Han tomó un atajo por el césped, dirigiéndose a la Calle del Puente. Era martes, el día antes de su clase con la decana Abelard. Había pasado la mitad de la noche en vela por segunda vez consecutiva. Él y Bailarín habían dedicado la tarde a experimentar con un talismán que Bailarín había tallado en una corteza de serbal. Constituía todo un reto fabricar un talismán que no interfiriera con la magia del propio Han mientras lo protegía de la de los demás.
Y ahora llegaba tarde a la reunión con Rebecca.
Las floristas flanqueaban la calle que conducía al puente. Eso era algo que abundaba más en Vado de Oden que en casa: las flores. Cultivaban pensamientos todo el invierno, los escarlatas que llamaban sangre de Hanalea, estrellas blancas del solsticio, cactus de flor de toda clase procedentes de We’enhaven, magnolias de grandes pétalos con forma de plato en los que se podría comer, orquídeas de todos los colores y tamaños. Y ahora tulipanes, narcisos y lirios.
A Rebecca le encantaban las flores. Decía que añoraba las de su jardín.
Llevado por un impulso, Han se detuvo un momento para comprar un ramo a una florista.
Cuando entró en La Tortuga y el Pez, la sala común estaba llena a medias de cadetes, pero Hallie y Talia no se encontraban allí. Han saludó con una inclinación de cabeza a Linc, el camarero, pasó de largo la barra y subió la escalera hasta la segunda planta.
Justo cuando apoyaba la mano en el pomo, la puerta se abrió de golpe y Rebecca se plantó ante él, con el macuto en bandolera y las mejillas rojas de ira, obviamente dispuesta a marcharse.
—¡Caramba! —dijo, mirándolo de arriba abajo—. Nada más y nada menos que Han Alister. —Hizo una pausa que no presagiaba nada bueno—. El tardío Han Alister.
Había un matiz desgarrado en su voz, una vibración exaltada que Han no le había oído hasta entonces. Aristócrata o no, podía darle un rapapolvo mejor que cualquier chica que hubiese conocido antes.
Buscó algo apropiado que decir.
—Rebecca, escucha. Sé que llego tarde. Lo siento. He estado…, trabajando en un proyecto…, y he perdido la noción del tiempo.
—Te lo advertí —le espetó Raisa—. ¿Crees que las reglas han cambiado porque nos hayamos besado?
—Mañana me reuniré con la decana —dijo Han—. Estaba preparando la reunión. —Hizo una pausa y, al ver que Raisa no decía nada, agregó—: Perdóname, por favor. No volverá a ocurrir.
—Eso fue lo que dijiste la última vez. —Lo fulminó con la mirada—. Eras tú quien quería clases particulares. ¿Piensas que no tengo nada mejor que hacer?
Eres muy libre de derrochar tu tiempo pero en lo que concierne al mío… —Es muy valioso. Lo entiendo.
Normalmente podía encandilarla y engatusarla para levantarle el ánimo pero ese día estaba de un humor de perros; tensa, irritable y desmoralizada.
Acordándose de las flores con retraso, las sacó de debajo de la capa y se las ofreció. Lirios y sangre de Hanalea atados con una cinta.
—Toma. Dijiste que te gustaban las flores.
Raisa miró estupefacta las flores y luego levantó la cara como si Han se hubiese convertido en otra persona.
—¿Otro regalo?
Bien, había que admitir que Han no era muy dado a hacer regalos y comprar flores. Nunca había tenido necesidad de hacerlo.
—Para compensarte por el tiempo perdido —dijo—. Y, si te soy sincero, el último regalo fue para mí tanto como para ti.
Raisa cogió las flores a regañadientes y las olió.
—Gracias.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Han, aprovechando la tregua en las hostilidades para abrir la puerta.
Raisa dejó que la hiciera pasar de nuevo al interior.
—Lo malo es que llegas tarde —dijo.
—Te invitaré a cenar cuando hayamos terminado —propuso Han—. Donde tú elijas.
Raisa soltó el macuto encima de una silla y se sentó a la mesa en la que solían trabajar.
—Ya veremos. Primero quiero ver pruebas de que has leído el capítulo doce.
Por suerte, Han en efecto había leído el capítulo doce, que trataba sobre el protocolo en la corte de los Páramos y que resultaba tan interesante como leer un informe sobre las cosechas. No obstante, de un modo u otro, cuando Rebecca hablaba de ello, cobraba vida. A Han le asombraba que conociera tan bien la historia y los entresijos de la corte de la Marca de los Páramos. Lo interrogó sobre las funciones del Consejo de Nobles, el Consejo de Magos y del Senescal.
Algunos aspectos tuvo que explicarlos ella porque no estaban recogidos en los libros de Han. Faulk tendía a centrarse demasiado en la familia real.
—¿Qué diferencia hay entre la Asamblea de Magos y el Consejo de Magos?
—preguntó Han—. Por ejemplo, ¿cómo se eligen los miembros del Consejo?
Rebecca se apoyó en el respaldo, entornando los ojos, como si se preguntara qué se proponía hacer Han con aquella información.
—La Asamblea la constituyen todos los ciudadanos que poseen el don y que figuran en el registro de Dama Gris. En realidad todo el poder lo ostenta el Consejo. A las grandes casas de magos les fue conferido un escaño en el Consejo de Magos en tiempos anteriores al Quebrantamiento —explicó Raisa—. El primogénito que tiene el don, sea hombre o mujer, reemplaza a su padre a no ser que renuncie. Además hay un escaño que vota la Asamblea y un miembro elegido por la reina. El Consejo elije al Gran Mago entre quienes lo forman.
—Si la reina muere, ¿el Gran Mago conserva el cargo? —preguntó Han.
—No —contestó Rebecca—. Cada Gran Mago está ligado a una reina en concreto, de modo que cuando la princesa heredera es coronada reina, se nombra a un nuevo Gran Mago.
—Entonces no es un cargo hereditario —observó Han—. Cualquier mago puede ocuparlo, ¿no es así?
—Bueno, teóricamente, sí —dijo Rebecca—. Pero casi todos, si no todos los Grandes Magos, han salido de las casas de magos con escaño propio.
—Que son…
Daba la impresión de que Han cada día era más consciente de lo poco que sabía y de lo mucho que necesitaba saber.
—Los Bayar, los Mathis, los Abelard, los Gryphon —dijo Raisa con vaguedad —. Y algunas más.
—¿Qué impide que el Gran Mago domine a la reina? —preguntó Han—. Con magia, quiero decir.
Rebecca levantó la cabeza bruscamente y lo miró de hito en hito.
—¿Por qué lo preguntas?
Han se encogió de hombros.
—Bueno, es lógico que podría ser un problema. ¿No fue lo que ocurrió después de la invasión?
Raisa se humedeció los labios.
—Se supone que el Vínculo lo impide.
—¿Qué quieres decir con lo de « se supone» ? —dijo Han, tras captar una inflexión extraña en su voz.
Rebecca apartó la mirada.
—El Vínculo controla al Gran Mago —dijo, asintiendo como para convencerse a sí misma—. Los oradores celebran una ceremonia que vincula al Gran Mago tanto con la voluntad de la reina como con el bien del reino.
Han dio unos golpecitos a la cubierta de su libro.
—Aquí dice que el Gran Mago sirve a la reina como consejero sobre asuntos mágicos, que la representa en el Consejo de Magos y que utiliza la magia para proteger el ejército, el reino y el trono.
Rebecca asintió, encorvando un poco los hombros, y la cortina de su melena le ocultó el rostro.
—Así es.
—Pero no ostenta el mando —dijo Han—. El mando lo ostenta la reina, ¿correcto?
Rebecca asintió.
—La reina gobierna sola. Las reinas de los Páramos tienen prohibido casarse con magos, e incluso el hombre con quien se casan sólo adquiere el título de consorte.
—Pero antes hubo reyes que eran magos —insistió Han—. ¿Verdad?
—Verdad —dijo Rebecca—. Pero no los ha habido desde el
Quebrantamiento. Después de que casi destruyeran el mundo, decidieron que era una mala idea. —Hizo ademán de coger el libro de Han, como si tuviera ganas de cambiar de tema—. No sabía que te interesara tanto la política. Bien, ahora repasemos las reglas que atañen a la sucesión real y los logros de algunas reinas en concreto.
—¿Cómo puedes recordar todos esos nombres? —preguntó Han.
—Mi familia lleva varias generaciones en la corte, como bien sabes —dijo Rebecca—. Algo tienes que absorber. Habrás oído esas canciones que nombran a las reinas Lobo Gris por orden de sucesión, ¿no?
En realidad, Han conocía algunas canciones de taberna que mencionaban a las reinas, pero no eran apropiadas para los oídos de una aristócrata.
—No tengo que aprenderlos de memoria, ¿verdad? —preguntó—. Preferiría saltarme todo esto. Si quieres que te diga la verdad, me importan un comino las reinas.
Rebecca arrugó el semblante como si le hubiese dado una bofetada.
—De acuerdo, pero yo creía…
—Las reinas, la nobleza, toda esa chusma, no son más que sanguijuelas que chupan la sangre de la gente común. Les trae sin cuidado lo que ocurre en las calles.
—No sabes lo que dices —protestó Rebecca, sonrojándose—. No sabes nada sobre la reina Marianna y lo que ella…
—Tú eres la que no se entera de nada —replicó Han—. Perdona si me pongo cínico, pero yo sí que sé cómo tratan a la gente fuera del recinto del castillo.
—¿Qué te hace pensarlo? —dijo Rebecca, levantando la voz—. Yo estaba en la Cárcel Militar de Puente del Sur, ¿recuerdas? Vi la paliza que te dieron. Vi lo que les sucedió a tus amigos. Pero no tienes derecho a pensar que la reina tuviera…
Han la interrumpió sin miramientos.
—La reina ha tenido mucho que ver con todas las cosas malas que me han ocurrido este último año.
Raisa se quedó inmóvil, con los ojos verdes clavados en el rostro de Han, por una vez enmudecida.
« ¿Por qué le estás contando esto, Alister? —pensó Han—. Cierra el pico. No toca decir esto después de las flores» . Pero abrió la boca y la historia le salió a borbotones.
—Mi madre, mi hermana pequeña y yo vivíamos encima de un establo en el Mercado de los Harapos —dijo—. Mi madre hacía la colada para la reina hasta que la despidieron por estropearle un vestido. Yo había dejado de robar, de manera que no teníamos un centavo. Eso sólo fue el comienzo.
Rebecca se inclinó hacia delante, entrelazando los dedos.
—No sabía que tu madre trabajara para la reina —dijo—. Tal vez…, tal vez haya algún modo de reincorporarla. Yo… conozco a algunas personas y… Han negó con la cabeza.
—No intentes arreglarlo. Esto no tiene arreglo. Limítate a escucharme. La reina es responsable de las obras públicas, ¿verdad? Del suministro de agua y cosas por el estilo. Bien, pues los pozos del Mercado de los Harapos se echaron a perder y mi hermana, Mari, cogió la fiebre. Mientras yo estaba fuera intentando reunir el dinero necesario para comprarle medicinas, los chaquetas azules fueron a buscarme a mi casa, pensando que yo sabía cómo habían muerto los sureños.
Al no encontrarme, prendieron fuego al establo con ellas dentro.
—¿Qué? —susurró Rebecca, pálida como la nieve.
—Las quemaron vivas, Rebecca —dijo Han, en voz grave y furibunda—. Y lo hicieron los chaquetas azules, obedeciendo órdenes de la reina. Mari tenía siete años, ¿sabes?
Rebecca lo miraba fijamente, negando con la cabeza.
—Oh, no —susurró—. ¡No! No puede ser verdad.
Sus labios siguieron formando la palabra « no» incluso cuando dejó de pronunciarla.
—Has dicho que la reina está al mando. —Han sabía que debía parar, pero hacía tanto tiempo que tenía todo aquello metido en el corazón que fue como si se hubiera abierto una esclusa—. Después de eso, alguien regresó y mató a los harapientos y a los sureños. Algunos también eran críos. Los que tú salvaste de la Cárcel Militar de Puente del Sur… están todos muertos.
Los ojos de Rebecca se arrasaron en lágrimas.
—Entonces…, Sarie, Velvet y Flinn están…
—Todos muertos, que yo sepa —dijo Han—. Gata fue la única que escapó.
—¿Todo eso por nada? —dijo Rebecca con voz temblorosa—. ¿Por qué no me
lo habías contado? Lo de tu familia y…, y todo lo demás.
—No me preguntaste nada —respondió Han—. Cada día muere gente en el Mercado de los Harapos y Puente del Sur. Ellos no cuentan en el mundo de la aristocracia. Sólo son una historia triste más.
—Pero…, es que no todos somos así —dijo Rebecca, mordiéndose el labio.
—Claro que no. —Han dio un resoplido—. Su maldita Alteza la princesa heredera nos tira su calderilla y se supone que tenemos que arrodillarnos y darle las gracias.
—Eso no es lo que quiere —susurró Rebecca afligida—. No busca gratitud. Ella sólo…
—Naturalmente, la defenderás —dijo Han—. Los de sangre azul siempre os mantenéis unidos.
Esta vez Rebecca no intentó contestar. Se quedó sentada, dando vueltas al anillo de oro que llevaba en el dedo índice, con la mirada al frente y el rostro pálido como el papel de un escriba.
A medida que el silencio fue creciendo, la culpabilidad se adueñó de Han. Por supuesto que los defendería. Se había criado en la corte y sus amigos eran aristócratas.
—Oye, lo siento —dijo Han—. No quería meterme contigo. Quizá seas aristócrata pero no tienes la culpa de lo que sucedió.
Le estrechó las manos. Nada de lo que dijo consiguió que ella se sintiera mejor.
No era culpa de Rebecca que su vida fuese un desastre. Estaba buscando la manera de decírselo cuando corrió la silla bruscamente, casi volcándola, y se levantó.
—Tengo que irme. —Recogió su macuto de un tirón—. Te ruego que aceptes mis… sinceras… condolencias por la pérdida de tu familia —dijo con voz entrecortada—. Lo siento… muchísimo.
Se abalanzó hacia la puerta como si la persiguieran mil demonios, olvidándose las flores. Han la oyó bajar la escalera pisando fuerte. Luego nada.
Se quedó quieto un momento.
—Rebecca —gritó—. ¡Espera!
Juntó sus libros y papeles, los metió en su morral y se precipitó escaleras abajo.
Cuando llegó a la sala común, Rebecca ya se había marchado. Los parroquianos miraron a Han con ávido interés. Salió corriendo a la Calle del Puente, miró en ambas direcciones y la vio, con la cabeza gacha, dirigiéndose a grandes zancadas hacia Casa Wien y su residencia.
Corrió detrás de ella, esquivando estudiantes y docentes que paseaban por la calle disfrutando del templado clima primaveral.
Sus piernas largas resultaron una ventaja; eso y el hecho de que Rebecca estuviera llorando a moco tendido y seguramente no viera por dónde iba. La alcanzó y le agarró el brazo.
—Rebecca, por favor, por favor, no salgas corriendo —dijo Han—. Perdóname. No tendría que haber dicho las cosas que he dicho.
Rebecca negó con la cabeza, apretando los ojos como si así pudiera hacerlo desaparecer. Del rabillo de los ojos le brotaban lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
—Déjame en paz. Me voy a mi habitación.
Pero no dio ni un paso, quedándose en medio de la calle, con los puños cerrados, mientras la muchedumbre pasaba por ambos lados de ella, mirándola y dándose codazos.
—Vamos —dijo Han, rodeándola con un brazo y dirigiéndola de regreso al puente. Miró un letrero que colgaba encima de un umbral: El Estudiante y el Sabueso—. Entremos aquí.
Rebecca no dijo que sí ni que no, de modo que la hizo pasar al cálido y luminoso interior. El local estaba atestado, pero Han vio que dos estudiantes con cara de sueño dejaban libre una mesa del rincón. Se abrió paso entre los clientes que estaban de pie y la reclamó, mirando fijamente a un cadete grandote con la toga salpicada de cerveza que se tambaleaba hacia el rincón.
—La chica necesita sentarse —dijo Han—. Atrás.
El cadete se retiró, lanzándole miradas de odio. Han acomodó a Rebecca en una silla de cara al rincón para que su rostro lloroso fuera menos visible. Él se sentó de cara a la sala, en su posición habitual, e hizo una seña a la camarera. Levantó dos dedos y se dio unas palmadas en el vientre. La muchacha asintió, dirigiéndose de inmediato a la cocina.
Han volvió a mirar a Rebecca, que se había transformado por completo. Se había enjugado las lágrimas y ya no jadeaba al respirar. Incluso el pelo se veía más ordenado. Las mejillas y la punta de la nariz todavía estaban rojas pero, de no ser así, Han nunca hubiese sabido que había estado llorando. Había recurrido a su corazón de acero para recobrar la compostura y adoptar una expresión que ocultara el sufrimiento que anidaba en su fuero interno.
« La chica es fuerte, para ser aristócrata —pensó Han—. Quizá lo bastante fuerte para estar conmigo. Pero algo la reconcome. ¿Debería preocuparme que sea tan buena guardando secretos?»
—Lo siento —dijo Rebecca—. No quería desmoronarme de esta manera. Es sólo que… ya tengo muchas cosas en la cabeza…, y cuando… me he enterado de lo de tu familia y…, y los harapientos, he tenido la sensación de que todo lo que he hecho, o he intentado hacer, ha sido una pérdida de tiempo.
—A mí también me supera —dijo Han—. Es como que te atropelle un carretón.
—¿Cómo puedes soportarlo? —preguntó Rebecca, estudiándole el semblante como si realmente quisiera saberlo.
—No tengo elección —contestó Han, encogiendo los hombros y pensando que, en cierto modo, le hacía bien compartir el secreto que lo carcomía. Era como reventar un forúnculo; aliviaba el dolor y la presión—. Pero no voy a achicarme. Por eso he venido aquí. Para la próxima vez.
Rebecca frunció el ceño y se mordió el labio.
—¿Qué te…?
Dio un respingo y levantó la vista cuando la camarera dejó las jarras de sidra encima de la mesa, junto con dos humeantes cuencos de estofado.
—Espero que te apetezca el estofado —dijo Han—. No he comido nada en todo el día.
—Me parece estupendo. Yo tampoco he comido.
Bajó la vista al plato pero no hizo ademán de probar un bocado.
Con la intención de predicar con el ejemplo, Han tomó unas cucharadas de estofado.
—Está bueno —dijo, con la boca llena—. Perdón —agregó, limpiándose la boca con la servilleta. A veces, cuando estaba cansado, simplemente no podía interpretar el papel de aristócrata—. No puedo obligarte, Rebecca, pero seguro que te encontrarás mejor si comes.
Rebecca asintió mecánicamente y tomó un bocado, y luego otro. Una vez que empezó, se terminó todo el plato, acompañándolo de sidra hasta que ésta también se terminó.
—Has dicho que tenías cosas en mente —dijo Han una vez que Rebecca había dejado la cuchara en el cuenco—. ¿Qué está pasando?
Rebecca se frotó las sienes con las yemas de los dedos.
—No sé qué tengo que hacer. Tengo la impresión de que debería regresar a casa. Mi madre… me necesita.
—¿Por qué? ¿Está enferma? —preguntó Han, pidiendo más sidra.
—Bueno —dijo Rebecca—, no exactamente. Pero no es ella misma. E incluso si es ella misma, está…
Se calló, como si de repente se hubiese dado cuenta de que había hablado demasiado.
—O sea que te ha pedido que regreses a casa.
—No —dijo Rebecca—. Me dijo que me mantuviera a distancia. Pero es posible que no piense con claridad. Y quizá no sea lo que más me conviene.
—Vaya —dijo Han—. Apenas sé nada sobre tu familia pero estar aquí, en Vado de Oden, es una oportunidad fantástica para ti, ¿no?
Rebecca asintió, apartando su jarra vacía y acercándose la llena de Han.
« Más te vale tomarlo con calma —pensó Han—. La sidra no es una bebida fuerte pero tú eres menuda» .
—¿No hay nadie más con quien puedas hablar para averiguar lo que está sucediendo? —preguntó Han—. ¿Qué hay de tu padre?
—Verás, él y mi madre no siempre se llevan muy bien —dijo Rebecca—. Y además viaja mucho por trabajo.
—¿Hermanos y hermanas?
—Tengo una hermana —dijo Rebecca—, pero me parece que puede ser parte del problema. —Hizo una pausa—. Lo que me da miedo de no regresar enseguida es que podría perderlo todo.
Han frunció el ceño, un tanto confundido. Entonces cayó en la cuenta. Las familias como la de Rebecca tenían legados.
—¿Quieres decir que pueden dejarte de lado? ¿Desheredarte?
Rebecca asintió.
—Tal vez. En cualquier caso es posible.
El instinto de Han le dijo que Rebecca no se lo estaba contando todo. Era como mirar por el ojo de la cerradura una habitación en la que querías entrar. Podías ver parte de lo que ocurría dentro, pero quizás hubiese una sorpresa desagradable aguardándote en la parte de la habitación que no alcanzabas a ver.
—No sé qué consejo puedo darte —dijo Han—. Y tampoco sé qué es lo que te arriesgas a perder. —Alargó el brazo y le acarició un mechón de pelo—. Si no sabes lo que quiere tu madre, deberías pensar en lo que quieres tú y en la mejor manera de ir a por ello, tanto si tienes que quedarte aquí o regresar y arreglar las cosas con tu madre.
El semblante de Rebecca se ensombreció otra vez.
—No se trata de lo que yo quiera —replicó—. Hay un montón de personas que dependen de mí.
—¿Por qué no puede tratarse de lo que tú quieras algunas veces, al menos? — dijo Han, estrechándole una mano—. Sólo tienes que reclamarlo. He aprendido que en la vida nadie te regala nada. Sólo obtienes lo que persigues.
Rebecca bajó la vista a sus manos entrelazadas.
—No sé en quién confiar —susurró.
—Confía en mí —dijo Han, que se inclinó sobre la mesa y la besó.
Lo cierto era que deseaba que Rebecca se quedara en Vado de Oden, y no sólo porque le estuviera enseñando cosas que no podría aprender con nadie más.
Rebecca era irritable y orgullosa, estaba acostumbrada a dar órdenes a diestro y siniestro y a salirse con la suya. Era inteligente y dogmática y podía tener mucha labia. Pero tenía un corazón de oro; cruzaba la calle para darle una moneda a un mendigo, y en una pelea siempre defendía al más desvalido. Había llorado por su madre y por Mari aunque ni siquiera las había conocido.
Era muy exigente, pero aún exigía más de sí misma.
Han todavía le estrechaba una mano entre las suyas. Las manos de Rebecca eran bastante pequeñas pero callosas. Manos que no temían trabajar duro. Llevaba un anillo de oro en el dedo índice, grabado con unos lobos que se perseguían.
Han quería ver una de aquellas sonrisas que le iluminaban el semblante. Quería verla contenta otra vez. Quería ser él quien la hiciera feliz.
Deseaba a Rebecca Morley en todos los sentidos. Llevaba meses viviendo como un monje.
Al final, acompañó a Rebecca hasta Grindell Hall. Estaba muerta de sueño y daba algún que otro traspié, de modo que esta vez se aseguró de que llegara sana y salva.
Aún faltaba bastante para el toque de queda cuando llegaron a su residencia. Han tenía intención de dejar a Rebecca y despedirse en la puerta, pero la sala común estaba vacía.
—¿Dónde está vuestro prefecto? —preguntó. Si apareciera en Hampton llevando a una chica del brazo, Blevins ya les estaría dando la lata.
—No tenemos —masculló Rebecca, bostezando—. Sólo a Amon. Quiero decir el comandante Byrne.
—¿Y él dónde está?
Rebecca se frotó las sienes con el pulpejo de las manos.
—Seguramente ya se habrá acostado. O en la Escuela del Templo, visitando a Annamaya —dijo sin la menor emoción.
La residencia tenía un aspecto marcadamente militar. Para empezar, estaba mucho más ordenada que Hampton Hall.
—¿Quién más vive aquí? —preguntó Han.
—El resto de mi compañía —dijo Rebecca. Lo agarró de la mano y tiró de él hacia la escalera—. ¿Subes conmigo?
Han titubeó, si bien el corazón le decía a gritos que sí.
—¿Estás segura? No quiero causarte problemas.
—No pasa nada —dijo Rebecca, ruborizándose un poco—. Comparto habitación con Hallie y Talia. Talia se alegrará de verte; ya sabes que ha estado ejerciendo de casamentera. Hallie acaba de regresar de los Páramos. Si está despierta, puede darnos noticias de casa.
« Hombre —pensó Han—, desde luego me interesa tener noticias» .
Subieron por la angosta escalera, todavía cogidos de la mano, dejando atrás los ronquidos que sonaban en el segundo piso, hasta que llegaron al rellano del tercero.
Allí había una pequeña sala de estar con unas cuantas sillas en torno a una chimenea. Una arcada daba a una habitación adyacente. Era la clase de sitio que debería ocupar un comandante. O el prefecto.
—Esto hace que uno se avergüence de Hampton —dijo Han, mirando a su alrededor.
Rebecca se rió.
—Se supone que es para el prefecto. Hay tres mujeres cadete en Grindell, de modo que lo compartimos.
Abrió la puerta del dormitorio, llamando:
—¿Hallie? ¿Talia?
Han esperaba que no estuvieran durmiendo. Esperaba que no estuvieran y punto. Rebecca le hizo pasar.
—No están aquí.
Han titubeó en el umbral, mirando la habitación. Había tres camas individuales alineadas contra la pared, las tres hechas con precisión militar, cada una con un baúl a los pies. Tres escritorios estaban apretujados debajo de la ventana para aprovechar la luz natural.
El macuto de Rebecca estaba encima de uno de ellos, con el recado de escribir al lado y la caja de música centrada en un sitio de honor sobre el cartapacio.
—Esto es muy elegante —dijo Han. Para que luego dijeran que la vida en el ejército era dura.
El pañuelo púrpura de Rebecca colgaba de un perchero junto a la puerta. Colgó su bolsa en otro gancho y tendió la mano para que Han le pasara la suya.
—¿Seguro que no tendría que largarme? —dijo Han, entregándosela—. Ya es casi la hora del toque de queda.
¿Qué diablos le pasaba? Él nunca se comportaba tan bien.
Rebecca se sentó en su cama, casi rebotando en el cobertor. Dio unas palmadas a su lado. Han se sentó junto a ella y la abrazó. La besó y ella se apartó sorprendida, apretándose los labios con los dedos y con los ojos muy abiertos.
—Tus labios parecen muy… potentes esta noche.
—Perdona —dijo Han. Agarró el amuleto y dejó que absorbiera poder—. Probemos otra vez.
Con mucha cautela, puso sus labios sobre los de ella, con los ojos abiertos para ver su reacción.
—Eso está mejor —dijo Rebecca, rodeándole el cuello con los brazos. Se dejó caer de espaldas, tirando de él y arrimándosele de un modo que hizo que el corazón de Han se pusiera al galope. Volvió a besarla y luego comenzó a desabrocharle los botones de la guerrera del uniforme. El ejército tenía una afición desmedida por los botones.
—¿Sabes una cosa? Ninguna chica me había dicho esto hasta hoy —murmuró Han, quitándole la guerrera y lanzándola al suelo—. Lo de que mis labios son potentes.
—Se lo digo a todos los magos a los que beso —repuso Rebecca—. Creo que deberías saberlo.
—Ya veo —dijo Han, haciendo un esfuerzo por no preguntarse a qué magos habría besado. « A Micah Bayar seguro que no —pensó—. Que no sea a Micah Bayar» .
—¿Cómo es? —preguntó Han.
—¿Qué quieres decir? —respondió Rebecca escrutándolo recelosa.
—Que te bese un mago.
—¿Por qué? ¿A ti no te han besado? —preguntó, mostrándose sorprendida.
Estaba Fiona. Han apartó aquel recuerdo de su mente.
—Me refiero a que te bese un mago cuando tú no lo eres.
—Hummm. —Rebecca arrugó el semblante, pensativa—. Es como una especie de calor que te baja por la garganta, como un trago de coñac.
Han se apretó la boca con la mano.
—¿Como coñac? ¿En serio?
—Y a veces se te sube a la cabeza y… —Rebecca se calló y entornó los ojos —. Por la sangre del demonio —gruñó, recomponiendo la blusa—. Te estás burlando de mí.
—No, no —dijo Han, desternillándose—. Quiero saberlo. Es fascinante.
Rebecca agarró la almohada y se puso a pegarle. Lo que siguió fue un combate de lucha libre en toda regla que deshizo la cama y que casi fue la perdición de Han en varias ocasiones. Terminaron entrelazados, sofocados y riendo.
Tomándola con una mano por la nuca y otra en la cadera, Han volvió a besarla, despacio y sin prisas. Hacía mucho tiempo que no besaba así a nadie y no sabía cuándo tendría ocasión de volver a hacerlo.
Le dio besitos a lo largo de la mandíbula, le apartó la blusa de los hombros y besó su piel desnuda, poniéndole la carne de gallina. Rebecca llevaba una camisola de seda debajo de la blusa. Han no pudo evitar fijarse en la pequeña rosa tatuada encima del pecho izquierdo.
Se apartó un momento, intentando respirar más despacio, controlar el martilleo de los latidos de su corazón. « Tranquilo, Alister…, que tú estés ansioso no significa que ella también lo esté» , se dijo.
—Rebecca —dijo Han, apoyando la frente en la de ella—, ¿podemos cerrar la puerta? Como he dicho, cuando pospongo las cosas, acaban por desaparecer.
—Ya lo sé —dijo Rebecca—. Pero yo…, bastante complicadas son las cosas ya. No estoy tomando hierba doncella y aquí no sé dónde conseguirla. Y Hallie y Talia pueden regresar en cualquier momento.
Como desmintiendo sus palabras, alargó la mano y le desabrochó el cuello de la camisa, deslizó la mano dentro y le acarició la piel. Al cabo de nada estaba toqueteando el amuleto.
—Esto es precioso —susurró, con la pieza encendida en su mano. Ardía con una luz verdosa que hacía que sus dedos parecieran traslúcidos—. No me había fijado…
—¡Rebecca! —exclamó Han angustiado, cogiéndole la mano—. ¿Te ha quemado o…?
Rebecca negó con la cabeza.
—Ni siquiera me ha dolido. Yo sólo…
Oyeron un retumbar de pasos en la escalera. La puerta se abrió de golpe y el cabo Amon Byrne se plantó en el umbral, sin camisa, respirando pesadamente, espada en mano.
—¡Por la sangre del demonio! —renegó Han, poniéndose de pie de un salto.
—¡Apártate de ella! —gritó Byrne, avanzando espada en mano.
Han retrocedió. Byrne se hallaba entre él y la puerta, pero la ventana la tenía detrás.
—Rebecca, ¿estás bien? —preguntó Byrne, que siguió avanzando hasta situarse entre Han y Rebecca.
—Estoy perfectamente, Amon —dijo Rebecca, mirando a uno y a otro—.
Escucha, todo esto es… —¿Qué sucede, señor?
Otros tres cadetes despeinados se asomaron al umbral. Cuando vieron que Amon había desenvainado la espada y mantenía a raya a Han, se apelotonaron para cruzar la puerta como cerdos en una pocilga.
—Llevad a Morley abajo y escondedla en un lugar seguro —ordenó Byrne, sin apartar los ojos de Han—. Y buscadle una blusa.
—¡Comandante Byrne! —gritó Rebecca, de pie con su camisola como si fuese el general de todos los ejércitos—. ¡Pare de una vez! Han Alister es mi invitado.
Han no sabía casi nada sobre el ejército, pero algo le decía que los cadetes no estaban autorizados a gritar a sus comandantes. Y mucho menos a darles órdenes.
Byrne apartó la vista de Han un momento para mirar a Rebecca. Por un momento pareció desconcertarse, pero acto seguido recobró su resolución.
—Cadete Morley, sabe de sobras que después del toque de queda no se admiten visitas en Grindell Hall. Le ordeno que baje de inmediato a la sala común y que aguarde allí las medidas disciplinarias mientras yo me encargo de su invitado.
A Han no le satisfacían demasiado las probabilidades que tenía de salir airoso de un enfrentamiento con el cabo Byrne.
—Todo va bien, cabo Byrne —dijo—. No es preciso que se encargue de mí.
Ha sido un placer volver a verlo, pero yo ya me iba.
—Han —dijo Rebecca—. ¡Espera! No tienes que marcharte.
—Yo siempre obedezco al hombre que empuña la espada —dijo Han.
Para entonces ya tocaba el marco de la ventana con la espalda. Dio media vuelta y abrió los postigos. Se agarró al dintel, sacó las piernas por la abertura y rezó para que hubiera un aguilón debajo. Miró hacia abajo, vio el tejado picudo del piso inferior y se soltó.
Aterrizó con poco garbo, torciéndose un tobillo y pelándose las manos. Al menos no había atravesado el tejado.
—¡Nos vemos el jueves! —gritó Rebecca por la ventana. La capa de Han cayó sobre las tejas junto a sus pies.
Envolviéndose con ella, Han se batió en retirada, renqueando por el tejado hasta una de las galerías. En lo alto oyó cómo se cerraban los postigos de golpe.
La mente le iba más deprisa de lo que él avanzaba a pie.
Allí había algo más que la preocupación del comandante por el toque de queda o por la virtud de sus cadetes. ¿Acaso Byrne lo quería todo para él? ¿A Rebecca y Annamaya a la vez?
Byrne no parecía un tipo avaricioso, aunque Han tampoco lo conocía muy bien.
¿Era posible que Rebecca lo hubiese utilizado para poner celoso a Byrne? De ser así, estaba dispuesta a llegar bastante lejos para conseguirlo. Pese a lo cínico y espabilado que era, Han no se lo podía creer.
Se rió, meneando la cabeza. « Pobre Alister. Quizá seas un ladrón, un pendenciero y un bribón. Quizá seas una leyenda viva en el Mercado de los Harapos, pero entre estos aristócratas estás más perdido que un niño en el bosque» .
En resumidas cuentas, aunque hubiesen jugado con él, no tenía motivos de queja. Tampoco era que Rebecca le hubiese prometido nada. Y tampoco le había reclamado nada. Se habían besado. Habían bailado unas cuantas veces. Habían montado una guerra de almohadas.
Aunque lo cierto era que había gozado con aquellos besos. De hecho, quería más. Llevaba consigo el recuerdo de sus caricias. Rebecca lo excitaba más que cualquier otra chica que recordara.
El cabo Byrne había arruinado la velada de Han, pero tenía la impresión de que le devolvería el favor. La idea lo animó.
« ¡Nos vemos el jueves!» , había dicho ella.
« Sólo obtienes lo que persigues» , había dicho él.
En algún lugar cercano, las campanas de un templo dieron las doce.
Había confiado en que el tobillo se le aflojara pero en cambio parecía irse anquilosando mientras renqueaba. Eso dificultaría dejar atrás a los guardias del rector si lo veían. De modo que fue por calles secundarias y oscuras siempre que le fue posible.
Cruzó el puente, evitando a los guardias que buscaban estudiantes rezagados. Mientras se dirigía hacia Hampton notó un hormigueo en la nuca, como si alguien lo estuviera vigilando. En un momento dado se dio media vuelta al oír un paso detrás de él, pero no vio a nadie.
« Seguro que Byrne no enviaría a nadie a vengarse» , pensó Han. No. Byrne era un tipo honorable, lleno de escrúpulos.
Además, quizás él y Rebecca estuvieran atareados besándose y montándoselo. Sintió una punzada de celos.
Cuando Han llegó a Mystwerk Hall decidió no cruzar el patio, donde sería fácil que lo vieran, y se mantuvo pegado al edificio para pasar inadvertido mientras se acercaba a Hampton. Quizá volvería a encaramarse al tejado. Ya había tenido bastante dramatismo aquella noche. No le apetecía nada otro atropello.
Torció por el sendero adoquinado que conducía a los jardines traseros. Había un rincón oculto entre los edificios que ofrecía buen agarre para trepar.
Han encajó una bota en una grieta y se dio impulso hacia arriba, agarrándose a las piedras rugosas de ambos lados. Deseó que el tobillo no le causara problemas durante el ascenso.
En ese instante alguien dijo a sus espaldas:
—No muevas las manos. Tengo un arma y la usaré.
La voz era grave y áspera. Quienquiera que fuese, era lo bastante listo para no tocar a Han, revelando así su posición.
—¿Qué quieres? —preguntó Han, pensando que si la estupidez fuese un crimen sancionado con la pena capital, no tardaría en pagarlo.
—¿Llevas monedero encima?
Han llevaba su monedero encima, pero no quería dárselo.
—Qué va —dijo Han—. Ya es casi el final del trimestre. Estoy sin blanca.
—Farsante.
Un soplo de aire, un escozor en la oreja, y la sangre le goteaba por el cuello. El ladrón le había rajado el lóbulo con una hoja tan afilada que apenas la notó.
—El monedero —repitió el ladrón—. O lo próximo que te corte será una mano.
La voz le temblaba un poco, como si estuviera nervioso. Parecía joven, además. Aquello no resultaba nada tranquilizador. Un ladronzuelo con un arma afilada era muy peligroso. Y Han no podía correr con el tobillo en tan mal estado.
—De acuerdo. Llevo un monedero —admitió Han—. ¿Quieres que lo saque?
No tenía intención de hacer ningún movimiento repentino.
—Dime dónde está —dijo el ladrón.
—Lo llevo en una bolsa atada al cinturón, por dentro de la parte delantera de los bombachos —dijo Han. Era un escondite a prueba de ladrones. Sería difícil que un ratero o un carterista le metieran mano allí sin que él se diera cuenta. Si el ladrón intentaba cogerle la bolsa, quizá le abriría una salida.
Pero el ladronzuelo no lo hizo. Han notó el susurro del acero deslizándose muy cerca y la capa le cayó al suelo, cortada de arriba abajo y de un hombro al otro.
Una buena treta, empezar por quitar de en medio toda aquella tela. Confió en
que el atracador no le cortara también los bombachos.
—¿Qué llevas en el cuello? —preguntó el ladrón.
El amuleto de Han relucía débilmente, iluminando el rincón.
—Nada —dijo Han, agachando la cabeza para ocultarlo—. Una tontería que compré en la calle, para el festival. Da luz.
—A mí me parece caro —dijo el ladronzuelo—. Debe de costar un buen dinero.
—Te lo vendo —dijo Han—. Pagué cinco peniques, te lo vendo por una perra gorda.
« Tienes una pulsión de muerte» , pensó, deseando poder tragarse lo que acababa de decir. El gran mago paladín de los clanes moriría rajado por un ladronzuelo callejero. El asesino caería a manos de un vulgar atracador.
—Sácatelo y tíramelo —dijo el ladronzuelo—. Muévete despacio.
—Oye —dijo Han—. ¿Y si en vez de esto te paso mi monedero? Mi chica me regaló este colgante y me despellejará vivo si lo pierdo.
Si le dejaba bajar las manos hasta los bombachos, podría sacar su puñal.
—Yo sí que te despellejaré vivo si no me lo das ahora mismo —dijo el ladrón. —De acuerdo. Ahora voy a desabrocharlo. Allá voy.
Han bajó los brazos lentamente hasta el cogote e intentó abrir a tientas el cierre de la cadena.
Se preguntó cuánto poder quedaría en el talismán, si distraería al atracador lo suficiente para arriesgarse a arremeter contra él. Había reaccionado al tocarlo Rebecca, por lo menos.
—Sácate la cadena por la cabeza —dijo el ladrón—. No tienes que desabrocharlo.
« ¿Cómo lo sabe?» , pensó Han. A no ser que el verdadero objetivo del asalto fuera apoderarse del talismán. El miedo le recorrió el espinazo.
Han levantó la cadena por encima de la cabeza. Palpó el amuleto y notó que vibraba levemente al tocarlo. Poco con lo que trabajar. Comenzó a volverse.
—No te vuelvas —dijo el ratero bruscamente—. Lánzalo por encima del hombro.
Sí. Había algo que le resultaba familiar en aquella voz.
Han lanzó el amuleto por encima de su hombro izquierdo con la mano derecha. Mientras la pieza volaba junto a su oreja siguió volviéndose, sacándose el puñal del cinto. Tal como había esperado, el ratero se distrajo un momento, siguiendo con la mirada la estrella fugaz del amuleto.
Han se abalanzó contra el atracador, clavándole el hombro con todo su peso detrás. El ladrón se cayó y se golpeó la cabeza contra el muro de piedra. Se desplomó bocabajo sobre los adoquines, con los brazos extendidos, inconsciente.
Han lo miró. Iba todo de negro, con pantalones estrechos negros, botas negras y una chaqueta con capucha que se ceñía a su cuerpo delgado. Vestido como un asesino. Siendo así, ¿por qué no le había cortado el cuello para robarle a su antojo?
Todo había ocurrido casi en silencio. Han recogió su amuleto y se pasó la cadena por la cabeza, sosteniéndola con la mano. Se quedó agazapado, contando con que los cómplices del ladrón aparecieran en cualquier momento.
Pero una única figura se separó de las sombras del lado del edificio y se dirigió hacia él.
—Lárgate —dijo Han, blandiendo el puñal—. O te lo clavo a ti y a tu amigo.
—No la mates —dijo Bailarín, entrando en la parte del sendero hasta donde llegaba la luz' de la calle—. Tenemos que saber por qué lo ha hecho y para quién trabaja.
¿La? Han se desplomó contra el muro, con el puñal colgando y la cabeza dándole vueltas. « Esto es un sueño» , pensó.
Bailarín se arrodilló junto al ladrón y le quitó el puñal. Con delicadeza dio la vuelta al cuerpo.
Era Gata Tyburn.
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La Princesa Desterrada
AdventureObsesionado con la muerte de su madre y de su hermana, Han Alister viaja hacia el sur para comenzar a recibir educación en Casa Mystwerk, en el Vado de Oden. Pero es imposible huir del peligro: los Bayar, la poderosa familia de magos, lo acechan int...