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Despertar al día siguiente fue algo totalmente nuevo y maravilloso para mí.

Hasta entonces, yo creía que me podía conformar con mis robots, papá, Rosa y el Internet. La aparición de Samantha me hizo comprender lo vacío e incompleto que yo estaba en realidad, sin saberlo. Y no se trataba precisamente de que en ella recayera el peso de llenar mi vida, sino de que era muchísimo lo que yo tenía por ofrecer a los demás, como decía papá. Mi alma había acumulado una cantidad desmedida de sentimientos y emociones que rogaban por ser expresados, sentidos, entregados.

Los temas de los que hablé con ella fueron triviales, someros. De hecho, me pareció extraño que lo primero que Samanta preguntara era si yo prefería los días de lluvia o los días de sol. Me dejó pensativo por un momento y le contesté que me daba igual, que yo no salía mucho de todas formas. Ella aseguró, con una certeza religiosa que percibí incluso a través de sus palabras meramente textuales, que elegía la lluvia definitivamente. Dijo que la hacía sentirse viva, que la lluvia lo limpiaba todo, se lo llevaba todo. Dijo también que el mundo se podía dividir entre las personas que huían de la lluvia y las que se quedaban para disfrutarla.

Esa clase de discurso profundo, excéntrico, me dejó completamente impresionado. Tuve que confesar que yo estaba seguro de que una chica tan bonita como ella no se detenía a hacer esa clase de reflexiones y apreciaciones tan interesantes, pues si algo malo tenía la belleza era que encerraba, aislaba a los que la poseían en un mundo de auto admiración y egocentrismo que no les permitía ver más allá.

Bajé a desayunar y la comida me supo mejor que todas las veces. Rosa siempre cocinaba muy bien, y yo no tenía quejas, pero a diferencia del resto de los días, todo lo que comía estaba condimentado con la felicidad que me embargaba.

Tardé un rato en darme cuenta de que papá no estaba en la mesa.

Iba a preguntarle a Rosa, pero él apareció en ese momento. Venía de afuera.

—Tienes mala cara — comenté —, y mira que lo digo yo.

Papá se dejó caer en la silla donde Rosa le había servido el desayuno. Sin embargo, no tocó nada y sólo me miró. Eso era mala señal. Él nunca me miraba.

—¿Qué problema tuviste ayer con el hijo de Samuel Jiménez? — preguntó sin rodeos.

Me tomó un instante entender de lo que hablaba.

—Yo... les lancé globos a él y a sus amigos — confesé —. Él se cayó y se lastimó una rodilla.

—Sí, eso ya lo sé — masculló mi papá en tono brusco —. Acabo de hablar con Samuel y su esposa. Están furiosos, Ángel. Le dieron tres puntos a su hijo.

—Él tropezó, papá. Eso no es mi culpa.

—Ese chico dice que tú lo empujaste, que los estabas persiguiendo a él y a sus amigos.

Había pensado quedarme callado, pero ya que las cosas se habían salido de proporción, no me quedaba más de otra que ser sincero.

—Ellos son los que me persiguen. Se esconden y esperan a que yo aparezca solo para lanzarme toda clase de cosas. Ayer me tiraron bolas de lodo.

Papá resopló.

—¿Y por qué no me habías dicho eso antes? ¿Por qué no me lo contaste?

—Porque creí que sólo eran travesuras de niños y que no valía la pena molestarte poniéndote quejas. Les devolví el ataque porque supuse que eso los detendría y no seguirían molestándome.

—Pues eso no los detuvo, Ángel. Los papás de ese niño están furiosos y no van a creer lo que tú digas ahora. Pudiste haber hablado antes conmigo y yo les habría contado lo que te hacían para que ellos se encargaran de disciplinarlos. Nadie va a creerte en este momento porque no tienes pruebas.

Yo solté una carcajada exagerada.

—¿Y qué? ¿Es que acaso estoy acusado y me van a llevar preso por una rodilla herida?

—No — repuso papá —. Dicen que van a dejarlo pasar si te disculpas con ellos y con su hijo.

Me puse de pie.

—¿Qué?

—Es lo mejor que puedes hacer. Yo te creo y no te estoy diciendo que sea justo, sólo que eso nos va a evitar más problemas futuros con ellos.

—¿Problemas futuros? ¿Más de los que ya me han montado? Ellos me lanzaron tierra y mi ojo estuvo irritado por días. Por eso fue que te pedí las gotas ¿Y ahora quieres que me disculpe? ¡Son ellos los que me han hecho la vida imposible cada vez que salgo! — bramé — ¡No me voy a disculpar!

Mi papá no enfureció ni me miró con reprobación, como yo esperaba.

Rosa había seguido la conversación en silencio, con una angustia palpable en su rostro moreno agraciado. Era más o menos de la edad de papá y conservaba muy buena parte de la belleza que debió tener siendo más joven. Sin embargo, lo más valioso en ella eran las cualidades que poseía, la prudencia entre ellas.

—Está bien. Si no quieres disculparte, no voy a obligarte — dijo papá luego de un instante —. Ya no puedo obligarte a hacer nada porque no eres un niño, Ángel. Tienes dieciocho. La edad no siempre te hace más sabio, y en tu caso, creo que tú sigues siendo todavía un niño en muchos aspectos, en especial por todas las experiencias que no has atravesado todavía debido al encierro. El problema es que la gente no te ve como te veo yo. Para el mundo, ya eres un hombre. Quisiera poder decirte que esto es lo más grave que va a pasarte en la vida, pero no es así. Vas a enfrentar problemas graves, decepciones y dificultades mucho más tremendas, bien sea que decidas o no salir de La Cueva, como tú la llamas. Esa clase de cosas vendrán hasta ti sin que puedas eludirlas y son las que te convertirán en un hombre.

Lo miré durante un instante, incrédulo ante la hipocresía y la condescendencia con las que me hablaba.

¿De verdad me estaba dando un discurso a mí sobre desgracias y decepciones? ¿En serio?

Me vi a mí mismo de niño, golpeando en su puerta una y otra vez, llorando, rogándole para que abriera y me consolara, para que compartiéramos juntos el dolor de haber perdido a mamá, un dolor que bien habría podido unirnos más si su actitud hubiera sido distinta. Si él no se hubiera aislado, encerrado en sí mismo. Yo era el niño después de todo, yo era el que lo necesitaba. Pero él se apartó de mí y me dejó solo.

Por eso pasó lo que pasó.

—Pues bienvenidas las desgracias y las decepciones, entonces — le dije —. Estoy mejor preparado que la mayoría de las personas para enfrentarlas. O cuando menos, sí estoy mejor preparado que tú.

El Bello Y Las BestiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora