XV. Entre febrero y octubre

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Recuerdo que asistí a un gran mitin masivo en Madison Square Garden, en Nueva York, convocado para celebrar el destronamiento del zar. La enorme sala estaba abarrotada con veinte mil personas llevadas a la cumbre más alta del entusiasmo. «¡Rusia es libre!», comenzó el orador principal. Un verdadero huracán de aplausos, gritos y hurras saludó la declaración esto continuó durante varios minutos, estallando una y otra vez. Pero cuando el auditorio se calmó y el orador estaba a punto de proseguir, surgió una voz de la multitud:

«Libre, ¿para qué?».

No hubo respuesta. El orador continuó su arenga.

Los rusos son un pueblo simple e ingenuo. Al no haber tenido nunca derechos constitucionales, no tenían interés alguno por la política y no estaban corrompidos por ella. Sabían poco de congresos y de parlamentos, y se preocupaban menos de ellos.

«Libre, ¿para qué?», se preguntaban.

«Estás libre del zar y de la tiranía», le decían.

Eso estaba muy bien, pensaban ellos. «¿Pero qué pasa con la guerra?», preguntaba el soldado. «¿Qué pasa con la tierra?», exigía el campesino. «¿Qué pasa con una existencia decente?», instaba el proletario. Como ves, amigo mío, esos rusos estaban tan «poco educados» que no se contentaban precisamente con estar libre de algo; querían ser libres para algo, libres para hacer lo que deseaban. Y lo que ellos deseaban era una posibilidad de vivir, de trabajar y de disfrutar de los frutos de su trabajo. Es decir, deseaban el acceso a la tierra, de modo que pudieran sacar alimento para ellos mismos; deseaban el acceso a las minas, a los talleres y a las fábricas, de modo que pudieran producir lo que ellos necesitaban. Pero bajo el gobierno provisional, lo mismo que bajo los Romanov, esas cosas pertenecían a los ricos; seguían siendo «propiedad privada».

Como digo, el sencillo ruso no sabía nada de política, pero sabía exactamente lo que quería. No perdió tiempo en dar a conocer sus deseos estaba determinado a conseguirlos. Los soldados y los marineros escogieron portavoces de entre ellos mismos para presentar al gobierno provisional su demanda de terminar la guerra. Sus representantes se organizaron ellos mismos como consejos de soldados, denominados en Rusia soviet. Los campesinos y los obreros de ciudad hicieron lo mismo. De esta forma, cada rama del ejército y de la armada, cada distrito agrícola e industrial, incluso cada fábrica, estableció sus propios soviets. Con el transcurso del tiempo los diversos soviets formaron el Soviet para toda Rusia de los diputados de los obreros, soldados y campesinos, que tenía sus sesiones en Petrogrado.

Mediante los soviets el pueblo comenzó afectivamente a expresar sus demandas.

El gobierno provisional, el nuevo régimen «liberal», bajo la dirección de Miliukov, no les prestó atención. Es característico de todos los partidos políticos por igual que, una vez en el poder, se hacen oído sordo a las necesidades y a los deseos de las masas. El gobierno provisional no fue diferente en esto de la autocracia zarista. No consiguió comprender el espíritu de la época, y creyó estúpidamente que unas pocas reformas pequeñas satisficieran al país. Se mantuvo ocupado charlando y discutiendo, proponiendo nuevos decretos y promulgando más legislación, pero no eran leyes lo que quería el pueblo. Ellos deseaban la paz, mientras que el gobierno insistía en continuar la guerra. Ellos gritaban en busca de tierra y de pan, pero lo que conseguían era más leyes.

Si la historia enseña algo, su lección más clara es que no puedes desafiar o resistir la voluntad de todo un pueblo. Puedes reprimirla por un momento, contener la ola de protesta popular, pero tanto más violentamente se enseñará a la tormenta cuando llegue. Entonces derribará todo obstáculo, barrerá toda oposición, y su punto álgido la llevará más lejos que su intención original.

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