2

7 4 1
                                    

Auland, 2012

Amanda paseó su mirada por el jardín privado de la familia real. Estaba llegando la primavera y, como de costumbre, organizaron una fiesta para celebrarlo todos juntos. El lugar estaba enorme, como si fuera hecho para dar lugar a ese evento, donde se reunían todos los habitantes de la capital. Era el único día donde no había diferencias entre los ciudadanos y Amanda disfrutaba esas pocas horas de aire libre.

Pero, esta vez había algo que no se sentía bien. Y como era de costumbre con sus corazonadas, no sabía a qué se debía. Su primer pensamiento fue que algo le haya pasado a su hermana, pero su padre la convenció de lo contrario. Le aseguró que Ana estaba bien, y aunque una parte de ella pensó que no estaba siendo sincero, la ignoró. Ella confiaba plenamente en su padre. Entonces, ¿a qué se debía esa opresión en el pecho?

Su mirada se posó en una de sus mejores amigas, que ahora caminaba al lado del hijo del fiscal, un hombre en sus treinta, que estaba disfrutando de su posición en la clase alta. Ignoró las ganas de maldecir. Su amiga tenía apenas veinte años y ya estaba asignada como muñeca de alguien. A pesar de la sonrisa que adornaba su cara, el vestido caro y el maquillaje perfecto, ella sabía que no estaba feliz. Sabía que daría todo por vestir un vestido desteñido y zapatillas e ir con cara lavada. ¿Ser el centro de las burlas? También. Como lo era Amanda en ese momento, con su vestimenta simple que contrastaba con los vestidos elegantes de las demás.

Le decían que se vestía como una cría, pero ese era su estilo y no tenía por qué cambiarlo. Vestimenta floreada, holgada y zapatillas eran sus mejores amigas. Le gustaba sentirse cómoda en cada momento del día y en cualquier lugar. Si eso implicaba que fuese una desubicada, no le importaba. Ella se sentía bien así y sabía que personas cuya opinión realmente le importaba la amaban tal y como era.

Con el paso del tiempo logró localizar a sus otras amigas, que ni siquiera podían saludarla, teniendo en cuenta de que debían estar preparadas en cualquier momento a satisfacer algún capricho de sus señores. Río internamente. Se sentía más sola que nunca. Su hermano estaba con su esposa, al menos él tuvo suerte en el amor. Estaban felices, a pesar de que Tamara, su recién estrenada cuñada sufrió en carne propia las consecuencias de la mezcla de las clases, como Maite le había dicho. Su familia se enojó con ella, la repudió y declaró que la única forma de que la aceptaran de nuevo sería terminar con su relación. Amanda no podía entender tanta injusticia, si se amaban ¿por qué no podían estar juntos?

La única que no estaba en ningún lugar fijo era ella. Tenía veinte años y sabía que no haber recibido la carta aún era un golpe de suerte. También sabía que en cualquier momento esa suerte se acabaría. Odiaba Auland. A veces envidiaba tanto a Ana, hasta llegaba a desear ser ella la que vivía lejos de su familia, con tal de ser libre de ciertas obligaciones.

Nunca olvidaría el día en que su madre le contó, entre lágrimas, los detalles de porque su hermana no vivía con ellos. Tenía doce años en ese entonces y su madre pensó que era la hora da saber que le deparaba el futuro.

—No me preguntes por qué, porque la respuesta a esa pregunta no la tengo. No sé cómo empezó ni cuando, pero es parte de la vida de este lugar. Nadie lo cuestiona, nadie se rebela. Ellos nunca hablan de ello. —Le había dicho esa tarde—. Simplemente, los ricos reclaman a cualquier chica de la clase baja, al cumplir la mayoría de edad, como su compañera durante un tiempo indefinido. No hay excepciones, yo tampoco fui una. Aunque debo admitir que tuve suerte de encontrarme con tu padre y descubrir el amor, vivir una vida feliz y borrar los recuerdos. Vivir con un hombre que no me despreciaba por ello. No todas tienen esa suerte. Muchas son despreciadas, repudiadas por el resto de su vida. Dios sabe que era lo último que deseaba para ustedes. Pero, sucedió. Todos sabían de mi embarazo y era imposible ocultar a mi hija, pero... ellos sabían de la existencia de una, nadie tenía que saber que han sido dos. Fue una decisión muy difícil, Mandy, pero era la posibilidad de salvar al menos una de ustedes y de no verla hundida en la maldición de este país. —concluyó.

Sabiendo que luego de esa confesión vendrían las disculpas y perdones, cortó a su madre diciéndole que todo estaba bien. No podía imaginar a su madre así, siempre era su ídolo, su ejemplo a seguir. Saber que ella también era parte de esa desgracia, le oprimía el pecho hasta el día de hoy. Pero, como ella bien dijo, tuvo suerte de encontrar a un hombre bueno y formar una familia. Mandy había sido testigo de tantas desgracias a causa de esa tradición. Suicidios, asesinatos, mujeres que luego en de eso no podían encontrar su camino y se hundían aún más en el pozo. No había nada bueno en eso.

Una vez había buscado en la red sobre otros países y se sentía terrible al saber que en ningún lugar pasaba algo como eso. Cierto que había cosas similares, pero ninguna le pareció tan degradante y humillante como la tradición de Auland.

No podía negar que en esos primeros momentos sentía cierta envidia hacia su hermana, a la cual no conocía, porque ella no tendría que vivir esa vida de porquería. Aunque todo eso se disipó en cuanto vio a Ana por primera vez. Sintió como su alma se complementaba y que nunca podría odiarla, ni siquiera envidiarla.

Fue como si se viese a sí misma en el espejo. Bueno, una versión mejorada. Anabelle era rubia natural y ella castaña. Tal vez eso era la única diferencia entre las hermanas. Al menos en el físico. Porque otra diferencia más notoria era la personalidad. La lengua de Belle era demasiado larga. No es que eso fuera malo, Mandy deseaba ser como su hermana, poder defenderse sola y sin tener que bajar la cabeza por falta de coraje. Deseaba sentirse segura siempre, no solamente cuando tenía a alguien más fuerte a su lado para defenderla. Pero, ella era la tímida, la callada.

Su hermana ya sabía de su existencia y las razones de su separación desde antes. Al final de cuentas, era normal, puesto que era ella la que vivía alejada. Ni siquiera quería pensar en cómo sería vivir lejos de su familia. Se veían al menos dos veces al año, ya que sus padres no podían permitir levantar sospechas. Para ese pueblo, Anabelle Lemont nunca existió.

Ana no entendía la tradición porque vivía en un país libre. La última vez habían terminado a los gritos, cuando Amanda le confesó que se había enamorado de Cristian, el jefe de seguridad y mejor amigo del príncipe heredero de Auland. Sabía que él sentía algo por ella también, amor o simplemente atracción, pero si de algo era segura es que nunca se metería en una relación con él, sabiendo que tarde o temprano dejaría de ser digna de ese sentimiento. Habían tenido un par de encuentros, unos cuantos besos y alguna cita, pero ella no estaba dispuesta a ir más allá. Ni siquiera sabía que implicaba ese más allá. Cristian nunca habló de su relación abiertamente y a decir verdad, ella tampoco se lo permitiría. Y eso era algo que Anabelle jamás entendería.

Como si lo hubiese invocado con los pensamientos, lo vio a un par de metros frente a ella, hablando tranquilo con su hermana. Claro, ellos no tenían por qué preocuparse. Su hermana se podría casar con quien ella quisiera y mientras tanto podía hacer lo que se le diera la gana. Solo por tener unos cuantos millones en la cuenta bancaria, vivían una vida que ella solamente podía soñar. Y como Marina, la hermana de Cristian y ella tenían una especie de amistad, se vio obligada a saludarla, tratando de mantener sus piernas firmes y el corazón dentro del pecho al estar cerca de él.

Aunque siempre pensó que a Marina no le caería bien, ella se había mostrado muy linda con ella. No podría decir que fueran amigas ni mucho menos, pero se llevaban bien. Ni siquiera se veían muy a menudo. Marina estudiaba en Francia y venía pocas veces a Auland.

Justo en ese momento a su lado pasó un camarero con copas de champán así que tomó una copa y caminó lo más firme posible hacia ellos. Concentrada en pasar entre la gente sin tropezar, no se dio cuenta de que alguien se atravesaba en su camino justo en el momento que un presentimiento hizo que se tambaleara y un dolor agudo se extendía por su pecho. El corazón le latía frenéticamente, como si estuviera a punto de explotar. Un súbito mareo le sobrevino y usó todo su autocontrol para no desmayarse. El hombre con el que chocó la agarró del brazo al ver su inestabilidad y una nueva ola de náuseas la atacó al ver de quien se trataba. Debía disculparse, pensó. No, hacer una reverencia y después disculparse. ¿O al revés? El dolor volvió a golpearla y jadeó, apoyándose en el pecho del príncipe. Intentó formular una disculpa, pero su mente no colaboraba. Un nuevo mareo y lo único que fue capaz de pronunciar antes de desmayarse fue:

—Oh, Anabelle.

Secretos de la corte (Cortes perversas #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora