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—¿Y qué tal esa de allá? — preguntó Samantha — La de las ventanas verdes.

Jordan negó con la cabeza.

—Muy fácil. No hay ningún obstáculo interesante.

Yo observé la casa rodeada de un pequeño jardín bien recortado. Estábamos ya a varias calles de La Cueva y de la zona residencial que yo conocía. Las casas seguían siendo bonitas, pero noté que se iban tornando mucho más modestas, sencillas y pequeñas a medida que avanzábamos. Ya no había autos ni setos frondosos en las entradas y el primer piso y el segundo estaban ocupados por familias diferentes.

Yo sabía que muchas personas vivían mal porque veía películas y leía libros basados en vidas reales, pero de alguna forma, verlos en el mundo real era algo mucho más contundente. Vi mujeres cargadas de bolsas y con varios niños tras ellas, hombres sudorosos trabajando en construcción y obreros comiendo en pleno andén, cubiertos de sudor y manchas. También nos cruzamos con un hombre que estaba tendido en el suelo. Yo me incliné y deposité un billete en el cuenco de plástico que tenía a su lado. Me dio un escalofrío tremendo ver los ángulos extraños que trazaban los huesos atrofiados de sus piernas.

—Esa es perfecta.

Jordan señaló una casa con una barda alta, como de metro y medio.

Samantha asintió y trepó hasta el extremo con un salto ágil, ayudándose de una hendidura pequeña. Yo contemplé aquello con la boca abierta. Me planteé si quizá ella había sido mordida por una araña radioactiva.

—Ven — me dijo Jordan.

Fuimos hasta la entrada que estaba protegida por una reja de metal.

Samantha ya estaba en la puerta y sin dudar ni un momento, la golpeó con todas sus fuerzas, aporreándola también con los pies. Enseguida volvió a trepar y en un parpadeo estuvo de nuevo en la calle. Salió corriendo sin decir nada más y Jordan no tardó en seguirla. Yo me quedé de pie frente a la reja, confundido.

Un hombre alto y fuerte salió de la casa con cara de pocos amigos. No tenía camisa y eso dejó ver sus brazos macizos y nervudos como de boxeador.

—¡CORRE, ÁNGEL! — oí que gritaba la voz de Jordan desde algún punto.

Fue entonces cuando comprendí finalmente el sentido de la travesura.

Escuché el chasquido sonoro cuando el hombre abrió la reja. Ya lo tenía a pocos pasos de mí.

Reaccioné por fin y eché a correr en la dirección en que los había visto desaparecer.

—¡Mocosos inmaduros y desocupados! — vociferó el hombre detrás de mí — ¡Lo que voy a hacerles si llego a ponerles las manos encima!

Siguió soltando otros insultos más elocuentes y creativos que no se referían a mí sino a mi madre.

Llegué casi muerto de cansancio y sin poder respirar, hasta el callejón donde Samantha y Jordan se habían escondido. Los dos se estaban desternillando de la risa.

—¿Qué pensaste? — inquirió Jordan aún doblado en dos — ¿Que íbamos a ponernos a charlar con el hombre?

Yo no dije nada, aunque no pude evitar contagiarme de la risa que los embargaba.

Seguimos caminando calle abajo. Una señora iba muy encartada con un morral y tres bolsas, una de ellas se le cayó. Todas las frutas rodaron por el suelo.

El Bello Y Las BestiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora