𝐗𝐗𝐕𝐈

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𝐋𝐞𝐨

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𝐋𝐞𝐨

Leo se pasó la noche peleándose con una Atenea de doce metros de altura.

Desde que habían subido a bordo la estatua, Leo había estado obsesionado con su funcionamiento. Estaba seguro de que tenía poderes extraordinarios. Tenía que haber un interruptor secreto o un plato de presión o algo por el estilo.

Se suponía que estaba durmiendo, pero no podía conciliar el sueño. Se pasaba horas arrastrándose debajo de la estatua, que ocupaba la mayor parte de la cubierta inferior. Los pies de Atenea asomaban en la enfermería, así que si querías una pastilla de ibuprofeno, tenías que pasar rozando sus dedos de marfil. Su cuerpo recorría el pasillo de babor a lo largo, y su mano extendida sobresalía en la sala de máquinas, ofreciendo la figura de Niké de tamaño natural que reposaba en su palma como si dijera: « ¡Toma, un poco de Victoria!». El rostro sereno de Atenea ocupaba la mayor parte de las cuadras de los pegasos situadas en popa, que afortunadamente estaban vacías. Si Leo hubiera sido un caballo mágico, no habría querido vivir en una casilla observado por una descomunal diosa de la sabiduría.

La estatua estaba encajada en el pasillo, de modo que Leo tenía que trepar por encima y deslizarse por debajo de sus extremidades, buscando palancas y botones.

Una vez más, no encontró nada.

Había hecho averiguaciones sobre la estatua. Sabía que estaba fabricada a partir de un armazón de madera hueco cubierto de marfil y oro, lo que explicaba por qué era tan ligera. Se encontraba en muy buen estado, considerando que tenía más de dos mil años de antigüedad, había sido saqueada en Atenas, transportada a Roma y guardada en secreto en la cueva de una araña durante la mayor parte de los dos últimos milenios. La magia debía de haberla mantenido intacta, suponía Leo, en combinación con una factura muy buena.

Zafiro había dicho... Bueno, él procuraba no pensar en Helena. Pero no era fácil con el parecido que tenía la estatua con la joven de cabellos rubios, aunque tal vez era más preciso decir el parecido que tenía Helena con Atenea. Todavía se sentía culpable por su caída y la de Percy al Tártaro. Leo sabía que había sido culpa suya. Debería haber tenido a todo el mundo a salvo a bordo del Argo II antes de empezar a sujetar la estatua. Debería haberse dado cuenta de que el suelo de la caverna era inestable.

Aun así, paseándose con cara mustia no iba a conseguir que Percy y Lena volvieran. Tenía que concentrarse en solucionar los problemas que pudiera solucionar.

De todas formas, Helena había dicho que la estatua era la clave para vencer a Gaia. Podía reparar la brecha existente entre los semidioses griegos y los romanos. Leo suponía que esas palabras encerraban algo más que mero simbolismo. Tal vez los ojos de Atenea disparaban rayos láser, o la serpiente que había detrás de su escudo podía escupir veneno. O tal vez la figura de Niké cobraba vida y hacía unos movimientos en plan ninja.

𝐌𝐨𝐨𝐫𝐥𝐚𝐧𝐝; Percy Jackson [#3] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora