Capítulo 23 Buttercup

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Hubo, hace ya unos años, un joven rubio y de ojos marrones que parecían fuego. Esos mismos ojos brillaban con una oscura determinación, la clara meta de tener el mundo a sus pies.

Su porte era elegante, su rostro muy hermoso y su sonrisa macabra. La labia que tenía y las hábiles manos que poseía lo hacían una belleza indomable, tan orgulloso y cínico era su esplendor que, junto a los tres lunares en su oído, le presagiaban un futuro glorioso.

Al menos así habría sido de no nacer en la más miserable condición que el destino podría depararle.

Dio Brando era un muchacho de la clase baja, de aquella que tiene que luchar para sobrevivir cada día, peleando por conseguir un poco de pan, la misma que cada vez se incrementaba más en Londres. Hijo de un estafador dueño de una posada y una adorable mujer que lo amaba con todo su corazón, pasaba los días buscando unos pocos centavos para que él y su mamá pudieran comer algo al mismo tiempo que ella se mataba en la costureria por un salario que apenas podría considerar no vivía en esclavitud.

Con su padre y su negocio nunca contaron, él gastaba todo lo que tenía en alcohol y mujeres, robando incluso lo poco que juntaban su esposa e hijo cuando le hacía falta. Si ellos no se iban de su lado era simplemente por el techo y el saber que en la calle les iría incluso peor.

Pero eso no evitaba que Dio lo odiara con toda el alma.

Desde que tuvo uso de razón Dio se hizo consciente de la miseria en la que vivía, pues no tuvo el filtro de protección de sus padres para ignorar la malicia del mundo, uno por qué era parte de ella y la otra por no poder estar todo el tiempo a su lado, aunque siempre le demostró su amor.

Su mente, mucho más sagaz e ingeniosa que cualquier otra en la misma situación, se puso metas claras y una promesa se juró en la soledad de su inconsciente.

Saldría de ese lugar, hallaría la forma de ser asquerosamente rico, obtendría un título nobiliario, tendría todo el mundo de rodillas ante él, y se llevaría a su madre junto a él.

Sí, metas claras para un mocoso de once años.

Sin embargo, todo su plan se fue al demonio por el maldito destino.

Una mañana, fría y lluviosa, su madre despertó completamente enferma. Bañada en sudor y temblando sin poder abrir los ojos.

Dio sintió que su mundo se destruía.

Él no lo sabía, pero la mujer llevaba unos seis o siete meses de embarazo, solo que no se le notaba por el corsé y la enorme falda que debía usar como parte del uniforme de la fábrica.

Ella, erróneamente, pensó que podría seguir con su estilo de vida y tampoco tenía opción, no es como si mágicamente diciendo a todo el mundo que estaba embarazada le darían comida. Su esposo, el infeliz de Dario, llegó a saberlo, pero no es como si algo cambiará. Después de todo no le importaba si el bebé nacía o no, incluso pensó en no darle su apellido. Desconfiaba si sería su hijo de todos modos, aunque la mujer que tenía a su lado era virtuosa y si Dio hubiera sabido que él pensaba de esa manera le hubiera clavado un cuchillo en la lengua.

Durante unos meses sin embargo, no faltó el pan para ella y su hijo, lo único que hizo por ella en su vida fue no dejarla morir de hambre, pues esperaba que si el bebé nacía fuera una niña. Podría venderla muy bien en cualquier lado, solo debía esperar unos años, además su mujer se encargaría de ella si es que llegaba a nacer.

Dio pasó al lado de su madre un mes entero, cuidandola y viendo cómo mejoraba por momentos para luego volver a la fiebre. En ese mismo tiempo se enteró de que posiblemente sería un hermano mayor si todo salía bien. Algo con lo que no sabía cómo sentirse.

El heredero perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora