Capítulo 27

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—¿Sirve también para los centauros?

—Serviría, pero hay otros mejores. Este es específico para los gigantes, para usar su fuerza contra ellos.

Bellatrix asintió mientras repetía el encantamiento. Grindelwald le estaba enseñando conjuros particulares para derrotar a diferentes bestias: gigantes, centauros, acromántulas, trolles... Era muy divertido y deseaba poder usarlos en modelos reales algún día. No le había hablado del libro de Morgana ni le había mostrado los avances que había hecho gracias a ella en los escasos tres días que llevaba con el manual. Era su arma secreta, lo que la ayudaría a lograr aquello que siempre ansió: poder derrotar a cualquier mago por poderoso que fuese. Voldemort, Grindelwald... quizá incluso al propio Dumbledore a quien no se le conocía ninguna derrota. Pero de momento se trataba de un preciado secreto, así que se concentró en la clase.

—Suficiente por hoy –indicó Grindelwald poco después—. No habrá gigante que pueda con usted.

—¡Pero si son las diez, solo llevamos una hora! –protestó la chica.

—No se preocupe, señorita Black, no tengo previsto terminar nuestra cita tan rápido –sonrió él ofreciéndole la mano.

Eso alivió a Bellatrix. Aceptó su mano entendiendo que de nuevo salían de excusión. Le encantaba entrenar con él, pero tener citas fuera del castillo resultaba aún más íntimo, así que no tuvo quejas. No sabía si volverían al lago Ness o irían a otro sitio, pero no preguntó. Grindelwald la acercó a su cuerpo para aparecerla; no era un movimiento necesario, pero ambos lo disfrutaban. La joven cerró los ojos y tras el vértigo del viaje reaparecieron en un lugar que poco tenía que ver con el de la otra vez. Esta vez era un paraje rocoso enmarcado por altas montañas, repleto de árboles altos y retorcidos y desniveles en el suelo de tierra. Las copas de los árboles eran tan altas y tupidas que apenas se distinguían las estrellas.

—¿Dónde estamos?

—A las afueras de Edimburgo. Cámbiese el pelo y deme la mano, esto está lleno de raíces y piedras y podría tropezar.

Bellatrix sacó su varita y volvió su pelo castaño cenizo haciendo que cayera por su rostro casi ocultando sus rasgos. Después acató la segunda orden. Sintió un escalofrío de placer cuando Grindelwald estrechó su delicada mano entre las suyas fuertes y firmes.

—¿Qué hacemos aquí? –preguntó mientras empezaban a caminar entre los árboles.

—Me dijo una vez que le gustaban los dragones.

—¿Cuándo le he contado yo eso? –preguntó ella frunciendo el ceño.

—En la fiesta de Navidad de los Malfoy. Me pidió que le recordara a su tía Vinda que le debe muchos regalos y que le gustan los dragones.

—Sí que tiene buena memoria... —comentó Bellatrix sorprendida.

—Solo con las personas que me interesan –respondió él girándose hacia ella y guiñándole un ojo.

La chica sonrió y se maldijo por ello. Seguro que él era consciente de que la hacía sentir como una adolescente estúpida y embobada con un hombre tremendamente atractivo. "Bah, podría torturarle con mis pequeñas manitas" pensó Bellatrix para animarse. Iba a seguir preguntando cuando a lo lejos se perfiló un claro entre los árboles. Debían haber cruzado alguna especie de protección mágica, porque el ambiente cambió radicalmente. Se oían rugidos, se notaba el calor de las llamaradas y se veían unas jaulas inmensas. En ellas moraban al menos media docena de dragones. Bellatrix se quedó paralizada contemplándolos en la distancia, nunca había visto uno tan de cerca.

—Este fin de semana hay una exhibición en el centro mágico de Edimburgo –le explicó Grindelwald—. Uno de los dragonologistas es amigo mío y me invitó a venir a verlos. He pensado que te gustaría acompañarme.

El profesor y la mortífagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora