Ethan Ashworth
Desde el alféizar de la ventana de mi despacho podía ver claramente como el sol comenzaba a descender, brindándole un tenue rubor a las nubes. Desvié la mirada hacia mi escritorio; una pila de documentos que debía firmar estaba en una esquina, una lámpara en el lado contrario, y en el centro una carpeta de cuero negro que había dejado allí apenas regresé a casa. En ella estaba resguardado mi último trabajo, y si bien no era el mejor hasta la fecha, me sentía satisfecho conmigo mismo porque después de tanto tiempo sin hacerlo, las ideas habían llegado sin problemas. Solo había bastado con humedecer la pluma en la tinta para que las letras fluyeran al papel sin lucha y sin tanto cuestionamiento.
Una sensación magnífica en verdad... y la había extrañado.
Cerré mis ojos, ¿cuánto había pasado desde un momento parecido?, ¿cuánto tiempo sin experimentar tal dicha por estar rebozado de ideas? ¿Cuánto? Ah... ya lo recordaba: una tarde de otoño. Las hojas amarillentas y melancólicas habían danzado en el aire aquel día... y sentado en ese mismo alféizar había dejado que toda mi ira, dolor y añoranza se convirtieran en palabras desgarradoras, tanto que las páginas fueron consumidas por el fuego después de haberlas leído.
Liberador, en verdad liberador, porque a medida que se habían ido formando las cenizas, pude volver a respirar tras seis meses de llorarla, extrañarla, y de evadirme con ayuda del alcohol.
Y viendo esa misma chimenea había tomado una decisión trascendental: el redescubrimiento para poder seguir viviendo conmigo mismo.
Abrí los párpados y volví al presente, enfocando de nuevo mi atención en la carpeta negra. No sabía qué había marcado el cambio, pero me sentía como si al fin hubiera podido mojar mis labios con agua después de meses de sequía, y ansiaba encontrar esa fuente divina para beber de ella hasta sentirme saciado.
Dos golpes en la puerta me distrajeron y en ese momento vi que mi fiel mayordomo y protector iba entrando con su peculiar sonrisa tranquila.
―Su señoría, el marqués de Reever y el señor Barlow han llegado.
―Hazlos pasar, Thorley ―respondí, levantándome.
―¿Debería traer algún refrigerio?
―Conociendo a Alexander, que sea prácticamente una cena ―me reí―. Tiene un estómago sin fondo y lo sabes.
―Y por eso me preparé con antelación, señor ―mencionó, haciendo una inclinación de cabeza.
Después de eso, abrió la puerta del despacho de nuevo y se hizo a un lado para dejar pasar a los únicos a quienes yo llamaba amigos. Como siempre, Marcus no tenía ningún tipo de expresión en su rostro, haciéndolo lucir amenazador e impasible; nada más alejado de la realidad, por supuesto. Mientras que Alex, a pesar de necesitar un bastón para ayudarlo con su marcada cojera hacia la derecha, producto de una caída de caballo, tenía estiradas las comisuras de su boca hacia arriba en una sonrisa casi perpetua que hacía entrecerrar sus ojos, y apenas se podía evidenciar el verde en sus irises.
―¡Alioth, jodido demonio! ¡Te extrañamos estos días en el club! ―saludó alegre, usando el apodo particular que me habían dado en el colegio.
―Si hubiera ido al club, no tendrías nada para leer hoy, Asgot ―enfaticé el suyo, dándole la mano―. Y somos dioses, no demonios.
―Algunas dicen lo contrario. ―Alex movió sus cejas, haciéndome reír―. Pero bueno, te perdonamos por faltar a nuestro ritual. Estoy deseoso de revisar lo que tienes para mí ―dijo, frotándose las manos.
―Me imagino ―me reí y desvié la mirada a Marcus―. ¿Qué tal las cosas, Azruel?
―¿No les parece que esto es de niños?
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La dama de medianoche
RomanceAmelia Harding es una señorita de la alta burguesía de Zándar que guarda un escandaloso secreto: es el rostro que se oculta bajo el nombre de Raymond Hayden, el afamado escritor de romance que es conocido como el Amo de los Suspiros. Sin embargo...