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Las cosas fueron todavía peor luego de salir del consultorio.

Fue como si el universo hubiera conspirado para hacer de mi única salida mensual de La Cueva, una travesía profética de horror, problemas y desgracias.

Pregunté al vigilante que había en el primer piso, en dónde podía tomar un taxi. Él me indicó una dirección a tres cuadras. Aunque esa distancia parecía mínima y muchas personas recorrían cuatro veces esa distancia para ir a sus destinos, fue todo un suplicio para un agorafóbico ansioso y deforme como yo. La gente que pasaba por mi lado se quedaba viéndome, susurraba, así como la que estaba sentada en cafeterías y restaurantes.

Mi grado de ansiedad era tan grande que comencé a contar los pasos que daba. Noventa y tres. De manera inconsciente comencé a bajar la cabeza y encorvar los hombros. Como casi no veía por dónde andaba, choqué contra otro cuerpo.

—¡Fíjate por dónde vas, imbécil...! — espetó una chica con irritación.

—Dis...

No fui capaz de decir nada más. Tenía esas dos características fatales que me convertían en un fiasco y por tanto, no pude disculparme.

Ella me miró y estuvo a punto de caerse cuando retrocedió, como la asistente del doctor Vargas. No dijo nada más y se alejó.

Seguí andando y al fin hallé la parada de taxis.

El problema era que debía haber una especie de conferencia, exposición u obra de teatro porque había una larga fila de personas esperando. Todas vestían elegantemente, algunas llevaban gafetes y escarapelas y casi todas las mujeres lucían vestidos llamativos. Casi quise plantearme la idea de hacer cola y aguardar por un taxi, como ellos, pero en cuanto me di la vuelta, los encontré a todos, sin excepción, con su mirada clavada en mí.

Ya me estaban sudando las palmas otra vez, respiraba con fuerza y sentía una presión en el pecho. La sangre me palpitaba en los oídos, como si tuviera el corazón en la cabeza y me fuera a estallar. Enterré las uñas en mis palmas y continué caminando.

Ese fue el primer error.

Debí haber aguantado la fila o buscado alguna otra parada.

Lo que hice fue avanzar hacia una estación de autobuses. Con la voz entrecortada, le pregunté a uno de los conductores cuál de los buses pasaba cerca del sector donde yo vivía. Era una zona de parques y clubes adonde acudían los fines de semana los hombres más ricos de la ciudad y puede que de ciudades vecinas también. Por eso era que todas las casas y apartamentos de los alrededores eran tan caros, incluida la elegante cueva en la que vivía con papá y que él todavía estaba pagando.

Me subí a uno que rezaba "La Campiña", la zona más cercana. Como era la primera vez que utilizaba el transporte público masivo, no entendía cómo funcionaba.

Le pagué al conductor y fui a sentarme. Vi un letrero electrónico encendido en la parte superior de la puerta y supuse que allí se indicaba en qué parte del recorrido iba el bus. Los asientos se ocuparon rápidamente y muchas personas iban de pie. Una señora se subió con una niña como de tres años y yo le cedí mi puesto, pues varias personas de las que iban sentadas, se quedaron dormidas de golpe y al mismo tiempo. Ella me lo agradeció, la niña se quedó mirándome.

Habían transcurrido como cuarenta minutos y eso me pareció extraño porque papá no tardaba más de quince conduciendo de la casa al consultorio. Me acerqué al conductor, sufriendo los estrujones y los efectos físicos del bus cada vez que giraba en una esquina. Él me dijo con un tono cargado de impaciencia que mi parada ya había pasado hacía mucho y que de hecho, ya se estaba acercando a su último destino.

Le pedí que se detuviera y me bajé.

En lugar de preguntar dónde podía tomar un taxi, lo que hice fue andar. Tercer error, el segundo había sido dar por sentado que era deber del conductor avisarme en dónde tenía que bajarme.

Me sentí sumamente cómodo por primera vez. El sector o barrio en el que me encontraba, era tranquilo y solitario, había fábricas y edificios por todas partes que daban la apariencia de estar abandonados. Casi no vi personas en las calles y eso me infundió ánimos. De repente, empecé a disfrutar el aire golpeando mi rostro, los rayos del sol tocando mi piel y poco a poco, levanté mi cabeza y caminé erguido mientras escuchaba Nopus de Eric Prydz a través de mis infaltables cascos, los que me acompañaban a todas partes.

Me dije a mí mismo que mi miedo era mucho más grande de lo que ameritaba, que yo lo había convertido en un gigante que se alimentaba de mis inseguridades. Llegué a pensar que yo sí podía caminar afuera tranquilamente y bajo la luz del día. Había pasado los últimos ocho años de mi vida exiliado por voluntad propia, saliendo de La Cueva sólo cuando era estrictamente necesario. Papá, luego del incidente en la escuela, me había permitido terminar la primaria y cursar toda la secundaria desde la casa. Tuve que rogarle prácticamente, pero al final cedió.

Pero entonces, enseguida llovieron trabajadores sociales y psicólogos que juzgaron a mi padre por esa decisión; le dijeron que yo no tendría una niñez normal si me educaba en casa, como si eso hubiera sido posible para mí de todas formas. Yo los escuché desde un rincón y me pareció tan ridículo todo lo que decían que no pude quedarme escondido. Me mostré ante ellos y les pregunté si creían que yo de verdad podía aspirar a tener una niñez normal. Les aseguré que el deseo de estudiar desde casa había sido mío y no de mi papá. Se me hizo de lo más hipócrita que quisieran hacerme asistir a una escuela pública, argumentando mi necesidad de desarrollar habilidades para socializar y desenvolverme bien en el mundo.

¿En dónde habían estado esos trabajadores sociales cuando los demás niños me acorralaron y me cubrieron de pintura? ¿O cuando mi madre murió y nadie se preocupó por cuidarme y alimentarme? ¿Por qué no se preocupaban de otros niños que sí estaban corriendo riesgos verdaderos en ese momento?

Los niños eran crueles, pero nada que ver con los adolescentes. Yo tenía la inteligencia suficiente para comprender que me iría mucho peor en la secundaria, que mi calvario iba a continuar y yo no contaba con los poderes mentales de Carrie para defenderme de mis compañeros opresores. Era deforme pero no masoquista. Eso sí, yo mismo tuve que encargarme de encontrar un instituto dispuesto a dar clases cien por ciento virtuales para demostrarle a mi papá que yo hablaba muy en serio. La imagen de un niño de diez años buscando afanosamente páginas con un portátil sobre sus piernas.

Anduve un rato más por esas calles hasta que me picó el bicho del hambre y la sed.

Mi cuarto error ese día fue pensar, aunque fuera sólo durante mi caminata, que yo podía moverme libremente por el mundo como todos los demás.

Y el quinto, haber entrado a la cafetería que había en la esquina, en lugar de sólo pasar de largo.

Ese fue el peor error de todos.

El Bello Y Las BestiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora