Prólogo

12 5 1
                                    

Auland, 1992

Todo va a estar bien. ¡Todo está bien!

José guardó los papeles esparcidos por su escritorio con impaciencia, esperando a que pasaran los últimos diez minutos de su día laboral y al fin poder ir a casa. Había algo, una extraña sensación que lo había perseguido a lo largo de todo el día, pero no lograba deducir que pasaba.

Miraba las agujas del reloj y, aunque sabía que es imposible, le parecía que no se movían en absoluto. Fue un día infernal, en todos los sentidos. Nadie diría que en un país tan pequeño había tanto trabajo para el departamento policial. Cualquiera que visitaba Auland, se iba con la imagen del lugar perfecto.

Si tan solo supieran. —murmuró en voz baja, sintiendo una vez más un sabor amargo en la boca.

Pensó en la señorita Martínez. Era una muchacha que vino de México a Auland con sus padrinos, buscando una vida mejor. Una vida que ella misma decidió acabar esa misma tarde, saltando del balcón de su casa. Eso no le dejaba respirar, era tan joven y tanto por vivir. Se suicidó luego de enterarse de que ella también tendría que cumplir con las tradiciones de Auland, sin importar que fuera extranjera. Y no era la única que encontró el escape a esa tradición en el suicidio.

Su mente viajó hacia su casa, el único lugar donde deseaba ser en esos momentos. Y más ahora que Maite estaba a punto de dar a luz. Le asfixiaba la idea de que podría empezar el parto estando él ausente. Así, todos los planes que tenía, se verían estropeados.

Él le había prometido a su esposa que no tendrían hijos, pero esa promesa se vio truncada cuando ella quedó embarazada por un error de cálculos. En esa ocasión fueron afortunados, tuvieron a un hijo. José nunca olvidaría las lágrimas de felicidad de Maite al descubrirlo, el alivio fue tan evidente en sus facciones. Quizá por eso se dejaron llevar, dejaron de ser tan cuidadosos. Y ahora ella se encontraba embarazada de gemelas y su luz se apagaba con cada día que pasaba. Las pesadillas del pasado la perseguían y se despertaba por las noches gritando, pidiéndole que la salvara. Y no podía hacerlo, no pudo hacerlo en ese entonces y no podría hacerlo ahora. Se confiaron y ahora sus hijas tendrían que pagar las consecuencias.

Se odiaba por no ser capaz de darles un futuro mejor. Era el jefe de policía, un hombre respetado en el reino; pero eso no significaba que podía escaparse de las garras de la tradición. Solo unos pocos nacían con ese privilegio.

Había pasado días y noches enteras sin dormir pensando en ese giro inesperado del destino. Y aunque no lo había hablado con Maite, pues parecían haber llegado a un acuerdo tácito de no mencionar esa pena que los envolvía, sabía que ella también. Como producto de tantas horas de darle vueltas al asunto, parecía haber encontrado la solución. Y no podía esconder su sorpresa cuando su esposa decidió aceptar su propuesta, por más que se le rompiese el corazón. Y ahora, lo único que necesitaba era estar con ella en cada momento, para llevar a cabo el plan.

Escuchó ruidos en el exterior y tras comprobar que la jornada acabo, salió a toda prisa de la estación, sin siquiera despedirse de sus compañeros. Su casa quedaba bastante alejada de la oficina, pero gracias a que el tráfico en esas horas era mínimo, logro llegar en tiempo récord. Al entrar, lo envolvió el dulce olor a hogar. La casa estaba en silencio y lo único que lo rompía era el sonido bajo del televisor. Caminó hacia la sala y se encontró con Antonio, su hijo de seis años, sentado en el sofá.

—¿Y tu madre? —preguntó luego de sentarse y darle un beso en la mejilla, a sabiendas de que eso le molestaría.

—Se acostó temprano. No se sentía muy bien en todo el día.

Pensó en ir a verla, pero no quería turbar su sueño. Si había estado indispuesta durante el día, decidió dejarla descansar tranquila. Se acomodó en el sofá con su hijo y se relajó mirando una película con él. Poco después, Antonio yacía medio dormido sobre su regazo y él estaba a punto de quedarse dormido también, hasta que un grito proveniente de la segunda planta los sobresaltó a los dos. Corrió escaleras arriba, con su hijo detrás. Al llegar en su habitación, vio a Maite despierta, con cara desfigurada por el dolor.

Es la hora. —Logró entender entre los gritos incoherentes y fue suficiente para actuar.

Dos horas después, estaba sentado en la sala de espera del hospital, esperando que alguien saliera y le dijera algo, cualquier cosa. No le dejaron acompañar a su esposa durante el parto, a pesar de sus protestas y gritos.

—¡No está permitido! —Le había explicado la enfermera a cargo, antes de estar despachada por la doctora y la mejor amiga de Maite.

Ella había prácticamente sacado todo el personal, quedando sola para un parto demasiado complicado, pero eso era uno de los riesgos que tenían que asumir. Como también el de mandar a un niño de seis años a buscar a Pedro, su mejor amigo de la infancia. Estaba afortunado de tenerlos en ese momento a su lado, si no todo estuviera perdido.

Le pareció que había pasado una eternidad cuando Olga por fin salió de la sala de partos, pero dejo de importar en el instante en el que le dijo que podía conocer a sus hijas. Entró despacio, temiendo perturbar su paz, pero Maite lo esperó sonriente con dos bultos en sus brazos. Se acercó sin poder evitar soltar unas cuantas lágrimas. Apenas y se dio cuenta de que Olga salió para darles privacidad. En ese momento no tenía ojos para nada y nadie que no fuera esos dos angelitos que estaban durmiendo en los brazos de su esposa.

Ahora no se puede decir, pero Olga asegura que serán idénticas. —La voz de Maite estaba entrecortada y a pesar de la enorme sonrisa que adornaba su cara, sabía que estaba sufriendo lo mismo que él.

Es lo mejor para ella. —susurró tratando de convencerse de que la decisión que había tomado era la correcta, porque se le hacía difícil creerlo ahora que las tenía en sus brazos. Sintió la mano de su esposa apretar la suya y seguido de eso escuchó voces en el pasillo. Pedro había llegado.

Metió la mano en el bolsillo y sacó de ahí dos colgantes con la letra A y con cuidado metió cada uno en la mano de sus hijas, seguido de eso dejo un beso en la frente de una de ellas y dejo a Maite hacer lo mismo con la otra, antes de tomarla de sus brazos en el momento que su amigo entraba en la sala. La acunó en sus brazos y la contempló por unos largos minutos, queriendo memorizar cada milímetro de su pequeña cara. No pudiendo aguantar más, volvió a llevarla hacia Maite que hizo lo mismo y luego la dejo en las manos de su mejor amigo.

Cuídala como si fuera tu propia hija. —Su voz en ese momento parecía como la de un moribundo dejando salir su último aliento. Después de que su amigo asintió, dirigió una última mirada a su hija y la cadena que aún colgaba de sus manitos—. ¡Que seas muy feliz, Anabelle! —Deseó, con el dolor oprimiéndole el pecho.

Secretos de la corte (Cortes perversas #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora