𝐈𝐕. Por él

5 1 0
                                    

Alessa abre los ojos, tiene el corazón latiendo desbocado y el rostro pegajoso a causa de las lágrimas, su pecho sube y baja arrítmicamente mientras sus temblorosas manos hacen un intento por enterrarse en la alfombra que cubre el suelo del consultorio del doctor Jung. El viejo psicoanalista está agachado frente a ella, pero Alessa necesita ver la arrugada mano del hombre sobre su hombro para notar que está ahí, no la siente. Encoge las piernas totalmente y trata de regular la respiración, el pecho le duele, hay fuego en sus entrañas pero no hay pasión alguna; solo destrucción, absoluta pérdida. Siente que pasa horas sentada ahí, mirando a la nada, intentando acomodar lo que ahora recuerda y deseando quizá poder olvidarlo, pero apenas y han sido unos cuantos minutos. El resto de sus memorias empiezan a tomar forma, entregándole las verdades que por tanto tiempo pidió y por las cuales ahora se maldice. Ahora entiende por qué no recordaba nada de eso, se lo debe a sus padres aprovechando el trauma. Alessa no piensa perdonarle a sus padres haberla dejado olvidar a su hermano, no es capaz de comprender que fue por su propio bien, que después de sus múltiples atentados contra su propia vida y su inevitable espiral de depresión, no pudieron hacer mucho más por ella, que su madre no estaba dispuesta a perder a la única hija que le quedaba con vida. Y aún si lo hubiese comprendido, no sabría diferenciar el egoísmo del miedo y la falta de resignación. Tal vez es un mal de familia.

Alessa se levanta del suelo, le cuesta enfocar la vista. Hay un intenso dolor en su cabeza y cuando intenta respirar se da cuenta que le sangra la nariz. Por fin nota la mano extendida de su terapeuta, ofreciéndole un fino pañuelo. Dios sabrá cuánto tiempo pasó el pobre hombre con la mano extendida. El doctor Jung la invita a sentarse de nuevo en el diván y empieza a darle explicaciones, con su taciturna forma de expresarse suelta esto y aquello, pero Alessa no tiene la más remota idea de qué está diciendo el viejo hombre. Alessa está muy ida, muy apenas y asiente. El doctor Jung de detiene al notar su estado, musita algo sobre tener esa conversación en su próximo cita, haciendo hincapié en lo imperativo que es que tengan una próxima cita. Alessa piensa que por eso la gente cree que los hombres de su profesión leen mentes: en efecto, ella no planea(ba) acudir a una próxima cita. El doctor le da un poco de agua que Alessa no bebe, llama a su asistente y le indica que debe pedir un taxi para la paciente. Ella espera en silencio, ella espera en ausencia. Finalmente le indican que su taxi aguarda por ella frente al edificio. Alessa da las gracias, se despide del psicoanalista y sale del lugar a paso de alma en pena. La mujer se queda de pie frente al auto mas no aborda, el conductor baja el vidrio para preguntarle si ella es la que ordenó el taxi. Alessa musita un "no" delicado, sus pies la obligan a girar en otra dirección y alejarse. No ha mentido, ella no pidió ese taxi. El día está nublado y húmedo, por un instante siente que el clima simpatiza con su estado de ánimo, pero descarta la idea al instante; si realmente fuese así, la ciudad sería azotada por un intenso cataclismo, tal como ella está siendo destrozada por uno en su cabeza.

Alessa cruza las transitadas calles sin fijarse, ignora el sonido de los claxons que resuenan para su descuido, ignora las miradas furtivas de los transeúntes y las palabras de reproche cuando choca con uno que otro hombro. Solo dios sabe cómo es capaz de llegar a su vecindario. Ella no sabe siquiera cuánto tiempo le toma. La imagen de un Alec moribundo no sale de su cabeza, es más, todos sus sentidos pueden recordarlo ahora. El intenso olor a alcohol, fármacos y muerte: ese olor a hospital. Sus manos recuerdan la textura áspera y gruesa de la cama del hospital, y hasta la gradual pérdida de calor en el cuerpo de Alec. Sus ojos no olvidan el instante exacto en que la luz se apagó de la mirada de su hermano, y en sus oídos resuena el pitido permanente que en ese entonces no comprendía pero que ahora sabe perfectamente su significado, cuántas veces no lo ha escuchado en guardia, cuántas veces no lo ha echado a andar de vuelta trayendo pacientes de regreso, arrebatándoselos a la muerte de sus fieras garras. Porque no pudo arrebatárselo a él, porque no lo pudo salvar a él. Ahora lo entiende, ahora sabe por qué estudió medicina y al mismo tiempo pierde el sentido. Porque no importa cuánta vidas salve: ninguna es la que más deseó salvar, no importa a cuántos ayude, él no volverá.

No pudo salvar al que quería, y ahora no puede querer a los que salva.

Está tan ensimismada que no advierte cuando una persona se aproxima desde atrás hasta alcanzarla y tirar de ella con un movimiento un tanto desesperado. Alessa ahoga un grito, no a causa de temor ni intentos de auxilio, sino lo particular del golpe que la trae de vuelta a la realidad, el estado en el que el hombre se encuentra: a tan solo un beso de la muerte.

TraicionadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora