Capítulo 12

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Ethan Ashworth

Iluso.

Esa era la palabra que me repetía una y otra vez en la cabeza porque, en verdad, lo era. Había creído que el llegar descaradamente tarde y mi estatus de viudo me permitirían pasar desapercibido, pero tanto tiempo alejado de los salones de baile y las fiestas, me habían hecho olvidar cuán tenaces podían ser las madres casamenteras en su acecho.

Llevaba quince minutos —los había contado en mi mente— de pie en el mismo sitio, escuchándolas hablar y exaltar las virtudes de sus hijas, mientras yo escudaba mi incomodidad tras una sonrisa de cortesía, como me lo exigía mi sentido de la caballerosidad. Maldita sea, si no tuviera un motivo de peso, me hubiera excusado y dado media vuelta diez minutos atrás.

Y ese mantra que me repetía una y otra vez para resistir era un nombre: Amelia Harding.

Había estado pensando, analizando y comparando los tres últimos días: voces, complexiones, la tonalidad cobriza de su cabello ―por la cual admitía que tenía debilidad―, coincidencias en temas de conversación. Incluso había llegado a fantasear con despojar a lady Suspiros de su antifaz, revelando el sonrojado e inocente rostro de la señorita Harding. Y había sido sorprendente el descubrir que le quedaba bien a la afamada y dulce escritora.

Demasiado.

Yo no era creyente de las coincidencias, por el contrario, era un gran defensor del concepto de la causalidad: nada ocurría de forma aislada en la vida porque todo tenía un motivo de ser. Eso precisamente fue lo que me condujo a buscar una confirmación en esa velada, siguiendo el impulso que me había llenado de tanta vitalidad, que no me detuve ni un segundo a pensar en mi pertinaz acosador ―que todavía no se había dejado ver y me tenía de mal humor―, en el riesgo de encontrarme con el desagradable duque de Chadwick... o la contrariedad de atraer la atención después de tanto tiempo fuera.

Una pesadilla...

—El próximo viernes será la fiesta de jardín de los Alvey, ¿sabía usted? —preguntó lady Hardel, clavando su azulada y audaz mirada en mí.

—Creo haber oído hablar de ello —respondí para no confirmar si asistiría o no a la velada.

A pesar de ser solo un conde, técnicamente, era más rico que varios duques, incluidos los Alvey, gracias a grandes y acertadas inversiones que había realizado en compañías de distinta naturaleza. Así que era estúpido negar que tendría una invitación cuando contaba con el favor público de ellos.

Era un escritor de corazón, pero tenía compromisos que cumplir y un condado que me había costado regresar a su apogeo, después de la irresponsabilidad del anterior conde.

Contuve mis ganas de gruñir; pensar en él azuzaba mi mal humor.

—Entonces, esperamos verlo allí, ¿cierto, querida? —continuó y miró en dirección a su hija, una joven rubia de ojos tan azules como los de su madre.

—Por supuesto, será un placer gozar de su compañía, su señoría —respondió ella, haciendo uso de la famosa técnica de batir pestañas.

—Mi Alissa es muy buena tocando el piano y tiene una voz de ángel. Estoy segura que participará esa noche.

—Y me imagino que dejará a muchos sin aliento —tuve que expresar.

La respuesta de la señorita fue ese tipo de gesto ensayado que buscaba despertar el interés de un hombre, pero en mi caso provocó lo opuesto. Y no era culpa de la dama, jamás podría atribuirle algo que le atañía directamente a la sociedad en la cual vivíamos.

La dama de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora