𝐈𝐈. Analiza esto

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El reloj marca las tres menos cuarto, en el instante exacto en que Alessa Cassel toma asiento en la amplia sala de espera del doctor Jung. Su cita no tiene lugar hasta las tres en punto, pero a raíz de una ocasión en la que se le hizo tarde debido al tráfico, Alessa tomó la costumbre de salir de casa con, por lo menos, una hora de anticipación, llegando casi siempre unos quince minutos antes, en promedio.

En cuanto el reloj marca las tres en punto la puerta del consultorio se abre, con el doctor Jung de pie, haciéndole un ademán para que se adentre.

—Buenas tardes, señorita Cassel. ¿Todo bien? —la voz del doctor es tan serena como siempre, la pregunta aunque suene casual, es muy de rutina.

—Buenas tardes, doctor. Sí, todo bien —responde ella, aunque la repuesta suene muy de rutina, es casual.

Hace una pausa, hesita un segundo antes de sentarse en el diván.

—Hoy pasó algo —suelta tras un momento, y no pasa desapercibida la mirada curiosa en los ojos del viejo terapeuta. La vena chismosa, como le llama él—. Uno de mis pacientes hoy me dijo que quería ser médico, como yo. Antes de pensar siquiera en mi respuesta, ya le estaba diciendo que decidí ser doctora a su edad. Tiene seis años.

—Y tú no recordabas que a esa edad ya habías decidido tu carrera ¿No?

Alessa menea la cabeza a modo de confirmar la respuesta negativa, pero la confirmación era hasta innecesaria. En todo el año que han estado trabajando en ella, no había salido a relucir jamás ese detalle, es nuevo. Y el psicoanalista adora los detalles nuevos.

—Muy bien. Veremos qué podemos hacer con eso. ¿Has seguido teniendo esa pesadilla? —cuestiona con serenidad. Estira la diestra y toma la tableta en la que siempre hace sus anotaciones, extrae la pluma que se sujeta al papel, esa pequeña pluma que tiene una diminuta lámpara en la punta.

—Sí, tres veces esta semana —declara Alessa, con la voz ligeramente hueca.

Está harta de esas pesadillas, y está harta también de que el doctor Jung insista en enfocarse en ellas. No tienen sentido. Siempre es la misma mierda. Ella en una habitación rosa jugando como niña normal, la voz de su madre en la lejanía y después la silueta de un hombre sin rostro y sin voz que la obliga a despertar bañada en sudor frío.

—Necesito que inhales profundamente —el psicoanalista indica con la misma sobriedad de siempre. Alessa acota las instrucciones—. Muy bien ahora, exhala —ella vuelve a obedecer, y su cuerpo cede cuando con un ligero toque en el hombro el doctor le indica que es momento de recostarse.

Las instrucciones siguen en un hilo repetitivo. Inahala. Exhala. Inhala. Exhala. De pronto, el hombre coloca la pluma con la lámpara frente a ella, y comienza a prenderla y apagarla en un ritmo idéntico al de su respiración. Antes de que el terapeuta le diga que va a sentirse somnolienta, ella ya lo está experimentando. La voz del doctor se vuelve un eco cada vez más débil y distante. Los párpados comienzan a pesarle, y las palabras que llegan se vuelven casi inentendibles.

Alessa se sumerge en una profunda hipnosis. Ya no es capaz de recordar que se encuentra en sesión. Su cuerpo permanece inerte durante prolongados segundos, tan solo notándose lo profundo de su respiración. El doctor realiza algunas pruebas insonoras, al confirmar que todo está en orden continúa con su protocolo.

—Alessa, ¿Me escuchas? —el especialista habla con claridad. Una vez que ella asiente con la cabeza, él prosigue—. Muy bien. Dime, ¿En dónde estás?

—En el cuarto rosa. Mi cuarto —su voz suena más aguda de lo normal, y responde en francés. Afortunadamente, el doctor Jung maneja más de seis idiomas. Incluyendo ese.

—¿Qué estás haciendo?

—Estoy jugando con mis muñecas. Mi nana dijo que podía jugar mientras está el almuerzo.

Unos segundos de silencio, y de pronto Alessa frunce el ceño. El doctor agudiza su atención se inclina hacia ella.

—¿Qué pasa, Alessa? —pregunta en un susurro, en francés.

—Creo que llegó mamá.

Los gestos de Alessa son débiles y delicados, casi torpes. Como una niña. Gira el rostro sin abrir los ojos, como si estuviese mirando en esa dirección. De buenas a primeras su rostro parece iluminarse. Sonríe ampliamente y se remueve en el diván con regocijo.

—¿En serio puedo ir a verlo? ¡Sí! —Alessa exclama con emoción. Sus manos  parecen soltar un objeto invisible que el psicoanalista reconoce como las muñecas con la que decía jugar.

Alessa pasa varios minutos en silencio, pero con pequeños movimientos o murmullos casi imperceptibles que el doctor anota en su libreta.

—¿Qué está ocurriendo, Alessa? —el psicoanalista pregunta en un murmullo, muy cerca del oído de su paciente.

—Vamos al hospital. Por fin puedo visitarlo —exclama con emoción infantil, sonriendo radiantemente.

—¿A quién?

—¡Llegamos! —dice ella emocionada, ignorando por completo la pregunta.

—Alessa, ¿A quién vas a ver? —repite el doctor Jung con genuino interés.

Pero Alessa no responde al momento. La dulce sonrisa que aún conserva en el rostro se desvanece de buenas a primeras y un gesto de desconcierto y dolor le reemplaza. El labio inferior comienza a temblarle y entonces suelta en un susurro roto:

—Alec...

TraicionadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora