Una mujer de la alta sociedad malagueña escapa de la violencia física de su marido, encontrando la calidez y amor en un bondadoso doctor, en medio de la agitada España de la década de los 30'.
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Catalina es una mujer de la alta so...
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El sol resplandecía en su esplendor sobre el campo. El trinar de los gorriones se oía a través de la ventana. La temperatura en el exterior debía rodar los 30° Celsius; dentro de la cabaña aquella era igual de calurosa y no solo por la estación del verano.
La tensión entre Catalina y Lucas era patente. Era la primera vez que se hallaban solos luego de su reconocimiento inicial, por lo menos, desde que ella estaba consciente. A partir de ahí, las comidas con ella y revisiones médicas habían sido con la compañía de María. Y las cosas habían cambiado, claro que habían cambiado.
Catalina no sabía el porqué, junto con las pesadillas que la atormentaban de noche —en donde revivía la violencia física de la que era objeto por su marido— experimentaba sueños en los que el doctor era el protagonista. Había veces que se había despertado gritando al recordar la enésima golpiza que había recibido en su pasado; en otras, se hallaba disfrutando al recordar su cálida voz, su suave roce, su tierna mirada... y seguía sin entender la dicotomía de todo ello. Solo de una cosa estaba segura: cada vez su presencia le era más necesaria, aunque ahora, cuando no había quién la controlara ni la juzgara, se sentía rara, sin saber cómo proceder, cómo actuar, cómo reaccionar ante esta nueva «normalidad».
Había estado acostumbrada a siempre comportarse como le decía la sociedad, su familia, sus amigas, y en los últimos años, como le ordenaba su esposo. Había aprendido a que debía guardar ciertas composturas, a callar —aún cuando dentro de sí creyera que algo andaba mal—, a satisfacer en todo a sus padres, luego a su marido, incluso, a sentirse culpable cuando la situación no saliera como él esperaba, aún cuando no estuviera en su control. Porque una mujer de la alta sociedad malagueña de esa edad no podía permitirse emitir su opinión, debatir, menos reclamar algo. Su mero papel era el de ser una esposa fiel, que acompañase en su marido en todo lo que este se propusiera, ayudarlo a mantener su estatus, a cerciorarse de que todo estuviera bien en su casa cuando él llegara del trabajo, a prodigarle hijos que continuaran el apellido...
Una mujer como Catalina del Rey no podía permitirse el que su corazón latiera con la sola presencia de aquel afable doctor. No podía permitirse contemplarlo de reojo cuando lavaba las verduras en la palangana para unirse a la preparación del gazpacho. No podía permitirse suspirar cuando veía cómo su camisa, mojada por el sudor, se apegaba a su piel, dejando ver parte de su figura atlética. No podía permitirse sonrojarse y, de inmediato, esconder la mirada y estar cabizbaja cuando Lucas le volvía a dedicar una de sus radiantes sonrisas. No, señor, aún en la clandestinidad, ella debía guardar las composturas, obedecer, callar y ser la mujer sumida de antes.
Catalina no debía soñar cosas inapropiadas, no debía tener emociones positivas, no debía experimentar sensaciones hermosas y nuevas, que solo le creaban confusión, vacilación, pero también expectación... Una expectación que era patente cuando su cara empezaba a sudar al sentir la cercana respiración de su médico. Una expectación inesperada cuando su pecho le dolía por la aceleración desenfrenada de sus latidos. Una expectación que se mezclaba en una peligrosa pasión cuando el perfume de él se volvía embriagante; sus movimientos irremediablemente elegantes; su sola presencia la envolvía, la extasiaba y la enloquecía, a tal punto de que no pudo evitar saltar como un cachorrito acorralado cuando sus pieles se volvieron a rozar.