𝐗𝐗𝐈𝐈𝐈. (No) finge amor

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Cuando el bratva volvió luego de casi veinte minutos Alessa se irguió al momento, levantándose del sofá donde le esperaba y le miró con curiosidad.

—Alessa, cierra los ojos —no fue una petición, fue una orden (como de costumbre) pero por alguna razón el tono usado fue mucho más afable.

―Cerrar los… ―balbuceó, sin embargo antes de cuestionarlo, y por ende, hacerlo enfadar, decidió hacer caso.

Alessa dejó caer sus párpados, no había calma en ella pero tampoco era como si pudiese sentirse más vulnerable ante la presencia del padre de su hijo. Por alguna razón, tenía más nervios que de costumbre, sentía la inquietud tiritándole en cada poro de su piel y hasta en el más ínfimo rincón de su existencia. Aleksandr había llegado con una actitud muy... serena, casi amable y eso la ponía jodidamente nerviosa. Incluso el tono de su voz era suave a comparación de siempre, le recordaba al tiempo que más segura se sintió junto a él, pero aquellos días de sensaciones cálidas, como la noche que se quedó a cuidarla en el hotel no eran más que un doloroso fantasma emocional de lo que había perdido sin tener culpa alguna. Aleksandr tomó sus manos y las mariposas que habitaban en su estómago despertaron de inmediato. Sintió al varón tomar su mano y acomodar algo en su anular, le reccorrió un súbito escalofrío, no quería hacerse ideas absurdas, no era posible. No... ¿O sí? Abrió los ojos de inmediato, y visualizó al instante un aro plateado con una piedra brillante en medio. Durante un instante sintió que el corazón se le iba a reventar, había comenzado a latir desbocado y la manos extendida comenzó a temblar.

—Creo que lo más conveniente es que te cases conmigo —Aleksandr apretó la mandíbula, y ese gesto no pasó desapercibido para la francesa. Sintió una opresión en el pecho.

Cuando él habló lo escuchó ajeno, lejano. Como un eco. Se dio cuenta que estaba mareada porque todo le estaba dando vueltas, ni siquiera podía enfocar en él debidamente. Apretó los labios. Había un huracán de emociones dentro de ella; estaba confundida, no encontraba realmente creíble lo que estaban pasando. ¿Y si estaba bromeando? Quizás estaba bromeando. No, no podía hacerle algo tan cruel.

Había una inmensa ilusión en su interior, una felicidad abrumadora que estaba arrasando con ella, porque lo quería, porque a pesar de sus malos tratos, su constante rechazo y su indiferencia a con ella no podía evitar los sentimientos que habían florecido en su corazón para él. Esas emociones que crecían como tallos de flores y se enredaban en su caja torácica, apretando sus costillas y encajando las espinas en sus pulmones cada que él se mostraba reacio a ella, robándole el aire.

—¿Estás seguro de esto, Aleksandr?

—No puedo permitir que sufras maltratos como si el bebé que esperas no tuviera padre, porque sí lo tiene —el ruso hizo una pausa larga y ella asumió que estaba escogiendo sus palabras. Resopló—. Ese bebé es mi responsabilidad. Y tú también.

Por un instante el tiempo pareció congelarse, los segundos le resultaron eternos. Al principio quería decirle que sí, quería gritarle que quería ser su esposa, compartir su vida con él; y abalanzarse, abrazarlo y llenarlo de besos, pero si se tratara de una madrastra cruel, la realidad le abofeteó el rostro con tanta frialdad que le congelaría las lágrimas de toda una vida. La respuesta de Aleksandr se lo dejó claro: Él no la quería.

Las espinas de la rosa en su pecho hicieron su trabajo, se enredaron sobre el corazón y apretaron, apretaron, apretaron. Cerró los ojos un momento, y respiró profundamente. Debía decir que no, ¿debía? Casarse con un hombre que no le tenía el mínimo afecto no era una buena idea... por otra parte estaba su hijo, aunque en Francia las cosas no se manejaran así, entendía que en ese lado del mundo ser un ‘bastardo’ sería un estigma enorme para el niño, y no quería eso. Además, él no parecía tener intención alguna de dejarla ir en algún momento, si de todos modos debía aceptar una vida a su lado como consecuencia, ¿qué más iba a hacerle? Abrió los ojos y lo miró fijamente, tenía una enorme tristeza compenetrada en el alma, porque dolía en demasía sentir que ella no era más que una responsabilidad al igual que la vida en su vientre. Alzó la mano para admirar a detalle el anillo.

―Es precioso ―murmuró, y sintió su voz amenazarse con quebrarse―.Yo… ah… esto, realmente es inesperado ―balbuceó con torpeza, los nervios iniciales estaban apoderándose de ella una vez más. Inhaló hondo y exhaló lentamente. Sin proponérselo, sencillamente la sonrisa torpe se formó en sus labios―. Me casaré contigo, Aleksandr Belov... Si es que ese es tu apellido —y no pudo evitar soltar una risa vaga para disimular la tristeza que le causaba no tener la certeza siquiera de cuál era el apellido de su llamado futuro esposo.

—Lev Belov es un nombre falso, por supuesto —replicó él alzando ligeramente los hombres, restando importancia a ello—. Mi apellido es Markov y mi segundo nombre es Ivan.

Markov. Aleksandr Ivan Markov.

Dios mío, sonaba tan hermoso que quería besar ese nombre. No podía ser posible que le gustara todo de ese hombre, que todo lo que le compartía le parecía siempre fascinante. ¿Qué tenía, qué le daba? No podía ser normal que le gustase tanto.

—Y ya que serás mi esposa, eso te convertirá en Alessa Markova, en Rusia a las mujeres se les añade una 'a' al final de apellidos con ciertas terminaciones, entre esos el mío —Aleksandr sonrió, fue una de esas escasas sonrisas que ocasionalmente le daba pero que a ella le iluminaban el mundo. Posiblemente estuviese sonriendo a causa de hablar sobre su país pero Alessa todo lo que podía escuchar era un "ya que serás mi esposa" en repetición infinita en su cabeza. 

Y por alguna razón sintió un cosquilleo cálido empezando a revolotear en la boca de su estómago y abrirse paso hacia su pecho, sus manos, todo su cuerpo. Sintió un impulso y lo siguió, lanzándose hacia él en un abrazo y un beso al mismo tiempo, impactó sus labios y cerró los ojos, atrapando el labio inferior y después haciendo leve presión contra estos. No se dio cuenta de la fuerza que usó fue tal como para hacerlos caer de espaldas sobre el sofá, y en realidad en ese momento no le importó si la rechazaba otra vez, aunque fuese por un segundo se permitió mentirse a sí misma. Para fortuna suya Aleksandr no la rechazó, por el contrario: su reacción fue protegerla de la caída envolviéndola en sus brazos. Ninguno dijo nada. Ella no se levantó, pegó la cabeza a su pecho y se quedó escuchando los latidos de su corazón, estaba agitado (seguramente por la caída, pensó ella). Él no la apartó, pasó una mano por sus cabellos rubios en un gesto tan vago y torpe que parecía ser una caricia accidental.

Alessa se hizo una promesa a sí misma en ese instante. Se esforzaría por ganarse su amor, aunque le sonase a misión imposible, estaba determinada a hacerlo quererla, a enamorarlo, a hacer de ese matrimonio "forzado" una buena elección porque ahí, en ese instante con él bajo su cuerpo y ese precioso anillo en su anular, se sentía a tan solo una lágrima de la felicidad.

TraicionadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora