Cadete

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Raisa abrió los ojos y aún era oscuro, pero oyó que Hallie y Talia ya se habían levantado. Un destello de luz, y la lámpara quedó encendida. Cerró los ojos, cegada por el resplandor, deseando poder seguir durmiendo. Pero si lo hacía se quedaría sin desayunar. Y necesitaría un buen desayuno para aguantar toda la mañana. Tras cuatro semanas de clases, ya había aprendido esa lección.
Con un suspiro entrecortado retiró las mantas, puso los pies en el suelo se levantó en ropa interior, bostezando y estirándose. La chaqueta del uniforme estaba puesta a secar en el respaldo de una silla.
Los cadetes llevaban uniformes de gamuza que había que lavar casi a diario en aquel húmedo clima otoñal. Cuando marchaban por la plaza de armas el barro les manchaba los bombachos hasta las rodillas. Debido a eso, o quizás al color beis, los estudiantes del otro lado del río los llamaban « espaldas sucias» .
Raisa palpó su chaqueta. Seguía empapada. Nada llegaba a secarse del todo en aquel deprimente clima. Apartó de su mente el recuerdo de una vida en la que la ropa limpia aparecía por arte de magia cada vez que la necesitaba. Y con varios conjuntos entre los que elegir.
« Alguien había lavado aquellas prendas» , pensó. Y las había remendado, además de llevar a cabo el sinfín de pequeñas tareas que ahora tenía que hacer ella misma, y cumpliendo con el nivel de exigencia militar.
Amon había dispuesto las cosas de manera que no hubiera prefecto residente en Grindell House, y así Raisa, Talia y Hallie podían compartir el piso de arriba. Eso significaba que tenían que compartir las obligaciones del prefecto: mantener limpias las zonas comunes y los lavabos, así como hacer la colada para disponer de sábanas limpias. Cuando el frío comenzó a hacerse notar, acarreaban leña para los hogares desde el almacén de intendencia que estaba junto al río.
Hallie ya había terminado de asearse; aquella chica era sorprendentemente eficiente. Se limitaba a peinarse el pelo hacia atrás para atárselo con un cordón, se lavaba la cara, y ya estaba lista.
Raisa se ahuecó su casquete de pelo y con tristeza contempló su reflejo en el espejo de metal bruñido. ¿Le habría sido más fácil llevar el pelo largo? Podría recogerlo en una coleta. Pero con lo espeso que era tardaría tanto en secarse como la chaqueta. Se lavó la cara con agua fría y se puso el uniforme empapado, haciendo una mueca cuando la tela pegajosa le tocó la piel. No tardaría en entrar en calor.
Raisa entró en la sala, donde Talia estaba despatarrada en un sillón, con las piernas colgadas sobre un brazo, leyendo a la luz de una lámpara. Levantó la vista del libro y sonrió, y puso un dedo entre las páginas a modo de punto.
Talia era de sangre mezclada, igual que Raisa; su madre era de los clanes y su padre oriundo del Valle, miembro de la Guardia de la Reina. Siempre se levantaba temprano para leer el Libro del Templo antes de clase. Y cuando no lo hacía, se enfrascaba en una de sus novelas de amores lésbicos que sonrojarían a más de un lector.
Talia era una persona de intereses variados.
—¿Estáis listas? —preguntó Hallie desde la puerta—. Si no nos damos prisa, volveremos a quedarnos sin salchichas.
Al menos Hallie y Talia habían dejado de llamarla « lady Rebecca» tras haberla oído maldecir como un carretero cuando Switcher le pisó un pie.
Las tres bajaron disparadas la escalera y por poco chocan con Mick, que estaba dando saltos por la sala común, intentando zurcir sus calcetines sin quitárselos.
—Mala idea —dijo Raisa mientras abría la puerta empujándola con el hombro.
—El muy tonto cree que, si nos da lástima, alguna se ofrecerá a zurcírselos —dijo Hallie—. Me parece que los va a llevar con agujeros mucho tiempo.
Riéndose burlonamente, cruzaron el sombrío patio interior hasta el comedor, donde adormilados cadetes ya hacían cola para servirse el desayuno.
« Al menos no tengo que cocinar» , pensó Raisa mientras echaba un cucharón de gachas en su cuenco, añadiendo melaza y leche y, sí, un par de salchichas. Ésa era una de las ventajas de entrenar de buena mañana: aún no se había terminado la carne.
Llevó la bandeja hasta la mesa larga, se sentó y comenzó a engullir las gachas. Era una mala manera de comenzar el día, pero se negaba a que quedara una sola cucharada en el cuenco cuando sonara la campana de la primera hora de clase.
Aquel trimestre estaba matriculada a un seminario sobre Historia de la Guerra en los Siete Reinos; a una clase de economía llena de contables con los dedos manchados de tinta; a un curso de estrategia militar y armamento; y a un intensivo de lengua ardeniense. Además tenía que hacer instrucción a diario con los cadetes de primer grado. Esto último, justo después de desayunar.
—Bueno, Rebecca —dijo Talia, sentándose al lado de Raisa—. ¿Qué me dices, te gusta alguno de éstos? —Señaló con la cuchara a la mesa contigua—. ¿Qué te parece el del final? El pelirrojo. Barrett. Dicen que es un tipo de lo más animado y alegre.
Barrett estaba en su clase de Historia de la Guerra. Raisa lo miró apreciativamente, masticó y tragó.
—No es mi tipo —dijo, negando con la cabeza.
—Pues entonces Sanborn —dijo Talia, señalando a un muchacho fornido de piel morena—. Es de los reinos del sur, We’enhaven, me parece. Dicen que es calmado y formal.
Raisa dio un tremendo bostezo.
—No entiendo cómo te quedan energías para romances.
—Eres demasiado quisquillosa —dijo Talia—. Tampoco es que tengas que casarte con ellos.
—Déjala en paz, Talia —intervino Hallie—. A lo mejor está prendada de alguien de su tierra. Algún joven lord o un rico mercader. Es de alta cuna, ya lo sabes. Quizás apunte más alto que Barrett o Sanborn.
—Eso no impide que pueda tener un novio en la escuela —insistió Talia.
Talia se había impuesto la misión de hacer de celestina. Ella y Pearlie Greenholt, responsable de la armería, estaban locamente enamoradas, y Talia quería compartir su dicha con todo el mundo.
—Ándate con cuidado, Rebecca —aconsejó Hallie—. Talia y Pearlie son lunáticas. No tienen que preocuparse de tener hijos.
El término lunática aludía a las cofrades del Templo de la Luna que había en los Páramos, mujeres que preferían a otras mujeres antes que a los hombres. Talia era cofrade; lo llevaba siendo desde los doce años. Pearlie no lo era oficialmente: era ardeniense.
Hallie se levantó.
—Escucha a Talia y acabarás con un bebé en el vientre.
Se dio unas palmaditas en la barriga para poner más énfasis y regresó a la cola de la comida con la espalda muy tiesa.
Hallie era madre soltera de una hija de dos años, de nombre Asha. Había tenido que dejarla en Fellsmarch con sus padres. Era una chica curtida, poco propensa a cavilaciones románticas. Hallie no tenía de qué preocuparse. Raisa eludió diestramente todas las insinuaciones y proposiciones de Talia. Tampoco era cuestión de decirle que estaba enamorada de su comandante.
Justo lo que le faltaba para sus planes de tantear el terreno antes de casarse.
Raisa apreciaba sinceramente a Hallie y Talia, disfrutaba con su compañía y admiraba sus agallas y determinación. Talia amaba a quien amaba sin preocuparse de que las solteras estuvieran mal vistas en los reinos sureños. Hallie estaba resuelta a proseguir con su educación aunque añoraba terriblemente a su hija.
Habían trabado amistad pese a todos los secretos que las distanciaban.
Tener amigas era algo nuevo para Raisa. En la corte las relaciones eran competitivas, con una peligrosa carga política, y todo el mundo se disputaba los puestos más cercanos a quienes ostentaban el poder. No se podía confiar en nadie, cualquier motivación resultaba sospechosa. Amon había sido su único amigo de verdad, y ahora esa relación cargaba con su propio bagaje.
No era de extrañar que Hanalea se disfrazara para mezclarse con su pueblo. Era el único modo de averiguar cómo era realmente la gente.
La campana que avisaba del comienzo de las clases resonó en el comedor. Raisa llevó su bol y su cuchara al mostrador y enfiló hacia la puerta.
—¡Dale un beso a Pearlie de mi parte! —le gritó Talia mientras salía a la oscuridad otoñal.
Los cadetes ya estaban corriendo dando vueltas a la plaza de armas cuando Raisa llegó. Se quitó la chaqueta y la dejó a un lado, sabiendo que no tardaría en sudar.
Tras media hora de correr, estaba agotaba. Luego hicieron instrucción con armas en grupo. Empuñando varas, cargaban de un lado al otro del campo en una línea de diez en fondo, aullando como almas en pena hasta que Raisa se quedó ronca y los brazos le pesaban tanto que apenas lograba no arrastrar la vara por el suelo.
Así se combatía en la llanura, y a Raisa le resultaba totalmente ajena aquella manera de guerrear. En un paso de montaña no había espacio para que los soldados maniobraran en formación. Los guerreros de los clanes luchaban individualmente o en grupos reducidos, con una táctica que alternaba el ataque y la retirada. Pero esa clase de combate requería guarecerse y en las llanuras no había dónde ocultarse.
El oficial de instrucción finalmente dio el alto y Raisa entregó su vara a Pearlie, que las iba apilando en estantes.
—Talia te manda un beso —dijo Raisa.
Pearlie se puso colorada y sonrió, radiante de placer. Talia era la primera novia de verdad de Pearlie.
« Bah —musitó Raisa, al recoger la chaqueta para dirigirse a los baños—. Amor por todas partes, y ninguno para mí» .
El sol comenzaba a salir mientras cruzaba el patio interior de Casa Wien para la primera clase del día, la Historia de la Guerra, a cargo del maestro Askell.
A Raisa le había sorprendido que el maestro impartiera un curso para novatos. Askell era un profesor muy bueno, apasionado y entendido en la materia, y con una experiencia práctica de la que muchos académicos carecían. Salpicaba las lecciones con ejemplos reales, muchos de ellos de su propio pasado. Había combatido en lugares tan remotos como Carthis, usando toda suerte de tácticas y armamentos.
Raisa había estudiado la historia de los Siete Reinos con sus tutores en el Castillo de Fellsmarch, pero ésta era otra clase de historia, centrada en el arte militar y animada por la diversidad de los estudiantes de su clase. Procedían de todos los rincones de los Siete Reinos, y Raisa no tardó en darse cuenta de que existía más de una verdad acerca del pasado.
Debido a la ausencia de barreras naturales, siempre había habido más intercambios entre Arden, Tamron, We’enhaven y Bruinswallow; e incluso con los reinos isleños. Los reinos sureños compartían costumbres, lenguas, credos… una misma visión general del mundo.
Los Páramos habían quedado aislados, consumidos por sus propios problemas. Como consecuencia de ello, los pueblos de las montañas eran objeto de mucha especulación, fascinación y desinformación.
Lo poco que los llaneros sabían sobre los Páramos les llegaba a través de los mercaderes que bajaban de las montañas a vender artículos metálicos, joyas y otros productos de las tierras altas; y a comprar los alimentos que se cultivaban en los suelos profundos y el clima más benévolo de las llanuras. Los comerciantes de los clanes eran personajes exóticos y románticos que sabían contar cuentos.
Raisa era la única estudiante de los Páramos en la mayoría de sus clases, incluso las militares.
Como de costumbre, Raisa había llegado al aula desde la casa de baños en el último momento y, por consiguiente, se vio obligada a sentarse en la primera fila cuando Askell subió al estrado. Se apresuró a sacar su tintero y papel. Siempre tomaba muchos apuntes en las clases de Askell.
El maestro distribuyó sus notas encima de la mesa y pasó revista a la clase, como solía hacer siempre. Ese día su mirada se demoró en Raisa más de lo normal. Raisa se irguió y le sostuvo la mirada.
—Esta mañana hablaremos del uso de la magia en la guerra —anunció Askell —. De modo que la lección versará sobre los hechiceros de los Páramos y los clanes de las Espíritus, aunque también guarde relación con ciertos elementos de Carthis.
Un murmullo recorrió el aula, como una racha de viento entre los álamos.
Raisa dio un golpecito en el pupitre con su pluma, sorprendida de que el maestro empleara la terminología exacta para aludir a los pueblos de los Páramos que tenían el don. Casi todos los ardenienses se referían a los magos como blasfemos, idólatras y encantadores, y tildaban a los clanes de paganos y salvajes.
Como si le hubiese leído el pensamiento, un cadete novato de Tamron levantó la mano. Era Barrett, el chico que Talia había señalado a la hora del desayuno.
—¿De verdad tenemos que perder tiempo con eso? Ninguno de los presentes usará nunca esas tácticas.
La conducta del cadete daba a entender que Askell había propuesto una lección de conjuros para invocar al demonio o de técnicas de tortura.
Pensándolo bien, el tema de las técnicas de tortura sin duda habría sido mejor recibido.
—Principiante Barrett, ¿debemos suponer que tiene el don de predecir el futuro? —dijo Askell—. ¿Está en condiciones de prometer que ninguno de los presentes usará tácticas mágicas en el futuro, y que tampoco entrará en guerra con alguien que las utilice?
—Por supuesto que no, señor —farfulló Barrett—. Pero parece poco probable que…
—Son las tácticas poco probables las que serán su perdición —interrumpió Askell—. No aquellas para las que esté preparado. Ojalá nuestros enemigos fueran tan cooperadores. —Sus ojos volvieron a pasearse por el aula—. ¿Alguna otra objeción? ¿No? Pues entonces abordemos la curiosa y simbiótica relación entre los clanes de las Espíritus y los hechiceros que los invadieron desde las islas Septentrionales, una relación erizada de conflictos a lo largo de los últimos mil años.
Por una vez, Raisa tenía ventaja sobre sus compañeros de clase. Pero no tardó en darse cuenta de que Askell sabía mucho más que ella sobre el uso de la magia durante las guerras de conquista de los magos, y sobre el que hiciera de ella el rey Demonio en la época del Quebrantamiento. Después de mil años de paz en el norte, no había sido una materia prioritaria en su educación.
Ahora bien, ¿llegaría a serlo en el futuro? ¿Qué ocurriría si estallaba una guerra entre Arden y los Páramos? Raisa echó un vistazo al aula. Más de un tercio de los estudiantes eran ardenienses. ¿Cómo podría utilizar sus bazas fellsianas para repeler una invasión desde el sur?
Un repentino silencio la sacó de su ensoñación. Levantó la vista y vio que todo el mundo la estaba mirando. Incluido Askell.
—Lo…, lo siento, señor. Creo que estaba…, distraída —dijo Raisa, dándose una azotaina mental. Tenía que acostumbrarse a responder a su nombre ficticio.
—Ahora que la primeriza…, ah…, Morley vuelve a estar con nosotros, repetiré la pregunta —dijo Askell—. Alguien ha preguntado si un amuleto cargado de magia por un hechicero puede ser utilizado por cualquier persona, tenga o no el don. Yo, francamente, no lo sé. He pensado que usted quizá sabría contestar a esa pregunta, dado que es norteña.
—Yo…, no lo sé con certeza, pero creo que no —dijo Raisa—. He oído que el poder acumulado en un amuleto sólo puede usarlo el mago que lo ha cargado.
—Gracias, Morley —dijo Askell—. Así pues, hemos visto que las tácticas empleadas por Alger Aguabaja, conocido como el rey Demonio, eran a un tiempo innovadoras y devastadoramente eficaces.
Algunos estudiantes hicieron el signo de Malthus para protegerse contra la magia del demonio.
Askell puso los ojos en blanco.
—Yo no confiaría en san Malthus para protegerme de un ataque mágico — dijo—. Veamos. Algunos eruditos sugieren que Aguabaja quizá viajó a Carthis y se formó con brujos de allí. Yo no he encontrado fuentes primarias que lo corroboren. Lo que sí sabemos es que antes del Quebrantamiento estaba bien acuartelado en Dama Gris con la reina Hanalea y un arsenal de armas. Podría haber rechazado a los ejércitos de los Siete Reinos indefinidamente, pero fue traicionado por alguien de dentro. —Askell levantó la vista de sus notas—. Rodeaos de gente de confianza —dijo—. Si no lo hacéis, todo el armamento y las tácticas del mundo no bastarán para salvaros.
Cuando la clase terminó, Raisa recogió sus apuntes y los metió en el macuto. Luego se fue en busca de Askell, que estaba guardando sus notas.
—Ha sido una clase magnífica, maestro Askell —dijo Raisa, sonriendo—. Gracias. He aprendido muchas cosas. Tenéis un conocimiento asombroso sobre un tema del que apenas se habla en mi tierra.
Askell dejó de apilar papeles y la miró fijamente un momento.
—Gracias, principiante Morley —dijo secamente—. De pronto parece que todo merece la pena.
Raisa lo miró pestañeando.
—Señor —dijo—. ¿He hecho algo malo para que yo no os guste?
Askell suspiró.
—Principiante Morley, no gustar implica cierto grado de interés, cierto compromiso o enfoque, como con un adversario. —Meneó la cabeza—. No. No me desagrada en particular. Pero tampoco me gusta.
Raisa sostuvo la mirada de Askell un prologado momento.
—Gracias, señor —dijo finalmente—. Eso me tranquiliza.
Raisa lo saludó, llevándose el puño al pecho. Dio media vuelta y salió del aula.
Al menos, si alguna vez estallaba una guerra entre Arden y los Páramos, la arrogancia ardeniense obraría en su favor.

La Princesa DesterradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora