Delphi

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« Las ciudades de montaña son todas diferentes» , pensó Han.
Las ciudades de montaña son todas iguales.
La arquitectura se supedita a la geografía en una ciudad de montaña. En Delphi, las casas y los demás edificios se apiñaban como si hubiesen ido deslizándose por las laderas, formando un revoltijo en el espacio disponible a orillas del río.
Las casas construidas en una pendiente son engañosas: una planta en la parte trasera y cuatro en la fachada. A Han le recordaban elegantes chicas muy maquilladas que habían conocido tiempos mejores. Se apoyaban en la ladera de la montaña y extendían sus largas faldas hasta el fondo del valle, con las sucias enaguas en las alcantarillas. Las calles eran estrechas, tortuosas y adoquinadas; en las montañas la piedra era abundante y barata.
Apretujadas en la garganta rocosa del Kanwa, las calles se desviaban como un borracho en torno a los obstáculos más pequeños, a veces cambiando de dirección por completo. O eso le parecía a Han, aunque probablemente cualquiera que no conociera el Mercado de los Harapos habría pensado lo mismo.
Era noche cerrada cuando por fin descendieron a la ciudad. Una asfixiante cortina de humo espesaba el aire, exigiendo un esfuerzo adicional para respirar.
—Huele peor que Puente del Sur —dijo Han, arrugando la nariz. El hedor era diferente y, como mínimo, extraño.
—Aquí queman carbón para calentarse y cocinar —explicó Bailarín—. El humo se queda atrapado en el valle. En invierno es peor; los fuegos arden día y noche.
Había dinero en la ciudad. Entremezclados con tiendas, negocios y moradas más humildes se erigían palacios y casas de buena posición. Algunas de las casas ocupaban manzanas enteras, con fachadas de ladrillo y piedra tallada.
—Dueños de minas —explicó Bailarín—. Pero incluso los mineros ganan buenos salarios. La guerra de Arden ha atizado el mercado del hierro y el carbón, y los precios son altos. Lightfoot dice que a las gentes de Delphi no les importa el aire apestoso. Dicen que respiran dinero. Les ha permitido mantener su propio ejército y permanecer independientes tanto de Arden como de los
Páramos.
A medida que se aproximaban al centro de la ciudad, las calles se iban atestando de viandantes y el bullicio hizo pensar a Han en Fellsmarch un día de mercado.
La multitud era variopinta; hombres y mujeres negros oriundos de
Bruinswallow, ataviados con las holgadas vestimentas a rayas de los sureños. Isleños del Sur con su piel morena, intrincadas joyas y el pelo negro rizado. Isleños del Norte con las piernas largas, el cabello rubio y los ojos azules, algunos con aura. Múltiples idiomas colisionaban en las calles. De las posadas y tabernas salían músicas exóticas.
Había otros indicios de la prosperidad que traía consigo la guerra: elegantes comercios con toda suerte de artículos; joyerías con relucientes escaparates, tiendas de comida preparada que ofrecían platos exóticos y extraños aromas a especias.
—Busquemos un sitio donde comer —dijo Han, resistiendo la tentación de sisar un pedazo de pan salado a un vendedor ambulante. El hambre siempre parecía avivar sus antiguos hábitos, pero sabía de sobras que no le convenía hurtar nada en territorio desconocido y sin una vía de escape despejada.
No necesitas robar para comer, se recordó a sí mismo, palpando la bolsa de dinero remetida en sus mallas como si fuese un talismán.
Aunque estaba mucho más al sur, la ciudad parecía más oscura que
Fellsmarch, pues todo lo recubría una capa de hollín que engullía la luz.
—¿No tienen faroleros aquí? —preguntó Han, mientras sus cansadas cabalgaduras cruzaban lenta y pesadamente un charco de luz que se derramaba desde la estrecha fachada de una iglesia ceñida por tres empinadas escaleras. Un clérigo vestido de negro, con un sol naciente dorado estampado en el manto, barría las hojas y la tierra del umbral, lanzando una lluvia de desechos sobre sus cabezas.
Bailarín negó con la cabeza.
—Ni faroles ni faroleros —dijo. Toqueteó su amuleto, emitiendo un haz de luz con las puntas de los dedos mientras Han lo miraba con envidia. Han tocó su propio talismán, y la fuerza le crepitó por el brazo, explotando en llamas que salieron disparadas hasta la mitad de la calle, asustando a los transeúntes.
Azorado, metió la mano culpable debajo de su otro brazo.
—¡Demonios! —gritó alguien en habla Común—. ¡Brujos! ¡Blasfemos!
Han levantó la vista sorprendido y vio que el sacerdote de las vestiduras negras se abalanzaba escaleras abajo, blandiendo la escoba sobre la cabeza como si de un arma se tratase, con el semblante crispado de ira.
Ragger resbaló hacia un lado, poniendo los ojos en blanco y enseñando los dientes al sacerdote encolerizado. Han hincó los talones y el caballo embistió hacia delante, alejándole del peligro. Bailarín agachó la cabeza y tiró de Wicked hacia un lado, esquivando por poco la sibilante escoba.
El sacerdote gritó a sus espaldas:
—¡Abominaciones! ¡Rameras del mal! ¡Fuera de aquí, maléficos instrumentos del Quebrantador!
Agitó la escoba hacia ellos, al parecer creyendo que los había ahuyentado.
—¡Cierra el pico, repugnante cuervo de Malthus, o te retuerzo el pescuezo! — gritó al sacerdote un corpulento minero barbudo, haciendo que la gente se partiera de risa. El sacerdote se retiró al interior de la iglesia, empujado por un coro de abucheos y amenazas.
—¿A qué venía todo eso? —preguntó Han cuando estuvieron a una distancia prudente—. Me han llamado muchas cosas, pero hasta ahora nadie me había llamado ramera del mal.
—Bienvenido a la Iglesia de Malthus —dijo Bailarín, sonriendo—. La iglesia estatal de Arden. Se han introducido en Delphi, pero adivino que no gozan de demasiada popularidad aquí arriba.
El Orador Jemson había hablado sobre la Iglesia de Malthus en la Escuela del Templo de Puente del Sur. Tras el desastre del Quebrantamiento, el antiguo imperio de los Siete Reinos se desmembró. En los Páramos, el viejo credo había perdurado, sostenido por los templos donde los oradores impartían enseñanzas sobre la dualidad de la Hacedora y el Quebrantador, y sobre las Montañas de los Espíritus, donde moraban los muertos y las santas reinas.
En Arden, tras el Quebrantamiento, apareció un influyente orador que había pulido y abreviado la antigua fe, dándole una nueva dirección. San Malthus atribuyó el Quebrantamiento al disgusto de la Hacedora con los magos que lo habían causado. La magia, afirmaban sus enseñanzas, no era un don sino el instrumento del Quebrantador, y los magos eran demonios a su servicio. La reina Hanalea en concreto era vista como una especie de bella arpía, una libertina sin ningún escrúpulo.
Desde entonces la Iglesia de Malthus había prosperado como iglesia estatal de Arden.
—¿Crees que seremos recibidos de este modo en Arden? —bromeó Han.
Bailarín sonrió irónicamente.
—Creo que cuantos menos hechizos hagamos en Arden, mejor.
Aquello era nuevo para Han; la idea de que la magia fuera de algún modo pecaminosa. Los clanes despreciaban a los magos, pero se trataba más de un asunto histórico y de abuso de poder. Los clanes, al fin y al cabo, tenían su propia magia.
Sólo el rey Demonio Alger Aguabaja, antepasado de Han, era considerado inequívocamente malvado.
—Este sitio parece bueno —dijo Han, señalando un edificio de dos plantas con un amplio porche delantero abarrotado de vecinos y soldados. La taberna se llamaba La Jarra y el Cordero, y el cartel de la entrada mostraba a un sonriente cordero levantando una jarra de cerveza.
Han tenía buen ojo para las tabernas y posadas. Habían sido su segundo hogar desde su niñez, lugares donde la comida, la bebida y las ganancias fáciles se daban a la vez. Sabía qué locales merecían una visita por los olores que emanaban de ellos y por la clientela que los frecuentaba.
Han y Bailarín desmontaron. Bailarín se quedó con los caballos mientras Han se abría paso entre el gentío hasta el porche y el ruidoso interior.
Los parroquianos de dentro eran iguales a los que ocupaban el porche salvo por varias familias sentadas en torno a unas mesas. Algunos habían venido directamente de las minas, con la ropa ennegrecida de hollín y los ojos brillantes en sus rostros mugrientos. Había soldados apoyados contra las paredes, enfundados en uniformes variopintos: los sobrios tonos pardos de Delphi, el escarlata de Arden, mercenarios desempleados que no lucían color alguno, así como unos cuantos de las Tierras Altas.
El resto lo componían estudiantes, comerciantes y queridas.
Han se desprendió de unas cuantas de sus preciadas coronas, las llamadas perras gordas, para alquilar una habitación y gastó un par de peniques adicionales para darse un baño. Desde luego, Delphi era una ciudad cara.
Han y Bailarín condujeron sus caballos por un angosto callejón hasta el establo de la parte trasera de la posada, pidieron raciones extra de grano y entraron en la taberna por la puerta de atrás.
La cena estaba incluida en el precio de la habitación, y consistió en estofado de cerdo (no de cordero), un pedazo de pan moreno y una jarra de cerveza.
Han pidió una mesa en un rincón y se sentó de espaldas a la pared, cerca de la puerta trasera. De este modo podía ver todas las idas y venidas sin llamar la atención.
La camarera le rondaba, flirteando. Al principio Han lo atribuyó a su encanto personal hasta que cayó en la cuenta, un tanto sorprendido, de que pese al tiempo que llevaban de viaje, tanto él como Bailarín presentaban un aspecto tan próspero como el de cualquier otra persona presente en la estancia.
A Han lo habían echado de un montón de tabernas en el Mercado de los Harapos y Puente del Sur por sospechoso de ser manilargo y de hacer trampas jugando a las cartas. Por eso y por su crónica incapacidad de pagar. Se encontró con que le gustaba bastante estar sentado a una mesa para comer hasta saciarse, tratando de ligar con chicas guapas sin miedo a tener que salir corriendo.
—¿Qué noticias hay sobre la guerra del sur? —preguntó Han a la mofletuda camarera. Le tocó el brazo—. ¿Quién está ganando?
La camarera se inclinó hacia Han.
—El mes pasado hubo una gran batalla cerca de la capital, señor. Vencieron los ejércitos del príncipe Geoff, o sea que ahora controla Ardenscourt. Se ha autoproclamado rey.
—¿Qué pasa con los demás hermanos? ¿Se han rendido? —inquirió Han, preguntándose si la guerra terminaría pronto y qué consecuencias tendría para su futuro que así fuera.
La muchacha se encogió de hombros.
Lo único que sé es lo que oigo en la taberna. Creo que el príncipe Gerard y el príncipe Godfrey todavía están vivos y, que yo sepa, no se han rendido.
—¿No hay ninguna princesa? —preguntó Han.
La camarera lo miró entrecerrando los ojos.
—Pues claro que hay una princesa. Lisette. Pero en Arden las princesas sólo sirven de florero. Y para casarlas.
Han miró a Bailarín, que se encogió de hombros. ¿Cómo ibas a saber con certeza si el heredero de un rey pertenecía realmente a su linaje? Desde luego, las gentes del llano eran bien peculiares.
Han siguió con la vista a la camarera cuando ésta se alejó, preguntándose a qué hora terminaría de trabajar.
Prosiguió su examen de los demás parroquianos. No tardó mucho en establecer quién iba armado y quién no, qué armas portaban, y quién llevaba el monedero bien cargado. Al cabo de un rato ya sabía quién jugaba bien a las cartas, quién ya la taba, y quién hacía trampas en ambos juegos.
Tal habilidad era fruto de la breve temporada que había pasado Han desempeñándose como tahúr. Aquella clase de latrocinio era más difícil de demostrar, si se te daban bien los naipes. Era menos probable que los chaquetas azules te metieran preso por vaciar bolsillos jugando a las cartas.
Pero había aprendido que era fácil verse acorralado en un bar lleno de jugadores hartos de perder. También que los apostadores enojados son muy capaces de partirte la crisma tanto si saben con certeza que haces trampas como si no. Sobre todo si sólo tienes trece años y aún no has pegado el estirón.
Bailarín estuvo tenso e inquieto durante toda la cena, sobresaltándose con cualquier ruido repentino, ya fuere el de las ollas y sartenes en los fogones o el de unos borrachos hablándose a gritos. Pese a su conocimiento de Delphi y del estilo de vida de sus habitantes, no le gustaban las ciudades en general ni, desde luego, las multitudes. En cuanto terminó de comer se levantó.
—Me voy arriba —anunció.
—He encargado un baño —dijo Han generosamente—. Dátelo tú primero.
Bailarín le observó con recelo.
—No te metas en líos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Cennestre Bailarín.
« De acuerdo, madre» . Han sonrió a la espalda de Bailarín cuando éste se volvió. Hizo una seña a la camarera y pidió sidra. Tenía la intención de estar alerta y mantener la mano lejos del amuleto.
Han observaba despreocupadamente la mesa vecina, donde cuatro parroquianos echaban una partida de nobles y plebeyos, un juego de naipes de los Páramos que Han conocía muy bien. El hombre sentado de cara a Han estaba haciendo trampas, no cabía dudarlo. Muy ufano con su atuendo de las llanuras de Arden, tenía la cara redonda picada de viruelas. Aunque en la sala común hacía fresco, se secaba el sudor de la cara con un pañuelo grande. Perras chicas, perras gordas y pagarés se amontonaban frente a él, evidenciando su éxito.
Han no tardó mucho en entender su sistema. El fullero se movía mucho para ser alguien tan corpulento, y no paraba de agitar las manos para distraer a los demás. Se servía de dicha distracción al barajar, al repartir y al descartarse. Ganaba casi todas las manos en las que le tocaba dar y buena parte de las demás, perdiendo sólo las veces suficientes para no levantar sospechas.
Han no se impresionó. El fullero era el típico compinche con un estilo de juego agresivo y bravucón. Los jugadores listos iban y venían, percatándose enseguida de que estaban en desventaja. Pero una jugadora se quedó hasta el final, tratando obstinadamente de recuperar sus pérdidas.
Estaba sentada de espaldas a Han, con un sombrero de ala bien calado, el cuello levantado y la espalda encorvada. Han supuso que era una chica a punto de ser mayor de edad, una isleña del sur a juzgar por su piel y sus rizos. Bajo el abrigo que le iba grande, lucía los colores favoritos de las islas Meridionales, aunque la ropa no le quedaba bien, como si se tratase de prendas prestadas, donadas o robadas.
Había en ella algo que le resultaba familiar; el modo en que inclinaba la cabeza y bailaba en la silla, sacudiendo la pierna como si fuese incapaz de estarse quieta. Han alargó el cuello, pero no alcanzó a verle bien la cara por culpa del sombrero.
Han siguió bebiendo sidra e intentó hacer caso omiso del drama que se estaba representando delante de él, pero sus ojos volvían a posarse una y otra vez en la chica y sus apuestas, cada vez más desesperadas. Se quedó sin dinero y continuó con pagarés.
« Debería ser más lista —pensó Han—. Cualquiera que gana tanto está haciendo trampas» .
Finalmente el llanero apuró su jarra de cerveza y golpeó con ella la mesa.
—Bueno, hora de cobrar —dijo a voz en cuello—. Mace Boudreaux sabe retirarse mientras la suerte todavía le sonríe.
Dos jugadores pusieron mala cara, recogieron sus reducidas ganancias y se marcharon.
La isleña no se levantó. Permaneció paralizada un momento y luego se inclinó hacia delante.
—Ni hablar. Sigamos jugando. Tienes que darme una oportunidad de tomarme la revancha —dijo. Su voz era dulce y musical, con la conocida cadencia de las islas Meridionales.
A Han se le erizó el vello al reconocerla.
—Lo siento, chica, he terminado —dijo Mace Boudreaux—. Parece que tienes la suerte en contra. Es hora de pagar.
Se embolsó el dinero que tenía delante y lo guardó a buen recaudo en distintos escondrijos de sus ropas. Acto seguido deslizó los pagarés en dirección a la chica.
Ella miró fijamente los trozos de papel que quedaron en la mesa delante de ella.
« No lo tiene —pensó Han—. Está acabada» .
—Vuelvo enseguida con lo que falta —dijo la chica, poniéndose de pie de un salto y volviéndose hacia la puerta.
La mano del fullero salió disparada y agarró a la chica por la cintura, tirando de ella hacia él.
—No pienso perderte de vista hasta que pagues.
La chica intentó zafarse.
—No llevo tanto dinero encima. Tengo que ir a buscarlo a mi habitación.
Boudreaux pegó su cara a la de la chica.
—Pues entonces te acompaño —dijo, humedeciéndose los labios y mirándola de arriba abajo con lascivia—. Si no tienes el dinero, tal vez haya una manera de que lo ganes.
La chica lo escupió en la cara.
—Ni lo sueñes, seboso de mierda, pechugón afeminado, rata de cloaca…
—¿Quieres que te arresten? —gruñó Boudreaux, limpiándose el escupitajo y zarandeando a la chica de mala manera.
La chica se puso tensa. Han dedujo por las heridas de cuerda que tenía en las muñecas y los tobillos que ya había estado en prisión. Supuso que no deseaba volver.
—Voy a llamar a la guardia —amenazó Boudreaux, levantando la voz—.
Tengo mis derechos.
Sin pensárselo dos veces, Han se encontró de pie junto a su mesa.
—Vamos, un poco de calma. Sólo es una partida amistosa, ¿verdad? No creo que sea preciso involucrar a la Guardia, ¿eh?
Dio una palmada al fullero en la espalda y le dio un puñetazo en el hombro, sonriendo como un chico de campo borracho.
Boudreaux fulminó a Han con la mirada, molesto con la inesperada intromisión.
—Será amistosa siempre y cuando la chica pague lo que debe. Tengo mis derechos.
—Seguro que encuentran una solución.
Han dio media vuelta para encararse a la chica, y por poco se cae a causa de la sorpresa.
Era Gata Tyburn, que había reemplazado a Han como señor de la calle de los harapientos. Ella le devolvió la mirada sin pestañear. Han cerró los ojos, volvió a mirar y la chica siguió siendo Gata. Había cambiado, y no para mejor. No era de extrañar que al principio no la hubiese reconocido.
Siempre había sido delgada, pero ahora estaba en los huesos, como un consumidor de hojas de razorleaf. Sus ojos daban la impresión de ocuparle la mitad de la cara, y su mirada era turbia y apagada, probablemente por la bebida y el razorleaf. Siempre había sido orgullosa pero ahora se la veía derrotada. Los agujeros de las orejas y la nariz no ostentaban ninguna joya de plata, y las pulseras y esclavas también habían desaparecido. Todo ello estaba amontonado delante del fullero.
Su rostro decía que la última persona que esperaba ver en el mundo era Han Alister.
Han se agarró al brazo de Boudreaux para no perder el equilibrio y disimular su asombro. Al hacerlo, cogió subrepticiamente un mazo de cartas de la mesa y se lo metió en el bolsillo mientras se devanaba los sesos.
¿Qué hacía ella allí? Gata había nacido en las islas pero, desde que la conocía, nunca se había alejado demasiado de las pocas manzanas que constituían el Mercado de los Harapos. ¿Por qué iba a marcharse cuando tenía una buena banda, un buen territorio y una buena vida?
Más importante aún, ¿cómo podía ayudarla a salir del lío en que se había metido? Sin duda no le haría ningún bien acabar en un calabozo de Delphi.
Podría acusar a Boudreaux de hacer trampas, pero hacía mucho tiempo que había aprendido a mantener la boca cerrada en una taberna excepto si conocía a la clientela. Por lo que podía percibir, estaba rodeado por los mejores amigos de Boudreaux.
Gata seguía mirando fijamente a Han como si éste se hubiese levantado de la tumba para darle un frío beso de cadáver.
—Acércate, chica —dijo Han arrastrando las palabras y agarrándola por el codo—. Tenemos que hablar un momento tú y yo.
Gata se puso tensa al notar la mano de Han, pero dejó que éste la arrastrara hasta donde no pudiera oírles el fullero picado de viruelas.
Cuando estuvieron a una distancia segura, a Han se le pasó la borrachera de golpe.
—¿Qué haces aquí? —dijo entre dientes.
—Podría hacerte la misma pregunta —replicó Gata.
—Yo he preguntado primero.
El semblante de Gata se endureció.
—Tuve que marcharme del Mercado de los Harapos.
—¿Quién es ahora el señor de la calle? —preguntó Han, tartamudeando—. ¿Qué ha sido de Velvet?
—Velvet está muerto —dijo Gata—. Todos lo están…, o desaparecidos. Ahora ya no hace falta un señor de la calle en el Mercado de los Harapos. —Se estremeció y clavó sus mugrientas uñas en el abrigo—. Vinieron justo después de que tú te marcharas. Mataron a todo el mundo. Yo sigo viva porque no estaba allí.
—¿Quién vino? —preguntó Han, porque parecía lo normal aunque en realidad ya lo sabía.
—Demonios. Como los que liquidaron a los sureños —respondió Gata, evitando mirarlo a los ojos.
Han tenía la boca más seca que el polvo.
—¿Fueron…? ¿Me buscaban a mí?
—Como ya he dicho, yo no estaba allí. —Aquello no era una respuesta—. No sabía dónde te habías ido. Pensé que también te habían liquidado.
Huesos. Dejaba un rastro de muerte tras él, incluso cuando se marchaba. No era de extrañar que Gata estuviera nerviosa.
—Siento mucho lo de Velvet —dijo Han—. Y…, todo lo demás.
Gata se limitó a mirarlo con los ojos muy abiertos, negando con la cabeza.
—¡Venga ya, chica! —rugió Boudreaux—. ¿Vais a pasaros toda la noche hablando o qué? Quiero mi dinero.
Han le hizo un gesto al fullero para que se callara y se acercó más a Gata.
—¿Cuánto le debes aquí al amigo? —susurró.
—¿Por qué? —inquirió Gata con su acostumbrado encanto—. ¿Acaso es asunto tuyo?
—No dispongo de toda la noche —dijo Han—. ¿Cuánto?
Gata echó un vistazo a la sala, como buscando la manera de eludir la pregunta.
—Veintisiete perras gordas y pico —dijo.
Por la sangre y los huesos de Hanalea. Han tenía dinero, pero no el suficiente para saldar su deuda y llegar hasta Vado de Oden. Y tampoco quería arruinarse pagando a un tramposo.
Inclinó la cabeza hacia Boudreaux.
—Está haciendo trampas, ¿sabes?
—¡Te equivocas! —dijo Gata entre dientes—. Las estoy haciendo yo.
Han tuvo que aguantarse la risa.
—Bueno. —Se rascó la barbilla—. Él lo está haciendo mejor.
Gata se llevó subrepticiamente la mano al puñal que llevaba al cinto.
—Maldito ladrón inmundo. Tendría que habérmelo figurado. Bien, veamos qué pinta tiene sin sus…
—No. —Han le sujetó el brazo para aplacarla—. Jugaré en tu lugar y recuperaré el dinero.
Gata se apartó bruscamente de él.
—Lárgate, Pulseras. No quiero tu ayuda. Me he metido en esto yo sola y saldré a mi manera.
—¿Cortándole el cuello? —Han negó con la cabeza—. En el Mercado de los Harapos, quizá. Pero no querrás meterte en líos tan lejos de casa.
Gata meneó la cabeza.
—No quiero estar en deuda contigo —dijo.
Bueno, eso podía entenderlo.
—No me debes nada. Soy yo quien tiene una deuda de sangre contigo.
Una vez más, Gata negó con la cabeza sin decir palabra, tragando saliva varias veces.
—Déjame hacerlo —insistió Han—. Por favor.
—De todos modos, el fullero se ha salido con la suya —dijo Gata—. No jugará. Ya lo ha dicho.
—Conmigo sí —repuso Han, sacando un abultado monedero que sacudió bajo la nariz de Gata.
Gata volvió a abrir los ojos como platos. Se echó el pelo para atrás, procurando hacerlo de improviso, como si viera semejante cantidad de plata a diario.
—¿Y qué pasa si pierdes?
—Confía en mí. No perderé. Soy mejor que él —dijo Han, mirándola de hito en hito deseoso de que le creyera aunque no tenía ni idea de si ella lo haría—. Tú sígueme la corriente, ¿de acuerdo?
Dando la espalda al fullero, se preparó para el juego, ordenó su dinero y arregló la baraja mientras Gata lo miraba pasmada.
—Todo listo. Vamos —dijo Han, sujetándola del brazo y regresando dándose aires a la mesa de Boudreaux como si fuera el gallo del corral—. Cubriré la deuda de la chica —le dijo al fullero—, si juegas conmigo.
—¿Jugar contigo? —dijo Boudreaux con desdén—. Ni hablar. Ya te he dicho que he terminado. Si quieres pagar lo que debe la chica, adelante, muchacho. Si es que te alcanza el dinero.
—Mi padre es mercader —dijo Han, adoptando una expresión ofendida—. Tengo un montón de dinero. ¿Ves? —Plantificó su bolsa llena en la mesa, y al hacerlo volcó la jarra de cerveza del fullero, derramando lo que quedaba—. Vaya, lo siento —dijo—. Ha sido sin querer.
Arrancó el pañuelo de Boudreaux del bolsillo del fullero y limpió torpemente la cerveza vertida.
—Los ojos de Boudreaux se clavaron en el monedero. Era mucho más de lo que Gata le debía.
—Bueno —dijo, sentándose otra vez en su silla—, quizá pueda quedarme un ratito más. —Llamó a la camarera chasqueando los dedos—. Tráeme otra cerveza —dijo, con una sonrisa de avidez.
Han devolvió el pañuelo empapado a Boudreaux y se sentó enfrente del fullero, como si tal cosa. De un tiempo a esa parte le costaba muy poco dejar su impronta, ahora que ya no estaba en el juego. Resultaba más fácil creer a un muchacho de dieciséis años cargado de dinero contante y sonante que a un crío de doce. Fue esa falta de respeto para con los pequeños lo que le había obligado a olvidarse del juego para dedicarse a los hurtos y vagar por las calles.
Ahora estaba mejor preparado para el timo. Podía interpretar el papel de hijo de mercader improvisándolo por primera vez. Toda una impronta, sin la menor duda.
—Siéntate aquí, chica —dijo Han, dando unas palmadas al asiento de la silla contigua y lanzando una mirada lasciva a Gata—. Tráeme suerte.
Gata se apoyó en el borde de la silla, procurando mantenerse apartada de él como si temiera que le contagiara picores. Las manos entrelazadas en el regazo, el semblante duro e inescrutable.
—Das primero, chaval —dijo Boudreaux de manera insulsa. Típico de fullero. Que la víctima gane primero para animarla a apostar más fuerte en la siguiente mano.
Han barajó las cartas y, en un momento dado, le falló la mano y las desparramó por la mesa. « Cuidado —pensó—. No sobreactúes» . Las recogió y volvió a barajarlas con la intensa y adormilada atención de quienes van muy borrachos.
Resultó bastante fácil ganar la primera mano. Boudreaux dobló la apuesta, meneando la cabeza con pesadumbre, antes de que hubiera demasiado dinero en la mesa.
—¡Ja! —se jactó Han, estrechando la mano de Gata, que dio un respingo y se soltó—. Ya me estás trayendo suerte.
Gata se limitó a mirarlo sin sonreír.
« ¿Por qué, Alister, por qué te enredas en estos asuntos?» , pensó Han.
En la mano siguiente, Boudreaux repartió las cartas y ganó, aunque Han se guardó de soltar mucho dinero antes de pedir ver el juego. Después de eso, se fueron turnando unas cuantas veces y, al final, Han le llevaba diez perras gordas de ventaja. Siguió interpretando el papel de necio borracho, celebrando a voz en cuello su buena estrella y exclamándose cuando perdía.
Han ni siquiera había marcado el mazo todavía. El pañuelo estaba fuera de juego y Han había arruinado los trucos de prestidigitación de Boudreaux insistiendo en cortar el mazo antes de repartir. Además, era de natural afortunado con las cartas.
Tal como su madre decía siempre, « Afortunado en las cartas o afortunado en
la vida. Una cosa o la otra. No las dos» .
El entusiasmo de Boudreaux menguaba al mismo ritmo que sus ganancias. Gata se limitaba a estar sentada poniendo mala cara, como si Han estuviera jugándose su dinero.
« Ha llegado la hora de poner fin a esto —pensó Han—. Le daré una buena lección al fullero, dejaré que Gata se marche con su dinero y me iré a la cama» . El mazo volvió a sus manos, y esta vez lo agarró cual fullero y lo manipuló a conciencia mientras lo barajaba. Observó el rostro de Boudreaux mientras éste ojeaba sus cartas. El fullero se llevó la mano al pecho como si fuese un bebé y Han supo que ya era suyo.
Apostaron cada vez más alto y pronto hubo montones de perras gordas en medio de la mesa. El fullero pidió una carta y Han le pasó el demonio que decidiría el juego. Han abrió sus cartas en abanico protegidas por sus manos, las observó, se humedeció los labios con nerviosismo y siguió igualando las apuestas del fullero cada vez.
Gata miraba alternativamente a Han y a los montones de dinero del centro de la mesa, moviéndose como hacía siempre que estaba nerviosa. Si Han perdía, pasaría mucho tiempo en la sombra.
Pero no iba a perder.
Para entonces varios clientes habían ido viniendo desde la barra para ver la partida.
—¿Qué pasa con la plata de la chica? —preguntó Han, señalando el bote con la mano cuando las apuestas aumentaron—. Ponla y la igualo con perras gordas.
Sonrió a Gata.
Boudreaux empujó los aretes, las pulseras y los pendientes de Gata hasta el centro de la mesa.
—Lo veo —dijo, abriendo sus cartas sobre la mesa—. Trío de demonios, manda el rojo.
Levantó la vista hacia Han y le dedicó una sonrisa rapaz.
Desde luego era una buena mano. Muy buena, a decir verdad. Aquella mano lo vencería casi todo, excepto…
—Cuatro reinas, Hanalea encabeza la dinastía.
Han expuso sus cartas en la mesa y se retrepó, mirando atentamente al fullero.
Durante un prolongado momento cargado de tensión, Boudreaux no dijo nada. Miraba fijamente la mesa como si no diera crédito a lo que estaba viendo. Con su grueso dedo índice revolvía las cartas que tenía delante como si pudieran revelarle algo más.
El fullero de los llanos abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua, y sólo tras varios intentos consiguió articular algún sonido.
—¡Esto…, esto no está bien! —bramó, dando un puñetazo a la mesa que hizo peligrar su segunda jarra de cerveza.
Han se apresuró en meter sus ganancias en el morral y se lo echó al hombro, dejando suficientes perras gordas encima de la mesa para pagar la deuda de Gata. La clave en tales situaciones era largarse cuanto antes.
Boudreaux, encolerizado, entornó sus ojillos de cerdo. Alargó el brazo como impulsado por un resorte y agarró la pechera de la camisa de Han.
—No tan deprisa —masculló.
—¡Suéltame! —dijo Han, tratando de zafarse.
—¡Eres un tramposo! —gritó Boudreaux, sacando un largo puñal curvado de debajo del abrigo y apoyándolo contra el cuello de Han—. Un tramposo, un ladrón y un farsante.
Los curiosos que rodeaban la mesa dieron un paso atrás.
El cuchillo fue una mala sorpresa. La mayoría de los fulleros y demás tramposos eran cobardes en el fondo, razón por la que elegían aquella modalidad de depredación. Pero Boudreaux pesaba más del doble que Han, y Han sabía por experiencia propia que no existía nadie más iracundo que un timador timado.
Han pensó en el talismán que tenía bajo la camisa, en la navaja y el puñal que llevaba al cinto, preguntándose si conseguiría alcanzar alguno sin que le cortaran el cuello.
—Ahora —dijo el fullero con su rostro rubicundo a pocos centímetros del de Han, que olía su aliento a cerveza—. Dame la bolsa, muchacho, y a lo mejor no te corto las orejas.
Concentrado como estaba en la cuchilla que tenía bajo la barbilla, Han no siguió demasiado bien el curso de lo que sucedió a continuación. Boudreaux dio un grito y desapareció, golpeando el suelo con fuerza suficiente para abollarlo. Su puñal salió volando por los aires y faltó poco para que decapitara a un minero que roncaba dulcemente en una mesa cercana.
Han se echó para atrás, alejándose del peligro. Boudreaux agitaba las piernas en el suelo como si le hubiese dado un ataque. Y detrás de él, esquivando hábilmente sus espasmos, estaba Gata retorciéndole el cuello con un garrote.
« Oh, vaya» , pensó Han. Gata era una hábil impostora, además de un demonio con el cuchillo.
El rostro del fullero se puso colorado, luego azul, y los ojos se le salían de las órbitas de una manera alarmante. Gata se agachó encima de Boudreaux y le habló a media voz, explicándole la lección que quería que aprendiera.
Los aspavientos de Boudreaux disminuyeron, volviéndose menos organizados. —¡Gata! —Han salió de su asombro y le puso una mano en el hombro—. Suéltalo. No querrás que te ahorquen por un tipo como éste.
Gata levantó la vista hacia Han, pestañeando como si acabara de salir de un trance. Soltó a Boudreaux y se sentó en cuclillas, metiéndose el garrote en el bolsillo.
Un alboroto en la parte delantera atrajo la atención de Han. Un conglomerado de uniformes marrones taponaba la entrada, los colores de la Guardia de Delphi. Han renegó, pues sabía que se había quedado demasiado rato. Se levantó lentamente y puso de pie a Gata. Sin soltarle la mano, Han comenzó a retroceder hacia la puerta trasera, pero un minero barbudo del tamaño de una montaña les cortó el paso.
—Más vale que te quedes, muchacho, y que aceptes lo que te va a caer por lo que has hecho —gruñó, sonriendo como si se muriera de ganas de ver el espectáculo.
—Yo no he hecho nada —protestó Han; el estribillo de su vida entera. Era su sino verse envuelto en una pelea en una taberna en un país extranjero y acabar en el calabozo. Significaría el súbito final de su carrera como mago mercenario para los clanes. Defraudaría a Bailarín, que tendría que proseguir el viaje a solas.
¿Qué había sido lo último que Bailarín le había dicho antes de subir a acostarse? « No te metas en líos» .
Han empuñó su cuchillo, buscando el camino más despejado hasta la puerta. Luego lo fue soltando poco a poco. Quizá consiguiera franquear la puerta, pero no podría escaparse sin dejar rastro dado que Bailarín estaba arriba y sus caballos, en el establo.
Gata se soltó de un tirón y sacó sus propios puñales, manteniéndolos ocultos contra los antebrazos.
—¿Qué está pasando aquí? —inquirió uno de los chaquetas marrones. Llevaba anudado al cuello un pañuelo de oficial con los colores de las llanuras. Señaló a Boudreaux, todavía en el suelo. El fullero se frotaba el cuello y respiraba jadeando—. ¿Qué le ha pasado? —preguntó el oficial.
Han abrió la boca, pero el minero se le adelantó.
—Ese fullero ladrón Mace Boudreaux por una vez ha sido vencido a las cartas. Resulta que es un mal perdedor. Ha asaltado al muchacho que le ha derrotado y hemos tenido que reducirlo.
Para gran asombro de Han, las cabezas que lo rodeaban asintieron en silencio.
—¿Quién lo ha reducido? —insistió el oficial.
—Lo hemos hecho entre todos —dijo el minero, fulminando a los presentes con la mirada como desafiándolos a contradecirlo—. Todos hemos tomado parte.
Según parecía, Gata no era la única que había perdido dinero jugando con Boudreaux, y éste no contaba con las simpatías de los parroquianos.
—¿Dónde está el muchacho que ha ganado? —inquirió el guardia.
Por un momento, nadie habló, pero entonces el minero de Han lo empujó hacia delante.
—Aquí lo tenéis —dijo—. Es éste.
El chaqueta marrón miró a Han de arriba abajo como si le costara creerlo. —Eres bueno con las cartas, ¿eh, muchacho? —preguntó enarcando una ceja. —Me defiendo.
Notó más que vio a Gata acercándose a su lado. Igual que en los viejos tiempos, cuando Gata le cubría la espalda. El chaqueta marrón sonrió y alargó la mano.
—Pues me gustaría invitarte a beber —dijo, y los demás clientes silbaron, aplaudieron y patearon el suelo.
« Vivir para ver —pensó Han—. Nunca sabes quién hay en la sala cuando te metes en una pelea» .
No le fue fácil salir de allí después de eso. Boudreaux se recuperó y se escabulló sin llamar la atención. Han tuvo que rehusar una docena de invitaciones a beber, pues de lo contrario habría terminado debajo de la mesa. Gata se retiró a un rincón, aparentemente esfumada entre las sombras, pero cada vez que Han se volvía a mirarla encontraba sus ojos clavados en él.
« Seguramente quiere su dinero» , pensó Han.
Ya casi era la hora de cierre cuando finalmente consiguió librarse de la bienintencionada muchedumbre y se reunió con Gata en su mesa. Sacó del morral un puñado de perras gordas y las contó.
Ella le observaba en silencio. Han no esperaba que le diera las gracias efusivamente, pero aun así…, Gata solía tener mucho que decir.
Empujó los montones de monedas a través de la mesa hacia ella.
—Aquí tienes, has recuperado tus pérdidas con creces.
Gata miró el dinero pero no hizo ademán alguno de cogerlo.
—¿Qué pasa contigo? —inquirió—. Allí donde vas, la gente te allana el camino. Entras como un desconocido y terminas con todo el mundo brindando por ti.
—¿Pero qué dices? —gruñó Han—. No tengo nada: ni familia, ni un lugar donde vivir, ni un modo de ganarme la vida.
Gata alargó el brazo y toqueteó dubitativa la manga de la chaqueta de Han, como si todavía pudiera convertirse en vapor y humo.
—Llevas ropa buena y nueva, y un monedero repleto. ¿Has vendido un buen botín o qué? —Han se sintió aún más culpable de inmediato. Apretó los labios y negó con la cabeza—. ¿Por qué has arriesgado tu alijo por mí? —insistió Gata.
—Porque no es mi alijo —dijo Han—. Se lo quité a Boudreaux antes de comenzar la partida.
Como si fuese un ladrón sacado de los cuentos que robaban a los ricos para dar a los pobres. El pobre era él, por lo general.
—Si ya tenías su dinero, ¿por qué has jugado con él? —preguntó Gata.
Han se encogió de hombros.
—Alguien tenía que derrotarlo y he pensado que podría hacerlo yo. En ningún momento se me ha ocurrido que fuese a sacar un cuchillo.
No dijo en voz alta el resto de lo que pensaba. Si vences a alguien en lo que hace mejor, es probable que se venga abajo.
Gata lo miró como si no acabara de creerle.
—Todavía no has contestado. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Adónde vas?
Han se encogió de hombros.
—También yo tuve que marcharme de los Páramos. Pensamos que podríamos probar suerte en Ardenscourt —mintió. Cuanta menos gente supiera adónde iban, mejor.
Gata enarcó una ceja.
—¿Pensamos?
—Viajo con un amigo —dijo Han, dejando que Gata hiciera las suposiciones que quisiera—. ¿Qué me dices de ti? No sabía que te dedicaras a hacer trampas en el juego.
—Aún estoy aprendiendo, como cualquier idiota puede ver —contestó, frunciendo el ceño.
—Bueno, no ganarás suficiente dinero hasta que tengas más práctica marcando los naipes. Más te valdría encontrar otro tipo de trabajo, entretanto.
—Lo he buscado —dijo Gata cabizbaja—. Llevo aquí un par de semanas. He intentado que me cogieran en las minas, pero no te contratan si llevas la marca de ladrón.
Levantó la mano derecha, marcada según la ley de la reina. Al menos no se la habían cortado.
—¿Cómo terminaste aquí arriba, de todos modos? —preguntó Han.
—Iba de camino a un lugar que se llama Vado de Oden.
Han estaba tomando un sorbo de sidra y por poco lo inhaló. Tosiendo, dejó el tazón sobre la mesa.
—¡Vado de Oden! ¿Por qué vas allí?
—Fue idea del Orador Jemson —dijo Gata, jugueteando con los montoncitos de monedas—. Allí hay buenas escuelas, según dice. Quería que fuera a la Escuela del Templo.
—¿Y por qué no ir a la Escuela del Templo de Puente del Sur? —preguntó Han, tratando de figurarse lo que aquello supondría para él—. ¿Por qué te envió Jemson a un lugar tan lejano como Vado de Oden?
—Si todavía estuviera en Puente del Sur, estaría muerta. Igual que Velvet. — Gata se quitó el sombrero bruscamente y golpeó la mesa con él—. Me estaban dando caza los demonios que mataron a los demás. Sólo era cuestión de tiempo que me capturasen. Así que Jemson me dijo que me marchara a Vado de Oden. Siempre me está pinchando para que vaya a estudiar música, y está muy unido a la directora de la Escuela del Templo de allí. Le soltó todo el rollo de que toco tan bien la basilka que parezco un coro de ángeles, y me inscribió. Pagó mi matrícula; dijo que la princesa Raisa da dinero a los estudiantes del Templo de Puente del Sur. Me dio un caballo viejo y algo de dinero, y me puso en camino.
Gata se rascó los rizos con la mano. Se le daba bien tocar la basilka. En el
Mercado de los Harapos tocaba para matar el rato hasta que anochecía, hora en que los harapientos salían a trabajar. Algunos días Han se quedaba tumbado escuchándola medio adormecido, dejando que la música lo transportara a otros lugares.
—Jemson dice que si estudio música y arte, y aprendo a leer y escribir y hablar bien, quizá podría colocarme como doncella de una señora o maestra o algo así. —Gata dio un resoplido—. Como si fueran a contratar a una ladrona marcada…
Han procuró hacerse a la idea de Gata como doncella de una señora.
Gata levantó la vista y descifró su expresión.
—Olvídalo. He llegado hasta aquí y he decidido que no iré. Jemson cree que me tiene acorralada, pero no pienso hacer los votos.
—No tienes que hacer votos para ir a la Escuela del Templo —dijo Han—. Hay quien los hace pero tú…
—Me da igual. Yo no pinto nada allí, con un atajo de aristócratas. Son dulces como la sidra cuando los tienes delante, pero luego se mofan de ti a tus espaldas.
« Tiene miedo —pensó Han—. Tiene miedo de que se burlen de ella. Miedo de no ser lo bastante buena. Quizá no le falte razón» . ¿Qué sabía él sobre Vado de Oden? Nada.
Gata empujó el dinero hacia Han y se levantó.
—Me alegra lo que has hecho, pero no puedo aceptar esto.
Han no hizo ademán de recogerlo.
—Es tu dinero. No el mío. Tan sólo se lo he hecho devolver a un ladrón. Si no lo coges, se lo estarás dando al personal —dijo Han, y Gata negó con la cabeza obstinadamente, mordiéndose el labio—. Escucha. Así es como yo lo veo. Tengo mucho de lo que responder. Estoy en deuda contigo. Déjame hacer esto, ¿quieres?
Era verdad. Deseaba con urgencia aliviar la carga de culpa que pesaba sobre sus hombros.
—Si quieres hacer algo por mí, esto es lo que quiero —dijo Gata de repente —: llévame contigo.
—¿Qué? —Han la miró boquiabierto. La velada estaba siendo un sinfín de sorpresas—. ¡Ni siquiera sabes lo que estamos haciendo!
—No importa —replicó Gata—. Yo no estoy hecha para vivir en un templo, diga Jemson lo que diga. Te lo juro. Será igual que antes.
Como cuando Han era el señor de la calle de los harapientos y Gata, su mano derecha. Y algo más.
Han contempló a Gata con recelo. Como Velvet había muerto, ¿estaría buscando reavivar lo que una vez hubo entre ambos? Parecía una mala idea.
Cuando estaban juntos, peleaban como dos gatos metidos en un saco. Bastante dramatismo había ya en su vida, tal como estaban las cosas.
Como si le hubiese leído el pensamiento, Gata dijo:
—Si sales con una chica, no me entrometeré. Esto es estrictamente un trato de socios. Estrictamente negocios.
Los pensamientos sonaron en la cabeza de Han como monedas en un tarro. Gata pensaba que asociarse con su antiguo señor de la calle era una buena manera de evitar ir a la escuela. Pero el caso era que él se dirigía a una escuela. No necesitaba una banda ni tenía con qué mantenerla. Había estado gastando dinero, no ganándolo, de modo que no había nada que repartir.
Miró a Gata. Ella lo fulminó con la mirada, agitando el pie porque Han tardaba demasiado en responder. Éste no pudo evitar recordar que cuando quiso ir al Campamento Demonai con Pájaro y ella lo rechazó, también tenía buenas razones para hacerlo.
Si Han la rechazaba, sin duda volvería a su vida de antes. Si volvía con las bandas, moriría antes de cumplir los veinte, con demonios o sin ellos. Los cabecillas nunca llegaban a viejos.
Tal vez Jemson llevara razón; quizá la escuela fuese realmente lo que necesitaba. Nadie agradecería a Han que intentara salvarla, pero quizás había un modo de hacerlo.
—Puedes venir —dijo Han finalmente—, pero nosotros también vamos a Vado de Oden. Si vienes conmigo, tendrás que ir a la escuela.
—¿Qué? —Se quedó de una pieza, apretando tanto las manos contra la mesa que los nudillos se le pusieron blancos—. ¡Menuda patraña!
—Es la verdad —dijo Han—. ¿Por qué crees sino que…?
—¡Mentiroso! —Gata meneó la cabeza, echando chispas por los ojos—. Eres un miedica, un mentiroso de tomo y lomo, Pulseras Alister, eso es lo que eres. Y no estás yendo a Vado de Oden ni por casualidad.
Gata retiró la silla haciéndola chirriar y se levantó con los puños cerrados, temblando de rabia.
—Te lo juro —dijo Han, poniéndose de pie y manteniendo la mesa entre ambos por si Gata lo atacaba con una navaja—. Perdona. Tendría que habértelo dicho antes pero pensé que tú…
—Cállate, Pulseras. Si no querías que fuera contigo, no tenías más que decirlo. —Recogió su dinero y lo metió en su morral—. Te crees que porque eres guapo todas las chicas quieren irse contigo. Bueno, pues no eres tan guapo como para que yo no pueda encontrar a otro.
Se marchó de la taberna hecha una furia, dando un portazo al salir.
« Bueno —pensó Han—. Al menos sigue siendo la misma de siempre» .

La Princesa DesterradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora