La Montaña Escondida (I)

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En el camino, mientras sigo cayendo, escucho algunos quejidos, gritos de dolor y pedidos de clemencia. Algunas voces hablan en otro idioma, otras suenan distantes y otras me hacen temblar del miedo. Está todo completamente oscuro y eso jamás me ha gustado que suceda. Presumí que todo sería un poco más normal, que habría un camino con flores, suelo de arcilla roja y un cielo luminoso y celeste. Pero no, Onisher y el dragón gris decidieron que tenía que ser de esta manera: con sufrimiento y oscuridad en el ambiente, una oscuridad que hace que las mismas penumbras parezcan brillosas.

Cierro mis ojos solo para presumir que no puedo escuchar, es una idea tonta, pero a veces sabe funcionar. «Los ojos son la entrada al alma», supe escuchar en una canción, y si todo este conjunto de griterío quiere dañarme el alma, no será por mis ojos.

Mis pies tocan una superficie. Abro con lentitud mis ojos esperando no encontrarme con otra sorpresa. Sin embargo, de nuevo, como una broma de mal gusto: el ambiente es lo más horrible que vi. El cielo es grisáceo, con puntos negros, algunos más grandes de otro, como si estuviese en el lomo de un perro dálmata. El suelo es seco y resquebrajado y de él se desprende un hedor nauseabundo, como si hubiese enterrado por milenios, basura de todo el universo. No hay vegetación, animales, agua, ni siquiera una montaña.

Camino con intranquilidad; Onisher no se ha hecho presente y sumado a que el dragón gris me dijo que no confíe en él, hace un combo bastante fatal para mi cabeza. Mis pasos no hacen ningún tipo de ruido, como si caminara sobre nubes pomposas, siendo un simple ángel que escapa de sus obligaciones. Por más metros que avance nada de este lugar cambia y no creo que sea el lugar correcto donde se encuentre la Montaña Escondida.

—Así que tú eres el guardián legendario —escucho una voz susurrante fantasmagórica, debe ser Onisher.

—¿Dónde te encuentras? —pregunto asustado.

—Cumpliendo con mi deber —responde y a su voz la escucho lejana.

—Entonces dime, ¿dónde se encuentra la Montaña Escondida?

—En un lugar al que tú no mereces ir, perdón pero no puedo permitir que pises su suelo sagrado.

—No puedes desobedecer una orden del dragón gris.

—Él nunca lo sabrá, diré que has caído en alguna trampa, se lo creerá, puedo asegurarlo.

—¡No eres diferente a los que te traicionaron! —exclamo furioso

—¡NO ME INSULTES DE ESA MANERA!

El cielo gruñe como si clamara mi sangre, mi dolor y mi pedido de disculpas. Eso no sucederá, no volveré a cometer los errores del pasado.

El director de Potman siempre predicó que los conflictos solo lo arreglan a través del dialogo las niñitas. El señor Morrison siempre fue un hombre de pocas palabras y con una rudeza exagerada en sus castigos. Una tarde de verano, cuando el sol se encontraba sobre mi cabeza y la temperatura superaba la que mi cuerpo a la edad de nueve años podía soportar, me obligó a hacer un gran surco con una pala con su punta oxidada y su mango reseco, mientras él me miraba sentado en un tronco, con un escarbadientes y con su rostro serio. Busqué explicarle que mi acción era una reacción a las continuas agresiones que sufría. Sin embargo, a él no le interesaba, nadie, ni siquiera yo, era digno de destruir sus premisas. El sudor surcaba mi cuerpo como un río crecido y el suelo, que apenas había empezado a labrar lo veía distante y borroso. Pero no me podía detener, no debía demostrar debilidad y no quería que el señor Morrison tuviera razón. En algún momento, cuando creciera le diría que lo que él defendía estaba mal, la premisa que la fuerza física es correlativa a los hombres que conquistan el mundo. Que el dolor, que las quejas por bullying y el llanto en la sala del director, es obra de niñitas y que los verdaderos niños arreglan sus problemas a golpe de puños.

El guardián y el mundo de los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora