𝐗𝐗𝐗𝐈𝐈

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𝐉𝐚𝐬𝐨𝐧

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𝐉𝐚𝐬𝐨𝐧

Jason no sabía qué esperar: si tormenta o fuego.

Mientras aguardaba su audiencia diaria con el señor del viento del sur, trató de decidir cuál de las personalidades del dios era peor: la romana o la griega. Pero después de cinco días en el palacio, solo estaba seguro de una cosa: había pocas probabilidades de que él y su tripulación salieran de allí con vida.

Se apoyó en la barandilla del balcón. El aire era tan caliente y tan seco que le absorbía la humedad de los pulmones. Durante la última semana, su piel se había oscurecido. El pelo se le había puesto blanco como barbas de maíz. Cada vez que se miraba al espejo, le sorprendía la mirada desquiciada y vacía de sus ojos, como si se hubiera quedado ciego vagando por el desierto.

Treinta metros por debajo, la bahía brillaba contra una playa semicircular de arena roja. Estaban en algún lugar en la costa septentrional de África. Es todo cuanto le decían los espíritus del viento.

El palacio se extendía a cada lado de él: un intrincado laberinto de pasillos y túneles, balcones, columnatas y estancias cavernosas labradas en los acantilados de piedra caliza, diseñadas para que el viento soplara a través de ellas e hiciera el máximo ruido posible. Los constantes sonidos de órgano de tubos recordaban a Jason la guarida flotante de Eolo, en Colorado, solo que allí los vientos no parecían tener prisa.

Y eso era parte del problema.

En sus mejores días, los venti del sur eran lentos y perezosos. En sus peores días, eran racheados e iracundos. En un principio habían dado la bienvenida al Argo II, ya que cualquier enemigo de Bóreas era amigo del viento del sur, pero parecían haber olvidado que los semidioses eran sus invitados. Los venti habían perdido rápidamente el interés por ayudarles a reparar el barco. El humor de su rey empeoraba cada día que pasaba.

En el muelle, los amigos de Jason estaban trabajando en el Argo II. La vela principal había sido reparada y el aparejo sustituido. Tocaba arreglar los remos. Sin Leo, ninguno de ellos sabía cómo reparar las partes más complicadas del barco, incluso con la ayuda de Buford, la mesa, y de Festo (que ahora estaba permanentemente encendido gracias al poder de persuasión de Piper, aunque ninguno lo entendía). Pero seguían intentándolo.

Hazel y Frank se encontraban detrás, al timón, toqueteando los mandos. Piper transmitía sus órdenes al entrenador Hedge, que estaba colgado por encima del costado del barco, reparando las abolladuras de los remos a martillazos. Hedge era muy apto para dar martillazos a las cosas.

No parecía que estuvieran haciendo grandes progresos, pero, considerando lo que habían pasado, era un milagro que el barco estuviera entero.

Jason se estremecía cuando pensaba en el ataque de Quíone. Él se había quedado indefenso, congelado no solo una sino dos veces, mientras Leo salía despedido por los aires y Piper se veía obligada a salvarlos a todos ella sola.

𝐌𝐨𝐨𝐫𝐥𝐚𝐧𝐝; Percy Jackson [#3] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora