C A P Í T U L O 6. «PUOI DIRMI LA VERITÀ»

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PUOI DIRMI LA VERITÀ

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Son las nueve en punto cuando Angelina White vuelve a colocar un pie dentro de mi casa. Lo sé porque no he dejado de mirar el reloj desde que abrí los malditos ojos a las cinco de la mañana.

Y no, no necesito tenerla frente a mí para estar seguro de ello. Es como si un instinto de mierda o algo por el estilo me lo estuviera anunciando. Como sucedía cada que ella estaba cerca de mí.

Sacudo la cabeza y regreso mi atención a la pantalla del celular que sostengo en mi mano, sin tener claro todavía cómo sentirme respecto a lo que encontré dentro de él: un montón de nada.

No tengo idea si es que la gemela de mi mujer mantiene una vida demasiado simple y aburrida, o en efecto, sabe ocultarse del mundo tan bien como lo hago yo.

Sea como sea, me cabrea no haber conseguido un hilo lo suficientemente largo del que tirar en el interior de su iPhone.

Nada más allá de las llamadas compartidas entre ella, sus padres, una chica de nombre Abigail, un tal Noah, y otro par de números desconocidos con el código de área de la ciudad.

La chica, pude comprobar por los mensajes intercambiados en el chat, es su amiga. Y el tipo, con quien suele follar.

«Me muero por estar de nuevo dentro de ti, ángel»

Leo una vez más.

«El sábado en la tarde estoy libre. ¿Tú?»

«Por suerte, yo también. Espérame... desnuda»

«Como siempre, cariño»

Todos los mensajes y llamadas son del día del entierro y anterior. No hay nada más antiguo que eso. Cómo si se encargara de limpiarlo constantemente.

Alfredo, mi ingeniero en sistemas, y quien controla toda la seguridad de la casa, no fue capaz de conseguir nada relevante cuando le di el aparato para que hiciera su magia. Ni carpetas ocultas ni encriptadas. Nada.

Tampoco algún tipo de rastreador, para su suerte.

Pero lo cierto es que su maldito teléfono es tan impersonal como un departamento sin muebles. Ni una sola cosa que me diga quién es Angelina White de verdad. O a qué se dedica. Aparte de su obsesiva afición a las noticias que ofrece la aplicación New York Times y los hilos informativos de Twitter. Su Instagram y su Facebook están totalmente vacíos de información personal.

Y, sin embargo, ese vacío consigue llenarlo todo. Ese vacío solo me confirma una cosa: Angelina White oculta algo.

Nadie que lleve una vida neoyorquina corriente, tiene un teléfono como el suyo.

No confío en ella. No confío en sus intenciones. Y juro por Dios que no confío en la mirada de hielo que me devuelven sus ojos a través de la foto que estoy mirando en su galería. Lo único mínimamente real que he hallado de ella.

Quince fotografías.

Cinco de la última navidad junto a sus padres en Londres. Seis del verano pasado en Coney island acompañada de una chica pelirroja que reconozco como Abigail por su foto de perfil en el chat. Y cuatro selfies de sí misma.

Tres de ellas en un banco de Central Park y la última, enredada entre sábanas blancas que solo cubren más allá de sus hombros desnudos, con sus labios pintados de rojo y sus ojos..., sus malditos ojos azules, mirándome.

Seducir a la Mafia  [Pasiones Peligrosas #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora