caso mentirle.
—Perdí mi celular. Ya debes saberlo porque de seguro me hiciste como cien llamadas.
Él asintió.
—Tú no tienes idea de lo que cuestan las cosas, ¿verdad?
—Sé que a ti te cuestan mucho, papá, que tienes que trabajar por ellas y por eso, te pido disculpas — musité apenado —. Sé que no me estás ofreciendo darme uno nuevo, y sería un descaro de mi parte esperar algo así. Estoy dispuesto a quedarme sin celular hasta que yo mismo pueda comprarme uno.
Él se dejó caer en el sofá con expresión de agotamiento.
—Supongo que ya no quieres comer conmigo — adiviné con timidez.
—Cancelé la reservación.
Asentí y me giré para subir a mi habitación.
—Espera, Ángel — me llamó —. Tuve que cancelarla porque hay alguien que viene para acá.
—¿Y eso?
—Llamé a tu número un rato después de que habláramos tú y yo. Me contestó una chica y me dijo que tenía tu celular, que lo habías dejado en una cafetería.
Una chispa de alegría inmensa se encendió dentro de mí. El celular era valioso en sí mismo, por supuesto, pero lo más invaluable era toda la música que había descargado, las aplicaciones de programación, diseño y todos los archivos que yo estaba leyendo relacionados con el ensamble, fabricación y construcción de robots.
—Está dispuesta a devolverlo — prosiguió él —. Por eso le di la dirección y le pedí que viniera.
—Seguramente es una de las meseras que me atendió.
Él negó con la cabeza.
—Es una chica que dice que le aventaste un batido encima.
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El Bello Y Las Bestias
RomanceMi vida es tranquila, solitaria y aislada como la de un ermitaño. Alguien con mi apariencia no puede ir mostrándose por ahí como si nada. Mi nombre es Ángel pero tengo cara de monstruo. La esperanza de tener amigos fue desapareciendo con el pasar...