Capítulo 3

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Abrazada a mí misma, observé desde mi ventana al glorioso astro rey levantarse una vez más, otorgándole a los seres humanos su calor y su luz de oro; obsequios que siempre me habían parecido maravillosos por representar la esperanza y el resurgir; pero ese día sentía en mi corazón que el sol me daba la espalda y me los negaba, dejándome en un lúgubre gris.

Dando un profundo suspiro preñado de pesar, volví a mi habitación y me observé en el espejo. Las evidencias del cruel desvelo y de las lágrimas derramadas durante la noche estaban presentes, bordeando mis inflamados ojos almendrados.

Una pesadilla, eso era lo que estaba viviendo. No hacía más que pensar, analizar y buscar alguna solución que me sacara de tal aprieto, pero no había nada... Absolutamente nada.

Estaba aterrada, confundida y muy enojada, al punto de permanecer en total mutismo cuando llegó la hora del desayuno, provocando una expresión de preocupación en el rostro níveo de mi madre, y que mi padre mantuviera la mirada en su plato en todo momento. La divina providencia era testigo de cuánto lo amaba y el ahogo que me invadía al pensar que su asiento pronto estaría vacío... Pero sabiendo lo que significaba para mí el amor en una pareja, no evitaba preguntarme una y otra vez: «¿Por qué me haces esto?».

―Cariño, espera ―me abordó mi madre a paso presuroso, para darme alcance en la escalera―. No comiste prácticamen...

―No tengo hambre ―musité con la voz raposa por el llanto nocturno.

Mi madre me tomó de las manos, las suyas estaban frías y temblaban con ligereza.

―Sabes que te amamos... eres lo más valioso para nosotros.

―Entonces... ¿por qué?

―No es fácil para Arthur, hija mía, créeme, pero su más grande deseo... desde que te vio abrir tus preciosos ojos por primera vez... es el acompañarte al altar para entregarte a un hombre que cuide de ti y así él podrá... él será libre de... ―Su voz se partió y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas―. No lo veas como el villano... te lo imploro.

―No lo hago... ―dije, haciendo todo lo posible por retener las mías―. Pero tampoco quiero vivir una vida llena de arrepentimientos.

―Lo único que puedo ofrecerte es lo que sé ―mencionó, limpiando los rastros salados―. Yo también estaba aterrada cuando me dijeron que me casaría con tu padre, pero hoy doy gracias por ello.

―El amor surgió...

Ella me interrumpió al negar con su cabeza y sonrió.

―Yo decidí que el amor surgiera, mi pequeña. Decidí amarle, decidí formar una preciosa familia y decidí ser feliz. ―Sus manos redoblaron sus temblores―. He sido tan dichosa que estoy aterrada de no saber vivir sin él. Suena estúpido, lo sé, pero... Ha sido mi compañero de toda una vida... mi más grande amor y...

Por un momento, dejé de pensar en mí y mi tristeza para ponerme en los zapatos de ella. Entonces, la abracé y mientras acariciaba su cabellera rubia como lo había hecho ella millones de veces conmigo, dejé que desahogara en mis brazos sus miedos, su tristeza y su dolor; sintiendo un poco de envidia al pensar cuán afortunada era mi madre por haber vivido tan hermoso amor.

―Todo estará bien, mamá ―dije y la miré a sus ojos de un azul puro como el mar―. Eres fuerte... y papá te necesita a su lado con una sonrisa.

Ella asintió varias veces y tras limpiarse una vez más las lágrimas, mostró esa maternal sonrisa que tanto la caracterizaba y volvió sobre sus pasos.

La dama de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora