Prefacio

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Cuando Dain me compró, siempre supe que el suicidio sería una opción más sensata que fallarle.

Los fallos traducidos en deslices en medio de una misión, ya podían ser peligrosos. Fracasar en nombre de él, un caos total. Pero, de ahí a traicionarlo con fría y consciente deliberación...

No sé qué pasaba por mi cabeza cuando le clavé el puñal en la espalda.

Una parte de mí sabía que se merecía el castigo, la otra —la ilusa, la que jamás había renunciado a la humanidad con todo y sus infinitas debilidades, la que se aferraba a la mentalidad optimista de la niña antes de ser comprada— me gritaba que las cosas no debían ser así. Me recordaba que, lejos de mi realidad, las personas eran libres.

Libres, sin rendir cuenta a ningún dueño.

Libres de pecar sin mayor castigo que el peso de la consciencia y la estaca del remordimiento.

Pero yo no era una víctima.

De hecho, había pasado tanto tiempo renunciando a convertirme en una, que acabé adoptando el papel de un sucio, vacío y cruel monstruo.

No querrías ser mi amiga.

No querrías encontrarme en la calle.

Y, en especial, jamás podrías tenerme cerca, reconocerme y parpadear; porque nadie sería tan imprudente como para confiar en Poison.

—Hola, princesa veneno —canturreó una voz a través de la pesada puerta de metal de mi celda, burlándose.

Sería alguien de Dengus, la organización de criminales de Dain, nuestra brigada. Éramos un grupo de anónimos que se reinventaron para cumplir tareas que personas lo suficientemente poderosas, o adineradas, nos encargaran.

En mi celda, no me encontraba atada, no había necesidad para ello. Me tenían controlada y a su merced, por completo despojada de mis inhibiciones. Tirada en el suelo frío de piedra rasposa e irregular, fingiendo que significaba un lecho de comodidad extrema para mí.

Porque estaba drogada hasta el alma. Al menos, así se suponía.

Dengus trabajaba con la brigga, una droga desarrollada por el equipo principal y solo autorizada para misiones internas, nunca para exportación. Era su moneda más fuerte, su cuchillo más filoso. Fuera del trabajo, en cualquier charla informal, la llamaban «el hada de la manipulación».

Sin embargo, yo siempre estuve en desacuerdo con su nomenclatura popular. La manipulación puede eludirse, puedes resistirte a ella si tienes la suficiente fuerza de voluntad. La manipulación, era un chiste al lado de los efectos de la brigga.

Esa droga era lo más aterrador y cercano al control mental.

Cuando estás bajo sus efectos, sientes el peso de una felicidad absoluta e inquebrantable, cualquier proceso que se encargue de accionar el instinto de supervivencia, la opción de mentir o maquinar verdades, quedaría por completo bloqueado en tu cerebro. Te volverías susceptible, crédulo, una hoja de papel en blanco sobre la que escribir toda clase de perversidades.

La peor parte es que, sin importar lo que llegaran a hacerte, todo terminarías agradeciéndolo, porque la droga no te permitiría procesar el daño al que pudieras ser sometido. Solo habría felicidad, y absoluta cooperación.

Cuando supe de la brigga, tuve más miedo que en cualquier otra circunstancia en mi vida. La posibilidad de quedar desnuda y en completa desventaja, a merced de quien blandiera aquella arma en mi contra —despojada de la protección de mis murallas, del filo de mis difusas verdades y convincentes mentiras— me aterrorizó como nada.

Nerd 2.5: Parafilia [+18] [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora