𝐗𝐗𝐕𝐈𝐈

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𝐅𝐫𝐚𝐧𝐤

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𝐅𝐫𝐚𝐧𝐤

Tal vez a Frank le hubiera gustado Venecia si no hubiera sido verano ni temporada de turismo, y si la ciudad no hubiera estado invadida por criaturas peludas. Entre las hileras de casas antiguas y los canales, las aceras eran demasiado estrechas para las multitudes que se empujaban y paraban a hacer fotos. Los monstruos empeoraban todavía más la situación. Se movían de un lado para otro con las cabezas gachas, tropezaban contra los mortales y olfateaban la calzada.

Uno pareció encontrar algo de su agrado en la orilla de un canal. Mordisqueó y lamió una grieta entre las piedras hasta que extrajo una especie de raíz verdosa. El monstruo la aspiró alegremente y avanzó arrastrando las patas.

—Bueno, comen plantas —dijo Frank—. Es una buena noticia.

Hazel deslizó su mano en la de él.

—A menos que complementen su dieta con semidioses. Esperemos que no sea el caso.

Frank se alegró tanto de cogerle la mano que las multitudes, el calor y los monstruos dejaron de parecerle tan malos. Sentía que lo necesitaban..., se sentía útil.

No es que Hazel requiriera su protección. Cualquiera que la hubiera visto embistiendo a lomos de Arión con la espada en ristre se habría dado cuenta de que sabía cuidar de sí misma. Aun así, a Frank le gustaba estar a su lado e imaginar que era su guardaespaldas. Si alguno de esos monstruos intentaba hacerle daño, Frank se transformaría encantado en un rinoceronte y lo empujaría al canal.

¿Podía convertirse en rinoceronte? Nunca lo había intentado.

Nico se detuvo.

—Allí.

Se habían metido en una calle más pequeña y habían dejado atrás el canal. Delante de ellos había una pequeña plaza bordeada por edificios de cinco pisos. La zona estaba extrañamente desierta, como si los mortales percibieran que era peligrosa. En medio del patio de adoquines, una docena de peludas criaturas vacunas olfateaban la base mohosa de un viejo pozo de piedra.

—Muchas vacas en un mismo sitio —dijo Frank.

—Sí, pero mira allí —dijo Nico—. Al final de esa arcada.

Nico debía de tener mejor vista que él. Frank entornó los ojos. En el otro extremo de la plaza, un pasaje abovedado con leones grabados conducía a una calle estrecha. Y, justo al final del pasaje, había una residencia urbana pintada de negro: el único edificio negro que Frank había visto hasta entonces en Venecia.

—La Casa Negra —supuso.

Hazel le apretó los dedos.

—No me gusta esa plaza. Es... fría.

Frank no sabía a qué se refería. Él seguía sudando a mares.

Sin embargo, Nico asintió con la cabeza. Examinó las ventanas de la residencia, la mayoría de las cuales estaban tapadas con persianas de madera. —Tienes razón, Hazel. Este barrio está lleno de lémures.

𝐌𝐨𝐨𝐫𝐥𝐚𝐧𝐝; Percy Jackson [#3] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora