𝐗𝐗𝐕

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𝐇𝐚𝐳𝐞𝐥

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𝐇𝐚𝐳𝐞𝐥

Durante el tercer ataque, Hazel estuvo a punto de comerse un canto rodado. Estaba mirando la niebla con los ojos entornados, preguntándose cómo era posible que costase tanto volar a través de una ridícula cordillera, cuando las alarmas del barco sonaron.

—¡Todo a babor! —gritó Nico desde el trinquete del barco volador.

De nuevo al timón, Leo tiró de la rueda. El Argo II viró a la izquierda, y sus remos aéreos hendieron las nubes como hileras de cuchillos.

Hazel había cometido el error de mirar por encima de la barandilla. Una oscura figura esférica se lanzó hacia ella. « ¿Por qué la luna viene a por nosotros?», pensó. A continuación lanzó un grito y cayó sobre la cubierta. La enorme roca pasó tan cerca por encima de ella que le apartó el pelo de la cara.

¡CRAC!

El trinquete se desplomó; la vela, los palos y Nico cayeron en la cubierta. El canto rodado, aproximadamente del tamaño de una ranchera, se alejó en la niebla como si tuviera asuntos importantes que atender en otra parte.

—¡Nico!

Hazel se acercó a él con dificultad mientras Leo estabilizaba el barco.

—Estoy bien —murmuró Nico con un rostro serio y desafiante, retiro los pliegues de lona de sus piernas de un fuerte tirón.

Ella trato de ayudarlo a levantarse, pero cuando menos se dio cuenta ya se encontraba de pie, totalmente bien, su mirada oscura buscaba al atacante, totalmente alerta. Hazel no pudo evitar pensar en su amiga Helena, había más similitudes entre ellos dos de los que creía, se notaba que Helena había criado a Nico. Los dos dirigieron a popa tambaleándose. Esa vez Hazel se asomó con más cuidado. Las nubes se apartaron lo justo para dejar ver la cima de la montaña situada debajo de ellos: una punta de lanza de roca negra que sobresalía de unas verdes pendientes cubiertas de musgo. En la cima había un dios de la montaña: un numina montanum, como los había llamado Jason. O también conocido como ourae, en griego. Se llamaran como se llamasen, eran desagradables.

Como los otros con los que se habían encontrado, llevaba una sencilla túnica blanca sobre una piel áspera y oscura como el basalto. Medía unos seis metros de estatura y era muy musculoso, con la barba blanca suelta al viento, el cabello despeinado y una mirada de demente, como un ermitaño loco. Gritó algo que Hazel no entendió, pero estaba claro que no era un saludo. Levantó con las manos otro pedazo de roca de su montaña y empezó a darle forma de bola.

La escena desapareció entre la niebla, pero cuando el dios de la montaña volvió a gritar, otros numina le contestaron a lo lejos y sus voces resonaron a través de los valles.

—¡Estúpidos dioses de las rocas! —Gritó Leo desde el timón—. ¡Es la tercera vez que tengo que reparar el mástil! ¿Os creéis que crecen en los árboles?

𝐌𝐨𝐨𝐫𝐥𝐚𝐧𝐝; Percy Jackson [#3] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora