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—¿Desde cuándo lo sabías? —le preguntó Marco después de que les contara, a rasgos generales, la historia de Nathaniel. Los dos hombres se mantuvieron callados durante el relato, mientras Pablo salió a media historia, incapaz de revivir lo ocurrido. Además, escucharlo de la boca de Anabelle, con esa voz monótona y fría, hizo que le envolviera una furia asesina.

—Poco después de la muerte de Olga supimos que todo esto estaba conectado conmigo de alguna manera. Pero pensé que era alguien de aquí, alguien quien supiera el secreto de mis padres. Cuándo Clarisa mencionó la cicatriz, ahí lo supe con seguridad. Nadie con inteligencia suficiente de irrumpir en el palacio permitiría que un testigo viera un rasgo tan distintivo. Él quería que lo supiéramos, quería provocarnos.

Casi pudo escucharlo pensar. Es que él no era ningún tonto, sabía que su relato no era completo. Había decidido omitir los días que la mantuvieron encerrada en ese barco, torturándola. Todavía no se sentía capaz de confesárselo, no podría soportar ver la lástima en sus ojos, no después de lo que compartieron.

En contra de sí mismo, Marco se calló las preguntas. No se sentía con derecho de indagar, siendo sincero. Deslizó el brazo por el respaldo del sofá y luego, vacilante, dejo caer la mano sobre su hombro. Era una excusa lamentable de un abrazo, pero temía que ni siquiera eso sería bienvenido.

La noche anterior se habían dejado llevar, pero a la luz del día no sabía qué pensaba ella. Su relación era compleja; llena de idas y venidas, mentiras y secretos, miedos y orgullos.

—Va a ir por ti. —Su declaración lo tomó por sorpresa, se enderezó un poco para mirarla—. Si siquiera llegara a sospechar que... que me importas, va a ir por ti. —Su voz fue tranquila, como si hablase del tiempo, en vez de una amenaza. Pero se dio cuenta hace mucho que ella no perdía el control, no dejaba que las emociones la controlaran.

Era tan diferente a la muchacha que un día se desmayó en sus brazos; era precisamente eso lo que lo atrajo. Él se esperaba a una mujer tranquila, dulce, que desbordaba alegría, en cambio se quedó con la mujer decidida, fuerte y llena de heridas ocultas. Amanda podría gustarle como persona, pero Anabelle, tan diferente a su hermana, lo volvía loco.

—¿Te importo? —Se encontró preguntando, dejando de lado todo lo demás. Estaban en peligro, lo sabía, pero en ese momento él no podía hacer nada.

Anabelle simplemente sonrió, sin decir nada. Tal vez para Marco no era evidente, pero desde la primera vez que le permitió acercarse sin que entrara en pánico, supo que ese hombre era un peligro al que no estaba acostumbrada. Aún, completamente consciente de eso, le permitió avanzar y se dejó llevar por el sentimiento. Ahora no había vuelta atrás, no cuándo había bajado finalmente sus escudos.

Se acomodó en el sofá, con su mano aun tocándola levemente. No hizo nada para cambiar de posición, así se sentía bien. Afuera, si bien era apenas mediodía, no se escuchaba nadie, ese rincón del palacio estaba en silencio. Aprovechó la paz que le brindaba el ambiente para pensar, dejar vagar su mente y tratar de sacar algunas teorías.

Se quedó dormida diez minutos después en los brazos del príncipe. El brazo se le estaba acalambrando, pero se encontró incapaz de despertarla, siquiera moverla. Cambió levemente de posición, tratando de acomodarse, pero no pudo hacer mucho. En algún punto ella se dejó caer sobre su pecho, algo que aprovechó para recostarse él también. Se sintió bien estar así con ella, como dos personas que no tuvieran más problemas en el mundo, simplemente disfrutar de la tranquilidad de una tarde.

Él no pudo dormir, todo estaba muy fresco para él, las emociones a flor de piel. Volvió a pensar en cómo era posible que algo así sucediera en su hogar, cómo nadie se dio cuenta. Alguien tuvo que darse cuenta, pensó. Alguien definitivamente lo sabía; alguien cercano a ellos, que tenía poder suficiente para hacer tal jugada y permanecer en las sombras.

Secretos de la corte (Cortes perversas #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora