Capítulo 7

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La propiedad del señor Kim consistía casi enteramente en una hacienda de dos mil libras al año, la cual, desafortunadamente para sus hijos, estaba destinada a un pariente lejano; y la fortuna de la madre, aunque abundante para su posición, difícilmente podría suplir a la de su marido. Su padre había sido abogado en Meryton y le había dejado cuatro mil libras.

La señora Kim tenía una hermana casada con un tal señor Choe que había sido empleado de su padre le había sucedido en los negocios, y un hermano en Londres que ocupaba un respetable lugar en el comercio.

El pueblo de Longbourn estaba a solo una milla de Meryton, distancia muy conveniente para los jóvenes, que normalmente tenían la tentación de ir por allí tres o cuatro veces a la semana para visitar su tía y, de paso, detenerse en una sombrereria que había cerca de su casa. Los que más frecuentaban Meryton eran los dos menores, YoHan y DongHan, que solían estar más ociosos que sus hermanos, y cuando no se le ofrecía nada mejor, decían que un paseíto a la ciudad era necesario para pasar bien la mañana y así tener conversación para la tarde; porque, aunque las noticias no solían abundar en el campo, su tía siempre tenía algo que contar. De momento estaban bien provistos de chismes y de alegría ante la reciente llegada de un regimiento militar que iba a quedarse todo el invierno y tenían en Meryton un cuartel general.

Ahora las visitas a la señora Choe proporcionaba una información de lo más interesante. Cada día añadían algo más de lo que ya sabían acerca de los hombres y las familias de los oficiales. El lugar donde se alojaban ya no era un secreto y pronto empezaron a concocer a los oficiales en persona.

El señor Choe los conocía a todos, lo que constituía para sus sobrinos una fuente de satisfacción insospechada. No hablaba de otra cosa que no fuera de oficiales. La gran fortuna del señor Jimin, de la que tanto le gustaba hablar su madre, ya no valía la pena comparada con el uniforme de alférez.

Después de oír una mañana el entusiasmo con el que sus hijos hablaban del tema, el señor Kim observó fríamente:

—Por todo lo que puedo sacar en limpio de vuestra manera de hablar, debéis de ser los muchachos más tontos del todo el país. Ya había tenido mis sospechas algunas veces, pero ahora estoy convencido.

Yohan se quejó desconcertado y no contestó. DongHan, con absoluta indiferencia, siguió expresando su admiración por el capitán Cho y dijo que esperaba verle aquel mismo día, pues la mañana siguiente se marchaba a Londres.

—Me deja pasmada, querido —dijo la señora Kim—, lo dispuesto que siempre estás a creer que tus hijos son tontos. Si yo despreciase a alguien, sería a los hijos de los demás, no de los míos.

—Si mis hijos son tontos, lo menos que puedo hacer es reconocerlo.

—Si, pero ya vez, resulta que son muy listos.

—Presumo que ese es el único punto en lo que no estamos de acuerdo. Siempre deseé coincidir contigo en todo, pero en esto difiero, porque nuestros dos hijos menores son tontos de remate.

—Mi querido señor Kim, no esperaras que estos niños tengan tanto sentido como sus dos padres. Cuando tengan nuestra edad apostaría a que piensan en oficiales tanto como nosotros. Me acuerdo de una época en la que me gustó mucha una casaca roja, y la verdad es que todavía lo llevó en mi corazón. Y si un joven coronel con cinco o seis libras anuales quisiera a uno de mis hijos, no le diría que no. Encontré muy bien al coronel Song la otra noche en la casa del Sir Chan.

—Mamá —dijo DongHan—, la tía dice que el coronel Song y el capitán Cho ya no van tanto a casa de los An como antes. Ahora los ve mucho en la biblioteca de Clarke.

La señora Kim no pudo contestar al ser interrumpida por la entrada de un lacayo que traía una nota para el joven Kim; venía de Netherfield y el criado esperaba respuesta. Los ojos de la señora Kim brillaban de alegría y estaba impaciente porque si hijo acabase de leer.

Orgullo y Prejuicio (adaptación - Sujin) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora