7

4 3 0
                                    

Los neumáticos chirriaron cuando aparcó en el espacio que le habían otorgado durante su estadía en el palacio. Salió corriendo hacia su búngalo, pensando en las probabilidades de lograr pasar desapercibida. Cuando llegó a la seguridad de sus cuatro paredes, jadeó por la corrida, pero no se permitió descansar. Apresuradamente se sacó la ropa de trabajo que llevaba y se puso el primer vestido de Amanda que encontró. Casi lloró al ver que tenía estampadas figuras de pequeños ángeles. Justo se estaba poniendo las zapatillas cuando la puerta se abrió, permitiéndole ver a un Marco muy sonriente.

No lo había visto esa mañana, él definitivamente se despertó antes de ella y había abandonado el búngalo. Y no sabía por qué razón, pero eso había hecho que bajara un poco su guardia con él. Así que al ver su sonrisa, no pudo evitar sonreír también.

—¿Has visto mis cadenas por aquí? —Le preguntó con el ceño fruncido, a lo que ella negó con desconcierto. Él rio—. Te vi corriendo por el jardín hace un rato. Puedes entrar y salir cuando quieras, Amanda, no eres una prisionera en este lugar. —Le explicó.

—Ah. —Fue lo único que salió de sus labios por un largo minuto—. ¡Ah! —Exclamó al entender finalmente la pregunta sobre las cadenas. A pesar de sí misma, rio—. Estaba llegando tarde al almuerzo. La Reina mandó que me dijeran, muy expresamente, que mi presencia era obligatoria.

—Lo sé. Por eso vine. ¿Vamos? —Le ofreció su brazo, pero ella lo ignoró. Era mejor no confundir ciertas cosas.

—No fue necesario que vinieras. —Le mencionó mientras caminaban rumbo el comedor—. Pude haber venido sola.

Él no respondió, aunque por la tensión repentina en su cuerpo dedujo que no le había gustado mucho su comentario.

Casi rio cuando, al llegar a las puertas del comedor, dos hombres uniformados las abrieron de par en par, como en películas antiguas que ella consideraba ridículas. Pero, al encontrarse con la estancia llena de personas, de las cuales una en particular parecía imaginar cien maneras de despellejarla, agradeció que el príncipe estuviera a su lado.

Él la guio hasta la mesa y se sentó a su lado. Tratando de enmendar su comportamiento del día anterior, Anabelle les dedicó una sonrisa sosa a todos y murmuró un par de palabras corteses. Debajo de la mesa clavó las uñas en su palma, recordándose que debía comportarse como Amanda.

Después de intercambiar un par de palabras entre sí, todos se dispusieron a comer y Anabelle lo agradeció. Pero el silencio duró demasiado poco para su gusto.

—Eres una invitada aquí, Amanda. Por lo tanto, espero tu presencia en todas las comidas, es de mucha importancia para mí. —Levantó la vista hacia la reina, que la miraba con una sonrisa—. Lo que tú y mi hijo hagan en la intimidad, no es de nuestra incumbencia. —Podría jurar que había visto a la mujer sonrojarse antes de bajar la mirada, pero se recompuso con rapidez—. Pero, sigues siendo una invitada de la casa real. —sentenció finalmente.

Anabelle siguió mirándola fijamente buscando una pizca de burla o humillación, pero solamente encontró una sonrisa radiante y juraría que sincera. Su cabeza empezó a girar por esas palabras inesperadas, tratando de buscarles un sentido. Tal vez simplemente lo decía temiendo que hiciera algo que avergonzara a la familia real. O era un discurso tan bien ensayado que se lo decía a todos que pasaban por el palacio. Le molestaba no ser capaz de averiguar las intenciones de la gente, ella se consideraba una experta en ello. Incapaz de ordenar sus pensamientos lo suficiente para hilar una frase coherente, se limitó a sonreírle de vuelta y asentir.

Caviló sobre eso lo que restaba de la comida. Las cosas resultaron ser muy diferentes de lo que ella se esperaba. ¿Cómo podían considerarla una invitada? Ella estaba ahí por un solo propósito y todos lo sabían. Además, estaba el hecho de que él no la haya tocado la noche anterior, pero si fingió delante de los demás. ¿Era gay? Tal vez por eso la usaba como una tapadera. Pero, pensó al mirarlo de reojo, no lo parecía. Él podría ser todo sonrisas y amabilidad, pero Anabelle sabía reconocer cuando un hombre la miraba con deseo. Y por más que lo disimulara, el príncipe lo hacía cuando pensaba que ella no se daba cuenta. Levantó la cabeza al sentir una mirada sobre ella y le sonrió a la princesa, quien la observaba desde hacía un rato.

Secretos de la corte (Cortes perversas #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora