Inaka, el lugar desolado (VIII)

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Estoy en un lugar bellísimo: sus pastizales verdes y marrones me llegan hasta la cintura. Hay animales del estilo de los que nosotros tuvimos hace siglos, los dinosaurios. Pero estos animales no son gigantes sino más bien del tamaño de un elefante adulto. Caminan en manada hacia un gran lago cristalino a mi derecha. En el mismo, en ese lago, se refleja la luna blanca, redonda y bella en el medio del agua. Sin embargo, no es de noche, no en su totalidad. La mitad a mi izquierda tiene un sol que aflora en su mayor esplendor. En ese sector abundan árboles gigantes, que en sus copas tienes unas flores rojas abiertas y de ellas salen abejas enormes llenas de polen naranja, y viajan en fila hasta su colmena que está alejada, encallada en la cima de una montaña, con su típico color dorado.

Hay otra montaña, una detrás del gran lago, es la que roba toda mi atención, nunca vi ninguna con tantos colores, con tanta vida, con tanta hermosura. Su copa es rosada, otra parte es verde oscuro parecido al musgo, luego viene un verde claro, azul, y finaliza en un blanco. En la cima yace sin moverse el cerezo más grande jamás visto, con sus frutos de gran tamaño.

Giro sobre mi eje, donde quiera que esté, la magnitud de este paisaje me despierta, como si fuera un interruptor, cada sentido. Mi vista se agudiza permitiéndome ver un insecto similar a una mosca revoloteando a mi lado. Mi olfato, el cual a veces me falla por un accidente que tuve cuando fui bebe, funciona a la perfección. Puedo distinguir aromas que van desde el más dulce como la miel, hasta el más profundo como la basura en descomposición y creo que viene de un sector donde las flores son negras y de ellas salen gusanos. Mi gusto es el primero en sentir un sabor agridulce, sin embargo, no tengo nada en mi boca y mi tacto prevalece cuando acaricio los suaves pastizales. Pero como estoy acostumbrado, si he venido hasta aquí, es para que suceda lo peor. La luz brillante perfectamente circular se mantiene a mi lado en silencio. Bueno, nunca dijo nada, pero tengo la esperanza de que lo haga.

Comenzamos a viajar a una velocidad suprema hasta llegar a una ciudad donde los edificios de piedras grises predominan, están encallados sobre el piso de arena. La gente, la que vive en este lugar, es la misma que se hallaba en la cueva. Sin embargo, su color es rosado, sus ojos amarillos brillantes y sus leves sonrisas de felicidad me hacen desconfiar de los que viven en las penumbras de la cueva, que aullaban en el ritual. Una mujer, y digo mujer por sus pechos, tiene en sus hombros dos niños pequeños que llevan en sus manos las flores negras con gusanos y juegan arrojándose los insectos. A lo lejos hay hombres y mujeres trabajando a la par en lo que parece ser una huerta, donde las plantas superan su tamaño y las frutas que entrega la plantación parecen sabrosas haciendo que mi estómago gruña.

El sol azota desde el este, pero eso no los detiene, cada uno tiene una tarea que cumplir y lo que llama mi atención es que trabajan en silencio. ¿Será que la sociedad perfecta es la que no habla? Por lo menos, parece serlo, tal vez su forma de comunicarse sea de otra manera, una de la que no estoy capacitado para comprender.

Un hombre de túnica clara se acerca a la multitud que trabaja, tiene un bastón negro y camina con dificultad. Levanta su bastón y todos aplauden, luego siguen trabajando. Me intriga saber qué es lo que sucede y para ello miro a la esfera luminosa a mi lado, buscando la respuesta, pero no dice nada.

Unos seres celestes descienden de los cielos montando unas aves blancas y de picos rojos, son bellas e imponentes. Estos seres parecen ser la guardia de la Ciudad Silenciosa, así le diré hasta que sepa qué lugar es. Los seres caminan zigzagueando en formación de triangulo hacia la huerta. Los trabajadores no dejan de cultivar y los seres solo hacen guardia en las inmediaciones.

El cielo comienza a crujir aunque no se ven nubes, pero la guardia, los seres celestes, corren a un edificio y salen del mismo con grandes lanzas doradas. El cielo vuelve a crujir; me sorprende que los trabajadores no dejen sus tareas de lado. Me hacen acordar a mis padres, que aunque estuvieran aquejados por las deudas, dolores, enfermedades, ellos seguían entregando sus vidas para el trabajo.

Las aves blancas con picos rojos mueven sus alas con velocidad, desapareciendo en el cielo y dejando una gran estela de polvo. Me pongo nervioso y mis brazos, en donde me hicieron las marcas, laten como respondiendo al llamado del cielo enojado. Los seres celestes forman una larga fila, uno al lado del otro, apuntan al cielo con sus lanzan doradas y de ellas salen grandes rayos brillosos que golpean a la nada misma; al superar la plenitud del cielo, se oyen explosiones. Los trabajadores siguen como si nada, ¿serán manipulados por un ser poderoso? No lo sé, pero eso parece.

Los poderes que salen de las lanzas doradas no dejan de golpear el cielo y los hombres intentan detener una gran bola de fuego que comienza a asomarse. Parece un meteorito, y si impacta contra este lugar destruirá todo.

—¿No podemos hacer nada? —le pregunto a la luz recibiendo silencio como respuesta.

El meteorito gana la pulseada poco a poco, centímetro a centímetro, pero los seres celeste no se rinden, hacen surcos en el suelo con sus pies. Los animales se acercan chillando, no obstante, no tienen poderes, por lo tanto sus gritos no le harán daño a la bola de fuego.

El hombre de túnica blanca aparece caminando lentamente y elevando su bastón. Lo mueve de un lado a otro, intentando, presumo, alejar la bola de fuego. Por supuesto que sus intentos resultan en vano. Los rayos de las lanzas logran que baje con lentitud pero no frenarla. Sin embargo, el hombre no se detiene hasta que logra que la bola se convierta ahora en un gran cubo de hielo, y cae, como lo haría una piedra congelada, destruyendo algunas casas. No obstante, los trabajadores no dejan de cosechar, creo que su necedad o su sordera, de alguna manera los protegió de una muerte anunciada. Pero no fue así con la mujer que tenía a los dos niños en sus hombros, que quedó atrapada debajo de los escombros, y sus hijos, intentan socorrerla.

Nadie corre a ayudarlos, los niños tampoco emiten sonido, y la verdad es que este lugar por más esplendoroso y bello, me genera tristeza. Cada habitante hace lo que tiene que hacer sin ayudar a su compañero, nadie expresa emociones y parece que el dolor, la felicidad, el amor, aquí no existe. No es mi planeta, seguro que no, pero, ¿entonces?

—¡Niños, no podrán ayudarla! —les grito en vano, siguen tirando de la mano de su madre.

Maldigo en silencio. Miro a mi compañero, que sigue allí, inexpresivo. Esto no puede continuar así, no puedo dejar que esos niños no puedan enterrar a su madre, si es que aquí lo hacen.

Camino siendo ignorado por todo los pobladores, algo que ocurrió toda mi vida. El cubo de hielo me observa inerte. Llego a los niños, que se ven temerosos y no saben cómo esta su madre, yo tampoco, pero espero que siga con vida.

Me posiciono cerca de ellos donde un gran muro cayó sobre la mujer, parece pesado, inamovible. ¿Me interesa que esta pared quiera apoderarse del amor de la madre hacia sus hijos? Por supuesto que sí, y si quiero derrotar a los demonios tengo que comprender que el sentimiento más poderoso es el amor, que si las palabras sobran y no ayudan, tiene que ingresar la acción que destruya el dolor y todas las energías negativas que rondan como depredadores en la oscuridad.

Mis manos agarran el frío y duro material, pensé que era piedra pero tiene otra textura, rasposa, parece metal. Nada me detendrá. Intento con mis piernas y mis brazos mover el muro, sin embargo, como lo supuse, es imposible. Me detengo, me alejo y observo la situación intentando ser inteligente, no fuerte, buscando la salida a través de mi mente, no de mis músculos. Cierro los ojos, analizo y en mi mano aparece la asesina roja. Es lo que necesitaba, una extensión de mí, de mi fuerza mental. No puedo correr a los niños, no puedo partir el muro sin hacerle daño a la mujer, si es que aún está con vida.

Doy un salto motivado por el enojo y la necesidad de volver a ver a David, golpeo con la parte media del muro. El sonido metálico y el viento que se produce por el impacto, me arroja lejos. A pesar de eso, logro levitar unos segundos, mi vestimenta se transforma en una túnica violeta y dorada, que se pega al cuerpo por un gran cinturón que cruza en forma de X. Me siento distinto, siento que el poder y la inteligencia comienzan a crecer como una planta que estaba marchita por la falta de agua,

El muro estalla en los aires, arrojando polvo y metal a los cielos. Todos los hombres y mujeres detienen lo que estan haciendo, y aúllan con un grito, acompañados por los animales y el cielo.

Mi compañero silencioso aparece a mi lado y desaparecemos del lugar. 

El guardián y el mundo de los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora