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—¿Y si nos tomamos unas vacaciones? —Anabelle giró hacia el príncipe, sorprendida por su propuesta.

—¿Qué tienes pensado? —preguntó finalmente, empezando a gustarle la idea.

—No sé. Dudo que podamos dejar Auland, pero en alguna de las playas de las afueras. O en las montañas. Lo que prefieras. —Se encogió de hombros, dejando en claro que a él le daba igual, siempre y cuando fuera con ella.

—Vale. —aceptó y casi rio al ver la cara de incredulidad de Marco.

—¿Vale? ¿Así como así? Dios, pensé que estaría tratando de convencerte por días.

Sí rio esta vez, pero después se quedó pensando en que él tenía razón. La Anabelle de varios meses atrás nunca aceptaría unas vacaciones con un hombre, a solas, menos cuando tenía que prepararse para un nuevo trabajo. Se sintió bien al darse cuenta de que esa Anabelle estaba desapareciendo. Le estaba agradecida, eso sí, porque la había protegido del dolor por años, más ahora se sentía preparada para dejarla ir y empezar a vivir de nuevo.

—Cuándo todo esto termine, estaré encantada de perderme un poco contigo. —confesó, haciéndolo sonreír.

Pablo, que entraba en ese momento, hizo una mueca.

—¿Podría ir con ustedes? —preguntó medio en broma, medio en serio. Ambos negaron con la cabeza, divertidos.

Eran los únicos que sabían del reciente compromiso, así que con ellos se sentía cómodo dejando ver su incertidumbre.

—Estoy empezando a verle el lado bueno a eso de no ser el heredero. —dijo Marco, haciendo que Anabelle riera y el otro hombre gruñera por lo bajo.

—¿Vas a estar para el anuncio?

—Claro que sí. Nunca dejaría a Clarisa sola entre los tiburones. —aseguró.

Se hizo el silencio. Estaban en una habitación en el tercer piso de la mansión donde habían encontrado a Amanda. Los demás agentes estaban en los alrededores, montando guardia, tratando de pasar desapercibidos.

Alina estaba en el salón, sentada tranquilamente en un sillón de cuero, como si no se estuviese jugando su vida en esos momentos.

Pasó media hora antes de que divisaran a los primeros autos acercándose a la mansión. Anabelle se levantó, por la simple razón de que no aguantaba estar sentada sin hacer nada, y se acercó un poco a la pantalla.

—No me gusta esto. —murmuró, pero los otros dos no la escucharon. Estaban enfrascados en una conversación, sin prestar atención a su alrededor—. Ahí están. —Medio gritó, llamando su atención.

Se le hizo un nudo en la garganta al ver los hombres que salían del primer coche. Los reconoció a todos, pero eso no hizo que el impacto fuera menor. Eran hombres de la aristocracia, la élite de ese país y estaban involucrados en algo tan asqueroso que no lograba conciliar esas dos cosas.

El hermano de Tamara lideró la marcha, era evidente que era el cabecilla. Al ver a Marianne Jones detrás de él, se preguntó cómo pudo ser tan ciega para no calar a la muchacha. Sus alarmas estaban descontroladas cuando se trataba de Elisa, pero la menor nunca le pareció sospechosa. Pecó de ingenua, pensando que su edad la eliminaba directamente de la lista de sospechosos.

Se agarraron de las manos al entrar por la puerta, un hombre de casi treinta años y una niña de diecisiete. Más, viéndolos actuar, se dio cuenta de que era ella quién llevaba las riendas de esa relación, o lo que fuera.

Alina dio un respingo al verlos entrar, frunció el ceño y se levantó fingiéndose indignada.

—Creía que el trato de venir solos aplicaba a ambas partes. —dijo a nadie en particular, como si su informante —inexistente— estuviera entre ellos.

Secretos de la corte (Cortes perversas #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora