🚫 C A P Í T U L O 7 🚫

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Lucas frunció el ceño, pensativo

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Lucas frunció el ceño, pensativo.

Ella decía que no recordaba nada de su pasado, solo su nombre, pero había compartido una anécdota familiar. ¿Sería que había empezado a recordar? Podría ser que, si insistía en sus preguntas, la pudiera ayudar a recuperar la memoria poco a poco. Mas, cuando se dio cuenta, había algo que no le cuadraba...

¿Cómo era posible que una madre se hubiera negado a enseñarle a cocinar a su hija, si era lo mínimo que se esperaba de una para poder conseguir un marido? Aún cuando no estaba de acuerdo con algunas costumbres de su sociedad, como el no permitirles votar a las mujeres hasta hacía pocos años —que había apoyado, aunque no tan activamente como le hubiera gustado— el cocinar era algo intrínseco que toda mujer debía aprender. No obstante, a Catalina se le había negado tal deber. Definitivamente, algo no le cuadraba.

Quizá su amnesia la hacía recordar de manera equivocada hechos de su pasado. ¿Debería preguntarle más cosas de su familia? ¿Tendría que insistirle?

Se hallaba todavía indeciso, pero cuando Catalina tomó el cuchillo y se acercó, entusiasta, hacia la mesa y le preguntó si iba a enseñarle o no a cortar las verduras, su curiosidad e inocencia lo hicieron sentir culpable. Le recordó a la carita de los niños que lo rodeaban, impacientes, cuando fungía de profesor en los pueblos en donde también hacía sus visitas médicas.

—¿Me va a enseñar, por favor?

—S-í —dijo, aún meditabundo.

Él sonrió con nerviosismo.

Catalina se animó a observarlo de reojo. Sin darse cuenta, había empezado a cogerle el gusto a contemplarlo al detalle, tal cual una niña que estaba cometiendo una travesura. Se había vuelto adicta a esa sonrisa tímida al tiempo que trataba de arreglarse el cabello que le caía desordenado sobre la sien derecha, en un flequillo rebelde, pero a la vez adorable.

—A ver, empecemos —empujó un poco más su silla hacia la mesa—, ¿están lavadas las verduras?

—Sí, es lo primero que me indicó doña María. Solo que el cortarlas —cogió el tomate que acababa de intentar trocear en condiciones e hizo un gesto de decepción—, no se me da muy bien.

Observó, con vergüenza, las pequeñas heridas que tenía en su mano izquierda, producto de su poca habilidad para cortar. De una de ellas todavía goteaba resquicios de sangre, por lo que cogió uno de sus pañuelos para envolverse la palma izquierda, pero el médico la interrumpió:

—¿Por qué no me lo dijo, doña Catalina?

Acortó la distancia que los separaba. Sin mediar palabra, tomó su mano izquierda para ver qué tan graves eran las heridas de su paciente. Ella, para variar, saltó como un conejillo asustado a punto de ser atrapado por su cazador y retrocedió por inercia.

La paciente prohibida [LIBRO 1] ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora