Capitulo 1: Atticus.

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Atticus.

Una sonrisa sardónica se dibujó en mis labios mientras caminaba por las calles. Podía sentir los ojos de la gente sobre mí, mientras me miraban con asco, molestia o desagrado. Odiándome por ser lo que soy: Un puto drogadicto.

Los apodos puestos en mí solo por mi apariencia, por mi cara demacrada, por mi delgadez, por los tatuajes pintados en mi cuerpo y los pequeños aretes en mis orejas, eran muchos.

«Vago bueno para nada.»

Tal vez lo soy.

«Delincuente.»

Si, he robado cosas, pero ¿quién no?

«Marginado.»

¿Gracias a quién creen que fui marginado? Gente estúpida.

«Antisocial.»

No tengo nada que decir de esto.

«Un chico problemas.»

No soy solo un chico problemas, soy él peor problema de todos.

«Drogadicto.»

Si, lo soy.

«Alguien peligroso.»

Pero... ¿no somos todos peligrosos en este mundo?

Eran solo las nueve de la mañana, pero ya me habían insultado de diferentes maneras. ¡Y todavía faltan algunos insultos más!

A la gente le suele gustar referirse a mí de forma despectiva mientras me miraban y susurran a mis espaldas. Pero aquello ahora no puede importarme menos, después de todo, sé que tienen razón con respecto a mí.

Soy un jodido drogadicto y la peor basura de todas, y con toda la definición de la palabra.

Aun así, tampoco es como que me voy a dejar amedrentar por nadie. Por lo que, cada mirada despectiva, cada palabra desagradable, cada mueca de superioridad o asco, yo me encargo de devolverla con una sonrisa ladina, llena de puro sarcasmo mientras fulmino a la persona en cuestión con la misma fuerza y fiereza con la que se refieren a mí, hasta lograr intimidarla, demostrándoles que no solo ellos me odiaban por lo que soy, sino que yo también los odió a ellos por como son.

Porque, seamos honestos, yo puedo ser una basura drogadicta, un "delincuente" ante los ojos de todos y una mierda de persona, pero ellos son definitivamente mucho peor. Sobre todo, cuando critican, juzgan o cuando actúan hipócritamente delante de sus pares para caer bien mientras esperan el momento para apuñalarse entre ellos por la espalda.

Comparado a ellos, yo quedo como un santo.

Mis manos hechas puños se apretaron al interior de los bolsillos de mi chaqueta mientras caminaba. Mi postura tensa, mientras ingresaba a la cafetería. El aroma a comida recién hecha colándose por mi nariz, provocó que mi estómago rugiera y se revolviera con hambre. La calefacción del lugar calentó mis huesos helados, casi haciéndome soltar un suspiro de alivio.

Hacía demasiado frío afuera y tenía demasiada hambre ahora, pero no puedo comprar nada para alimentarme. ¿Razón? Anoche, había gastado todo mi dinero por un poco de heroína.

Sé que aquello fue estúpido, pero la necesitaba; necesitaba esa droga con tanta fuerza que, cuando tuve el dinero después de haber batallado tanto para conseguirlo, no pude evitar pensar en algo más que comprarla, porque sabía que la necesitaba. Sabía que la iba a necesitar de nuevo.

Silencioso e ignorando las miradas, caminé en dirección a la última mesa de la cafetería, la más apartada de todas y donde sé, nadie va a molestarme.

Me senté y observé con desinterés a las personas. Mis ojos deteniéndose sin querer en una familia. Dos niños, gemelos. Una niña y dos padres cariñosos.

Mi pecho se oprimió.

Los gemelos jugaban entre ellos, sus risas infantiles inundado el lugar mientras parecían hablarse en código, mirándose con complicidad y posteriormente, burlándose de su hermanita menor.

El dolor comenzó a invadirme mientras los miraba. Abracé mi mochila con fuerza. Los recuerdos comenzaron a invadir mi mente como un torbellino, siendo rápidos, siendo fugaces y dolorosos. Muy dolorosos. Mis ojos se nublaron por causa de las lágrimas que amenazaban con caer, por causa de una sensación que odiaba. Por lo que, no queriendo que me viesen así, me levanté del lugar dirigiéndome al baño bajo la atenta mirada de una camarera preocupada.

El baño estaba sucio y apestaba a orina. Pero no me importó. Lavé mi cara, para eliminar las lágrimas y me miré al espejo.

Odié lo que vi. Mi cabello desordenado y más largo, llegándome hasta las orejas. Mis ojos grises, ligeramente rojos por las lágrimas y con unas pronunciadas ojeras de bajo. Estaba más delgado que antes y me veía demacrado. Miré mis ojos nuevamente, notando el dolor, la tristeza y la desesperación en ellos.

Me veía vulnerable, roto, completamente diferente a lo que era antes, pero, al menos, ya no me parecía a «él». Y eso me hacía odiarme un poco menos, pero no lo suficiente como para desear sobrevivir.

Caminé hasta un cubículo del baño y me encerré en él, apoyando la espalda contra la pared de este y dejándome caer al suelo lentamente. Gruesas lágrimas cayeron de mis ojos y un sollozo roto escapó de mis labios al recordarlo; tras recordarlo a «él». A aquel idiota que falleció durante un accidente y me dejó solo, sufriendo. Estancado en una agonía sin fin. En una depresión insoportable.

Con su muerte, mi vida se había puesto peor de lo que ya lo estaba. Con su muerte, mi vida se había arruinado por completo y por eso, había comenzado a odiarlo.

-Lo detesto. -mascullé en un llanto agónico, mientras abrazaba mis rodillas. - Lo odio tanto...-sollocé una mentira.

Las palabras que salían de mi boca no eran más que palabras vacías dichas por causa del dolor y la rabia. Y en el fondo, lo sabía. Sabía que solo eran mentiras dolorosas que buscaban un alivio para mi corazón.

Entonces, por alguna razón, lo recordé. La droga en mi mochila. Desesperado por un alivio para esto que estoy sintiendo, busqué lo que necesitaba: La heroína.

Aquella droga que ahora mismo me tiene aquí, sentado en el sucio baño de una cafetería, con las mangas arriba, los dedos temblorosos y los ojos llenos de lágrimas, mientras que en mi interior anhelo sentir aquella felicidad prestada, aunque sea por unos escasos segundos.

Con la aguja de la jeringa a milímetros del brazo derecho me lo pregunto: ¿Es esto realmente lo que quiero?

Un suspiro tembloroso se escapa de mis labios, sabiendo la respuesta. No, no lo quiero, pero lo necesito. Lo necesito tanto como necesito respirar, con una fuerza tremenda e involuntaria.

Y entonces, lo hago, me inyecto aquella droga arrebatadora de felicidad y amor, acarreadora de sufrimientos y pesadumbres.

Al instante, mi cuerpo entra en un estado mítico de extrema y absoluta relajación. El dolor que sentía en mi abdomen producto de la paliza de hace unos días desapareció por completo, la somnolencia comenzó a ser parte de mi sentir y poco a poco fui cayendo, cerrando mis ojos, ignorando el ruido a mí al rededor, los gritos aterrados de una camarera pidiendo una ambulancia, las fuertes manos de un hombre moviéndome para que no me durmiera.

Ya nada más me importa, nada más me hace falta, porque me sentía bien, tranquilo. Ya no había más dolor en mi interior y eso era lo único que me importaba.

Una dulce adicción (#1 GEMELOS EVERETT)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora