𝐗𝐗𝐗𝐈

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𝐋𝐞𝐨

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𝐋𝐞𝐨

Leo consideraba que pasaba más tiempo durmiendo que volando.

Si se premiase a los dormilones con una tarjeta, él tendría la de doble platino.

Recobró la conciencia cuando estaba cayendo en picado a través de las nubes. Recordaba vagamente que Quíone lo había provocado justo antes de salir disparado por los aires. En realidad no la había visto, pero nunca olvidaría la voz de la bruja de la nieve. No tenía ni idea de cómo había ganado altitud, pero en algún momento debía de haberse desmayado a causa del frío y de la falta de oxígeno. En ese momento estaba cayendo e iba a sufrir el peor accidente de su vida.

Las nubes se apartaban a su alrededor. Veía el mar reluciente muy por debajo. Ni rastro del Argo II. Ni rastro de ninguna costa, conocida o no, salvo una isla diminuta en el horizonte.

Leo no podía volar. Disponía de un par de minutos como mucho antes de caer al agua y hacer « chof».

Decidió que no le gustaba ese final para la balada épica de Leo.

Todavía sostenía la esfera de Arquímedes, cosa que no le sorprendía. Inconsciente o no, jamás soltaría su posesión más valiosa. Maniobrando un poco, consiguió sacar cinta adhesiva del cinturón y sujetarse la esfera al pecho. Parecía un Iron Man de tres al cuarto, pero por lo menos tenía las manos libres. Empezó a trabajar toqueteando frenéticamente la esfera y sacando los objetos que consideraba útiles de su cinturón mágico: tela protectora, tensores metálicos, cuerda y arandelas.

Trabajar al mismo tiempo que caía era casi imposible. El viento le rugía en los oídos. No paraba de arrebatarle herramientas, tornillos y telas de las manos, pero finalmente construyó un armazón improvisado. Abrió un compartimento de la esfera, desenredó dos cables y los conectó a su barra transversal.

¿Cuánto faltaría para que cayera al agua? ¿Un minuto, quizá?

Giró el disco de control de la esfera, y se activó zumbando. Más cables de bronce salieron disparados de la bola, percibiendo intuitivamente lo que Leo necesitaba. Unos cordones ataron la lona protectora. El armazón empezó a extenderse solo. Leo sacó una lata de queroseno y un tubo de goma y los ató al sediento nuevo motor que la esfera le estaba ayudando a montar.

Finalmente se hizo un lazo con cuerda y se movió de forma que el armazón con forma de X le quedara sujeto a la espalda. El mar se acercaba más y más: una reluciente extensión de muerte por bofetón.

Lanzó un gritó desafiante y pulsó el interruptor limitador de la esfera.

El motor arrancó tosiendo. El rotor improvisado empezó a girar. Las hélices de lona daban vueltas, pero demasiado despacio. La cabeza de Leo apuntaba directa al mar; faltaban unos treinta segundos para el impacto.

« Por lo menos no hay nadie delante —pensó con amargura—, o me convertiría en materia de chiste para siempre entre los semidioses». ¿Qué fue lo último que le pasó a Leo por la cabeza? El Mediterráneo.

𝐌𝐨𝐨𝐫𝐥𝐚𝐧𝐝; Percy Jackson [#3] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora