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—Sabes que tu padre te tiene prohibido venir a la cocina.

Rosa estaba secando los platos.

Yo entré con aire rebelde y me senté en una de las sillas altas que había frente a la encimera de granito.

—Pues yo quiero charlar contigo, Rosa — repliqué encogiendo los hombros —, y no me voy a privar del placer de tu compañía.

—Entonces espérame en la sala — dijo ella en tono serio —. Iré en un momento y me sentaré contigo un rato, mientras llegan tus amigos.

Yo la había puesto al tanto de que Samantha y Jordan "quizá" vinieran a la casa.

Prefería no hacerme muchas esperanzas porque yo no los conocía y ellos bien podían cambiar de planes. Al principio me dije que la inseguridad estaba haciendo de las suyas conmigo como siempre, pero habían pasado treinta y dos minutos desde que hablé con Samantha y ellos no habían llegado.

—Mi papá no está aquí para asegurarse de que obedezco sus reglas — mascullé en un tono inusualmente tosco —. Y si lo estuviera, le diría en plena cara que sus medidas exageradas llegaron demasiado tarde.

Rosa se giró hacia mí y me miró con ansiedad. Papá no me lo había dicho pero yo estaba seguro que él le había contado sobre ese día.

—Sigue siendo la casa de tu padre y son sus reglas, Ángel. Hay que respetarlas, esté él o no — exclamó con su circunspección de siempre —. Ven, vamos a la sala.

Me empujó suavemente de los hombros y yo me dejé llevar, sólo porque se trataba de ella. Le tenía más respeto a Rosa desde su cariño, que a papá desde su severidad y restricción.

—Tienes que dejar de tratarlo con tanta dureza — comentó cuando nos sentamos en el sofá de la sala —. Imagino que siguen sin hablarse todavía.

—Papá no habla mucho de todas formas. Por eso sus enojos pasan casi desapercibidos.

Fingí indiferencia cuando lo dije, pero sí que me afectaban profundamente sus rechazos, sus silencios. Me quedaba horas dando vueltas en mi cama, pensando en ir a su cuarto y pedirle disculpas. Algo que mi cobardía no me permitió hacer. No era orgullo porque alguien como yo no podía darse ese lujo. Si una persona me quería, tenía que agradecerlo y aprovecharlo mientras durara.

Durante largas noches yo me preguntaba con una furia que me hacía llorar, otras gritar y a veces ambas, por qué el destino había sido tan despiadado conmigo, por qué mamá había muerto y por qué me había tocado llevar esa carga tan pesada que era mi cara. Si hubiera sido cualquier otra parte del cuerpo, yo habría podido vivir una vida normal, como todos los demás. Pero no, no tuve esa suerte. Me parecía más que injusto que hubiera sido precisamente un lugar que yo no podía ocultar ni cubrir.

Sin embargo, luego de gritar y desahogarme contra la almohada, ya que no quería que papá me oyera, un miedo más empezó a sumarse a la lista.

¿Qué iba a ser de mí cuando papá ya no estuviera? Y no me refería al dinero. Papá había abierto una cuenta a mi nombre y me comentaba a menudo a cuánto ascendía, en caso de que a él le ocurriera algo, una enfermedad o un accidente repentinos. Pero yo no pensaba en el dinero. Papá era el único ser humano en el mundo que me quería, con sus defectos y todo; me quería, también a pesar de los míos.

Nada me garantizaba que él estuviera a mi lado por mucho tiempo y yo no me fiaba de ese destino que tan brutal había sido conmigo. Algo sí tenía más que claro; yo no podría vivir en un mundo donde papá no estuviera. Rogué entonces, ahogado en lágrimas, porque fuera yo quien muriera primero. Papá se repondría, se casaría y puede que formara una nueva familia; yo por otro lado, quedaría completamente solo.

El Bello Y Las BestiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora