Raisa descubrió que tener amigos tenía una desventaja: siempre intentaban alegrarte cuando lo único que querías era sentir pena de ti misma.
Las semanas posteriores a que Raisa siguiera a Amon a su cita se convirtieron en un vago recuerdo doloroso, y luego comenzaron los exámenes del final del trimestre. Raisa estuvo demasiado atareada para deprimirse, y Hallie y Talia estuvieron demasiado atareadas para darse cuenta. Pero cuando los Lobos Grises terminaron sus exámenes hubo tiempo de sobra para aplastarse. Y para darse cuenta. Comenzaron las fiestas de fin de trimestre, que culminarían con la celebración del solsticio.
Raisa no sabía exactamente qué habían contado Hallie y Talia a los demás, pero las conversaciones solían interrumpirse cuando ella entraba en una habitación. Cada uno intentaba ayudarla a su manera. Garrett se ofreció a compartir con ella la petaca de Whisky que guardaba escondida debajo de una tabla del suelo, y Mick intentó regalarle una silla de montar de los clanes que Raisa siempre había admirado.
Ahora era Raisa quien estaba fuera de Grindell Hall tanto tiempo como podía. Cuando Amon estaba en la residencia se encerraba en su habitación. Si tenían que estar juntos, se mostraba cortés, bien dispuesta y serena.
No estaba enfadada con él, pero no soportaba la sombría expresión de culpabilidad de su rostro, como si deseara decirle algo pero no supiera cómo hacerlo. Y tampoco las elocuentes miradas que cruzaban los demás.
Tal vez sintiera pena de sí misma pero no quería que la compadecieran.
En una ocasión, mientras los demás estaban fuera, Amon llamó a la puerta de su habitación.
—Rai —dijo—. No aguanto más. Sal y habla conmigo.
—Ahora mismo no puedo —contestó Raisa con aplomo—. Estoy estudiando.
—Rai —dijo Amon otra vez, y Raisa supo que estaba apoyando la cabeza contra la puerta—. Por favor. Eres mi mejor amiga.
—Y tú el mío. Pero ahora mismo no puedo atenderte, ¿de acuerdo?
Se le atragantó un sollozo y se quedó sin habla, de modo que permaneció sentada, con los puños apretados, respirando profundamente hasta que Amon se marchó.
La tarde de la víspera del solsticio la sala común rebosaba de conversaciones sobre planes para las fiestas que se celebrarían aquella noche y que culminarían con el castillo de fuegos artificiales. Amon, al parecer, los vería desde el Templo con Annamaya. Daba vueltas por la sala contigua fingiendo no escuchar cómo los demás intentaban convencer a Raisa de que saliera.
—Ven con nosotras —insistió Talia—. Hemos quedado con Pearlie en la Calle del Puente. Cenaremos y cogeremos un buen sitio para verlos fuegos artificiales.
—Has estado trabajando como una esclava todo el trimestre —agregó Hallie —. Mañana me voy a casa, así que será la única ocasión que tendremos de salir juntas.
Hallie era el único Lobo Gris que viajaría a su tierra durante las vacaciones del solsticio. Aunque el viaje de ida y vuelta duraría más que la visita, a ella le merecía la pena con tal de celebrar las fiestas con su hija.
Raisa aguardó a que Talia fuese al lavabo y entonces se llevó a Hallie a un lado.
—Hallie, ¿te importaría llevarte a los Páramos una carta para mi madre? — dijo en voz baja—. Ya casi la tengo escrita, y puedo terminarla y dejarla encima de tu cama para que te la lleves.
—Pues claro —dijo Hallie—. ¿Pero cómo daré con ella? ¿Dónde vive?
—Lord Averill es amigo suyo —dijo Raisa—. Si se la llevas, él se encargará de que la reciba. Y si hay respuesta, me la puedes traer cuando regreses. —Raisa hizo una pausa—. Pero asegúrate de que la entregas a quien corresponde. A nadie más. ¿De acuerdo?
—Entendido —dijo Hallie, asintiendo.
—Y, por favor, no se lo digas a nadie —dijo Raisa. « Sobre todo a Amon» , pensó Raisa.
Hallie se encogió de hombros.
—Dalo por hecho, si es lo quieres. Bueno, ¿y qué hay de la cena? Ya sé que no te gusta ir a las tabernas, pero al fin y al cabo hoy se trata de una fiesta.
Raisa negó con la cabeza.
—Gracias por pedírmelo, pero cenaré en el comedor, leeré un rato y me acostaré temprano. —Bostezó exageradamente—. Si a medianoche todavía estoy despierta saldré al patio a verlos fuegos artificiales.
—Pues entonces nos quedaremos a cenar contigo —dijo Talia—. Te haremos compañía. A lo mejor cambias de idea sobre lo de los fuegos.
—Ni hablar —espetó Raisa—. Estoy bien, de verdad. Os ruego que no cambiéis de planes por mi culpa.
Levantó la vista. Amon estaba en el umbral. Sus ojos grises reflejaban sufrimiento.
Finalmente se marcharon, volviendo la vista atrás varias veces pero sin más intentos por convencerla.
Raisa fue al comedor casi vacío. Por una vez había carne en abundancia y pastelillos de caramelo hilado e incluso galletas del solsticio glaseadas como pequeños soles. Regresó a Grindell y pasó a limpio la carta para la reina Marianna. Después de dejarla encima de la cama de Hallie, puso sus libros sobre la mesa de la sala común y abrió la Historia abreviada de la guerra en los Siete Reinos. Pese al título, tenía ochocientas páginas. Menos mal que no tenía que leer la versión completa.
Seguro que el trimestre siguiente tendría otra vez a Tourant en las clases de exposición oral sobre Historia de la Guerra II. Suponiendo que consiguiera aprobar la primera parte. Le parecía imposible suspender en un tema que le resultaba tan fascinante. Ojalá los exámenes los pusiera el maestro Askell en lugar de Tourant.
Raisa abrió el libro y pronto quedó absorta en la lectura. Varios de los capítulos sobre el uso de la magia en la guerra aludían a Hanalea, que había utilizado una táctica de tres flancos después del Quebrantamiento para luchar contra los piratas, los bandidos y la invasión desde el sur. La reina guerrera había sido una innovadora y había corrido sus riesgos. Su legado todavía perduraba.
¿Qué clase de legado dejaría ella, Raisa? ¿Sólo dolor y decepción?
Raisa se apoyó en el respaldo, frotándose los ojos. La residencia estaba más silenciosa que una tumba. Fuera, las campanas del templo daban la hora. Las nueve en punto.
De repente no soportó la idea de quedarse sola en su habitación la noche más festiva del año; una noche sin toque de queda. « Estamos dando la bienvenida al año nuevo —pensó—. Un tiempo de nuevas oportunidades. Quizás una noche para arriesgarse» .
Decidió que no le haría ningún daño un poco de aire fresco y cogió la capa del perchero de la pared.
Una vez en la calle, Raisa torció hacia el río. Oía la música de la Calle del Puente, donde al cabo de unas horas comenzarían los fuegos artificiales. ¿Tan arriesgado sería ir sólo una vez? Buscaría a Hallie y Talia y brindaría con ellas, al menos. Hacía mucho tiempo que no veía fuegos en el cielo. Y sería una lástima no pasar con Hallie su última noche en la academia.
Mientras se dirigía hacia el río no podía quitarse de encima la sensación de que alguien la observaba. Pero cuando dio media vuelta no vio a nadie. Había un montón de gente en las calles, más atestadas cuanto más se acercaba al río.
La academia había atado ramas verdes alrededor de las farolas y colgado linternas a lo largo de las calles para guiar la luz hacia los Siete Reinos. Los templos estaban vivamente iluminados, engalanados con brillantes guirnaldas y velas para ahuyentar la oscuridad. En el interior, los oradores y los coros cantaban himnos a la Hacedora y bebían cuencos de cerveza especiada, igual que en su tierra. Raisa se fue animando poco a poco.
Mientras se abría paso por las estrechas calles adoquinadas de la ciudad vieja, unos lobos grises la adelantaron al trote, aullando como si quisieran llamarle la atención. Se detuvo y miró en derredor. No vio nada. Procuró calmar su palpitante corazón.
Los lobos a veces significaban un momento crucial. Quizás aquella víspera de solsticio le brindara nuevas oportunidades.
« Se ha terminado el tiempo de hacerte ilusiones» , se dijo a sí misma, procurando no pensar en Amon. No podía casarse con Amon Byrne; ni siquiera estar simplemente con él. Ese camino quedaba cerrado. ¿Qué otro podía tomar?
Podía casarse con alguien de fuera de los Páramos. Liam Tomlin de Tamron había dejado claro que estaba interesado, aunque no sabía con qué propósito. Liam tal vez fuese la mejor opción de matrimonio desde un punto de vista político, pero necesitaba más información para saberlo con certeza.
Nada había de malo en que Liam fuese más joven, más guapo y más atractivo que cualquiera de los demás principitos con los que era más probable que la emparejaran. No lo amaba, pero era infinitamente preferible a Gerard Montaigne, que le provocaba escalofríos.
Podía hacer lo que su madre tenía en mente y casarse con Micah Bayar, matrimonio que sin duda precipitaría una avalancha de consecuencias entre las que posiblemente se contaría una guerra con los clanes. Pero ella era más fuerte que su madre, más obstinada. Las sogas mágicas dispuestas por los oradores quizá la protegerían. Una unión entre la dinastía Lobo Gris y el Consejo de Magos sería poderosa. La Guardia y el ejército permanecerían leales a la reina. Probablemente.
Podía casarse con un miembro de la realeza de los clanes tal como había hecho su madre. Eso complacería a los clanes y enfurecería al Consejo de Magos. Reid Demonai era un pretendiente posible, aunque no faltarían candidatos en cualquiera de los demás campamentos.
Hanalea no se había casado por amor. Nadie sabía nada acerca del consorte con quien se había casado después del Quebrantamiento. Se había concentrado en salvar el reino. Constituía un ejemplo a seguir.
Raisa estaba inmersa en tal maraña de estrategias que faltó poco para que chocara contra una pared de ladrillo. Miró en derredor y se dio cuenta de que apenas se oía la música. Se había extraviado en un laberinto de callejones de ladrillo. Dio media vuelta y comenzó a desandar lo andado pero se encontró con que alguien le cortaba el paso.
—Vaya, mira quién está paseando sola la víspera del solsticio —dijo—.
¿Nadie con quien salir de fiesta?
Era Henri Tourant, borracho como una cuba y apestando a cerveza, vestido con su habitual chabacanería.
Raisa se quedó paralizada un momento, decidiendo qué hacer. Finalmente asintió y le dijo:
—Diplomado Tourant, feliz Año Nuevo. Salga el sol otra vez.
Trató de apartarlo para ir hacia la calle, pero Tourant la agarró del brazo, le dio un tirón hacia él y la empujó contra la pared, apretándole el cuello con un brazo.
—¡Suélteme! —intentó gritarle Raisa, pero la presión sobre la tráquea le impidió imprimir mucho volumen a su voz.
El callejón estaba atestado de lobos grises con el pelo del lomo erizado. Sus aullidos reverberaban contra las paredes de ambos lados.
—A lo mejor te gustaría salir conmigo —dijo Tourant arrastrando las palabras —. Estoy… disponible.
Raisa tiró del brazo de Tourant con ambas manos.
—He dicho que me sueltes.
—Tienes que aprender a guardarte para ti tus opiniones —dijo Tourant—. Me causaste problemas con el maestro Askell y ahora resulta que el próximo trimestre no doy clase.
—Así —dijo Raisa jadeando, cegada por la ira— a lo mejor tendrás ocasión de reflexionar sobre lo cretino que eres.
No fue un paso muy inteligente. El brazo de Tourant le apretó más la garganta, como para cortar el aire que alentaba tales opiniones. A Raisa comenzó a darle vueltas la cabeza.
¿Qué era lo que Amon siempre decía? « Si alguien te agarra en la calle, golpea duro y deprisa porque tal vez no tengas una segunda oportunidad» .
Apoyándose contra los ladrillos, clavó el tacón de su bota con todas sus fuerzas en uno de los ridículos escarpines de terciopelo de Tourant. Se oyó un crujir de huesos.
Tourant dio un alarido y aflojó la presión del brazo lo suficiente para que Raisa pudiera respirar. Acto seguido le estampó la cabeza contra la pared. Raisa vio las estrellas.
—Desprecio a las mujeres norteñas —dijo Tourant, dándole una sacudida—. Sois todas unas rameras. Voy a mostrarte cómo tratamos a las rameras en el sur.
Y aplastó su rostro contra el de Raisa, dándole un beso de borracho, usando su cuerpo para mantenerla erguida contra la pared.
Le sujetó la cara con las dos manos para inmovilizarla. Raisa agarró un dedo rosáceo de la mano derecha de Tourant y lo retorció con saña, rompiéndolo. Tourant chilló y se apartó trastabillando, sujetándose la mano lastimada, y Raisa le asestó una patada en la rótula. Tourant se desmoronó sobre el adoquinado, rodando de un lado al otro, aullando de dolor.
Raisa sabía que había tenido suerte de que la bebida hubiese ralentizado los reflejos de Tourant; sabía que tenía que salir huyendo pero no pudo resistirse. Toda la rabia y la frustración de las últimas semanas salieron a flote. Sacó su puñal y lo apretó contra la garganta de Tourant.
—Cuando te hablaron de las mujeres del norte, ¿mencionaron que llevan puñales? —preguntó.
Tourant no apartaba los ojos de la hoja, bizqueando.
—No —susurró.
—Como me vuelvas a tocar, arrogante cerdo ardeniense, te castro. ¿Lo entiendes?
Tourant asintió con vehemencia. Tenía la frente perlada de sudor. Raisa se apartó de él, dio media vuelta y echó a correr por el callejón hacia la calle.
Había alguien en la entrada del callejón, una figura alta recortada contra la luz de las farolas. A Raisa le dio un vuelco el corazón. ¿Sería uno de los compinches de Tourant que venía a echarle una mano?
—Apártate de mi camino —le advirtió, avanzando a grandes zancadas— o recibirás el mismo trato que él.
—¿Castración incluida? —dijo el desconocido en la lengua de los Páramos—.
Sé que hay ladrones que pierden un guante, pero eso es muy severo.
El miedo devino confusión. Era de los Páramos. No ardeniense.
—¿Perder un guante? —dijo Raisa.
Hizo un gesto como si se cortara la muñeca.
—La peculiar justicia de la reina. Hace que un ladrón no pueda ganarse la vida de otra manera.
Raisa se estremeció. Tenía la impresión de conocerle. Escrutó la oscuridad.
—¿Quién eres?
—Yo nunca contrariaría a una chica norteña. Sé muy bien lo de los cuchillos. —La voz le resultaba familiar pero sus rasgos seguían ocultos en las sombras—. Iba a sacarte a ese cerdo inmundo de encima, Rebecca, pero está visto que no necesitabas mi ayuda.
Raisa aflojó el paso hasta detenerse. El corazón le latía deprisa y con fuerza.
—¿Alister? —susurró. Y luego, en voz más alta—: ¿Alister, eres tú?
—Ven a la luz y juzga por ti misma.
El desconocido retrocedió dos pasos para que la luz de las farolas le alumbrara las facciones.
Raisa salió del callejón, levantó la vista y miró un par de ojos azules que creía que no volvería a ver nunca más. El corazón estuvo a punto de estallarle y se esforzó por respirar, por hacer pasar el aire a través del nudo que se le había hecho en la garganta.
—Bendita Hanalea, ¡eres tú! —susurró, con los ojos arrasados en lágrimas tan repentinas que no las pudo contener.
—Hola, Rebecca —dijo Pulseras Alister, que enseguida agregó—. Vamos, vamos. No te pongas tan pálida. No soy un espectro, si es lo que estás pensando.
—Pero si me dijeron que habías muerto —dijo Raisa, casi en tono acusador —. Encontraron tu ropa ensangrentada en la orilla del río.
Pulseras se encogió de hombros.
—Tenía que librarme de los chaquetas azules. De modo que lo simulé. — Sonrió, y su sonrisa fue extrañamente triste—. Veo que dio resultado.
La resurrección parecía haberle sentado bien. Iba mejor vestido de lo que ella recordaba. Sin extravagancias. Pero llevaba ropa nueva y de buena calidad. Le caía muy bien, realzando un cuerpo alto y delgado de hombros anchos bajo una capa de paño.
La última vez que Raisa lo había visto tenía el pelo enmarañado, teñido de un marrón sucio, y llevaba el atuendo de los clanes. Ahora lucía un corte de pelo reciente. Los cabellos le brillaban como hilos de oro bajo las farolas. Era como una de esas novelas antiguas en las que el indigente se despoja de sus harapos y se convierte en príncipe.
El rostro también le había cambiado. La última vez que lo había visto lo tenía magullado y amoratado de resultas de la paliza que le habían dado los Guardias de la Reina. Ahora veía que tenía los pómulos altos y una larga nariz recta con un pequeño bulto, como si se la hubiese roto. Había sombras labradas en sus facciones que antes no tenía; delataban una historia y una expectativa de sufrimiento.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Raisa, con el pecho repleto de preguntas que pugnaban por salir.
—Estudio aquí, lo mismo que tú. —Pulseras miró por encima del hombro, hacia el callejón—. Escabullámonos antes de que tu amigo se recupere. —Hizo una pausa y ladeó la cabeza—. ¿O prefieres avisar a la guardia del rector?
Seguramente no tenía costumbre de recurrir a la autoridad.
Raisa se imaginó la escena, la muchedumbre que atraería, y negó con la cabeza.
—Pues marchémonos.
La dirigió a la izquierda, hacia el río, apoyando una mano entre sus omoplatos. Su contacto produjo una especie de zumbido, un calor y un cosquilleo casi como…
—¿Te apetece que vayamos a la Calle del Puente? —preguntó Pulseras—. Podríamos tomar una sidra y charlar. —Raisa paró en seco y faltó poco para que se resbalara. Pulseras la miró como si le preocupara haberse pasado de la raya —. A no ser que tengas otros planes, claro. Es sólo… que me gustaría hablar contigo.
—Prefiero no ir a la Calle del Puente —dijo Raisa—. Después de lo que ha ocurrido, no quiero estar rodeada de gente.
—Muy bien —dijo Pulseras, pasándose los dedos por el pelo—. También puedo acompañarte de regreso a Grindell.
En la cabeza de Raisa se dispararon todas las alarmas.
—¿Cómo sabes dónde vivo? —inquirió.
—Bueno, verás…, te he seguido desde allí —dijo Pulseras.
—¿Me has seguido?
Pulseras levantó las dos manos, mirando a la muchedumbre que los rodeaba como si temiera que los oyeran.
—Te lo explicaré. Cuando hablemos.
Raisa se imaginó de regreso en su residencia, expuesta a las miradas entrometidas de los Lobos Grises. Por no mencionar la posibilidad de tropezarse con Amon Byrne.
Lo más probable era que no hubiese nadie a aquellas horas, pero aun así…, no había garantías.
—Yo también quiero hablar contigo, pero no podemos regresar a Grindell.
Para sorpresa de Raisa, Pulseras no hizo preguntas.
—Pues vayamos a mi casa. A la sala común —propuso—. Vivo en Hampton
Hall, al otro lado del puente.
—¿Hampton? No conozco esa residencia. ¿En qué patio está?
Pulseras carraspeó, pero no apartó los ojos, como si no quisiera perderse nada.
—En Casa Mystwerk.
« ¡Mystwerk! Pero eso es… la escuela de magos» .
Le dolía la cabeza por el golpe contra la pared. Quizá no lo había entendido bien.
—Han pasado muchas cosas —dijo Pulseras. Rebuscó bajo la capa y sacó un colgante reluciente: una serpiente tallada en una piedra verde traslúcida. La envolvió con la mano. La piedra resplandeció a través de sus dedos, absorbiendo poder.
Raisa dio un paso atrás sin querer.
—¿Eres mago?
Pulseras asintió, casi disculpándose, y enseguida escondió el amuleto otra vez.
—Pero…, pero… ¿Cómo es posible? —preguntó Raisa levantando la voz, y Pulseras agitó las manos intentando acallarla—. ¿Quién te ha enviado aquí? — inquirió—. ¿Has venido a buscarme?
—No —dijo Pulseras—. Como te he dicho, he venido a estudiar. Es… complicado. Te lo explicaré —miró en derredor otra vez—, pero no en medio de la calle, ¿de acuerdo?
—Bien, pero no puedo ir a Hampton —espetó Raisa, todavía perpleja ante aquella revelación—. No quiero que nadie de Mystwerk me vea en tu compañía.
Pulseras hizo una mueca y su expresión se endureció, y Raisa cayó en la cuenta de que la había interpretado mal: Pulseras creía que se avergonzaba de que la vieran con él.
—No lo he dicho en ese sentido —dijo, tocándole el brazo—. Vamos a ver, ¿hay algún sitio donde podamos hablar a solas?
Pulseras enarcó las cejas, estudiando el semblante de Raisa como si quisiera desentrañar lo que quería decir.
—Bueno, tengo un sitio en la biblioteca del patio de Mystwerk —dijo—. Es un poco difícil llegar, pero en cualquier caso es privado.
—¿En la biblioteca? —Aquello parecía bastante seguro—. ¿Pero no está cerrada?
—No para mí. —Sonrió con la malicia que la había encandilado desde el principio—. Pero tenemos que confiar el uno en el otro. Tengo que confiar en que no se lo dirás a nadie. Y tú…, bueno, ya lo verás.
Para llegar allí tendrían que cruzar la zona prohibida de la Calle del Puente.
« Quizá sea el momento de arriesgarse» , se repitió a sí misma. Echó un vistazo y no vio ni rastro de los lobos.
—De acuerdo —dijo—. Vamos allá.
Pulseras la observó en silencio mientras se cubría la cabeza con la capucha y se tapaba la cara con un pañuelo pese a que la lluvia había remitido.
La Calle del Puente estaba llena de juerguistas. Muchos bebían en la calle, alzando sus copas por el regreso del sol. De los portales salía música y en los balcones, marionetas emplumadas retozaban en actuaciones improvisadas. Raisa se quedó boquiabierta. Allí estaba Hanalea la Guerrera, toda de blanco cremoso, dando muerte al rey Demonio emplumado de rojo.
Pulseras cogió la mano de Raisa y se abrió paso entre el gentío. Raisa sentía el caliente hormigueo de poder mágico que le transmitían sus dedos.
« Esto es un sueño —pensó—. Un sueño de solsticio» . Se decía que lo que soñabas en el solsticio siempre se hacía realidad.
—¡Eh, Alister! —gritó alguien desde el porche de una taberna—. ¿Quién es la chica? ¿No vas a presentarnos?
Pulseras negó con la cabeza y siguió adelante. Y de pronto salieron del puente por el lado de Mystwerk. Era la segunda vez que cruzaba el río desde el día de su llegada. La última vez la había conducido a que le partieran el corazón. Esta vez… ¿Quién sabía?
Delante de ella, Raisa vio la mole de la Torre de Mystwerk y su reloj iluminado, que marcaba las diez de la noche. Dos horas hasta los fuegos artificiales. Unas galerías conectaban los edificios, entrecruzándose en los patios, para resguardar a los estudiantes de las lluvias torrenciales del sur.
Al final del puente, Pulseras torció por una calle lateral y luego por un callejón más estrecho. La aprensión de Raisa se disparó vertiginosamente. Tenemos que confiar el uno en el otro, había dicho Pulseras. ¿Y si estaba saliendo de un aprieto para meterse en otro?
Un lado del callejón lo formaba un muro de piedra áspera. Pulseras se detuvo para anudarse el dobladillo de la capa a la altura de las caderas de modo que no se le enredara entre las piernas. Indicó a Raisa que hiciera lo mismo. Luego trepó como un gato por la pared del edificio, desapareciendo al llegar al tejado.
—¡Oye! —susurró Raisa, mirando hacia arriba, parpadeando a causa de la llovizna—. ¿Qué estás…?
Pulseras apareció por el borde y extendió los brazos.
—Ven. Dame las manos.
Raisa se puso de puntillas con los brazos en alto, procurando compensar su corta estatura. Pulseras la agarró por las muñecas, tiró de ella hacia arriba y la dejó encima del tejado a su lado, sin soltarla. El poder la embriagó como una bebida fuerte.
—Ya puedes soltarme —susurró Raisa, apontocando los talones e intentando liberarse.
—Cuidado —susurró Pulseras—. Está resbaladizo por la lluvia. —La arrastró para separarla del borde y la soltó—. ¿Prometes que no te caerás y te partirás la crisma?
Raisa asintió en silencio, frotándose los codos.
Pulseras miró hacia el sur, por encima de un mar de tejados interconectados.
—Se puede ir caminando por las galerías hasta la biblioteca, pero tienes que andar con pies de plomo, ¿de acuerdo?
Raisa lo siguió mientras él saltaba confiadamente al tejado de una galería que conducía al edificio siguiente. Se agachó al recorrerla para que no se le viera desde abajo, y ella lo imitó. Cruzaron el aguilón del edificio siguiente. Las tejas de pizarra vibraban al ser pisadas, y a Raisa se le encogió el corazón, pero seguía soplando viento y sin duda aquel ruidito pasaría inadvertido.
Al otro lado del tejado, Pulseras saltó ágilmente al de otra galería sin hacer el menor ruido. Se volvió y abrió los brazos para coger a Raisa.
—Salta.
Raisa saltó y él la cogió, dando un paso atrás, estrechándola contra su pecho y con el rostro de ella apretado contra su hombro húmedo. Una vez más sintió el calor de la magia. La capa de Pulseras casi soltaba vapor y olía a lana mojada caliente. Pulseras metió la mano entre ambos, agarró el amuleto y el calor remitió un poco.
—Perdona —dijo—. A veces aún tengo fugas si no lo voy vaciando.
Subieron a gatas un empinado tejado en la otra punta de la galería. Raisa comenzó a resbalar sobre la pizarra mojada y Pulseras la agarró del brazo. Cuando llegaron arriba, Raisa miró en derredor para orientarse. Se hallaban en lo alto de lo que tenía que ser la biblioteca.
—Por aquí —dijo Pulseras. Saltó al espacio que quedaba entre dos aguilones
que formaban ángulo, donde sería imposible que los vieran desde la calle. Raisa se deslizó sobre el culo y aterrizó con un gran salpicón. Para entonces ya estaba empapada.
—Por la sangre del Demonio —farfulló, poniéndose de pie.
Un ventanuco de cristal emplomado se abría en la pendiente del tejado. Pulseras lo forzó.
—Paso yo primero —dijo. Se deslizó por el ventanuco con los pies por delante y Raisa oyó el ruido sordo que hizo al caer.
Se asomó a la abertura y lo vio justo debajo, con el rostro vuelto hacia ella, recibiendo la luz y la lluvia.
—Adelante.
Raisa se deslizo sobre el alféizar y Pulseras le cogió los brazos, sosteniéndola cuando llegó al suelo.
Pulseras revolvió en su bolsillo, sacó una vela y la encendió con los dedos. Dejó que ardiera un momento y luego derramó un poco de cera en un plato de hojalata. Clavó la vela en la cera y la dejó encima de una mesa.
La estancia estaba forrada de librerías que el polvo había plateado. La mesa, sin embargo, la habían limpiado. Había papel, un tintero y una pluma, así como libros con puntos metidos en muchas páginas. En una pared había una pequeña chimenea con un montón de leña apilada al lado. En un rincón había un revoltijo de mantas con una almohada de plumas encima.
« Duerme como un pendenciero» , pensó Raisa, recordando la noche que habían pasado juntos en el Mercado de los Harapos. Le pareció demasiado íntimo el saber aquello sobre él.
Habían ocurrido muchas cosas desde entonces. Parecía que hiciese una vida entera.
—Tenías razón, es difícil llegar aquí —dijo Raisa.
—Si no llueve es menos complicado —respondió Pulseras—. Y cuando la biblioteca está abierta, subo por la escalera.
—No debes de recibir invitados con frecuencia.
—Eres la primera.
Pulseras se quitó la capa y la colgó en un perchero cerca de la chimenea. Acarició el paño de lana y éste crepitó al secarse. Luego puso leña en la chimenea y la encendió con un ademán y una palabra.
« Está alardeando —pensó Raisa—. Haciendo trucos de magia» . No paraba de meter la mano debajo de su camisa y de pronunciar encantamientos. ¿Dónde había aprendido hechicería?
En Mystwerk, por supuesto.
Pulseras se irguió y se volvió hacia ella. Parecía que no supiera qué hacer a continuación.
—¿No hemos hecho esto antes? —dijo Raisa, despojándose de su capa, lacia
y pesada por el agua—. ¿Te acuerdas? En el Mercado de los Harapos. Me raptaste en el Templo de Puente del Sur y me arrastraste bajo la lluvia.
—Se diría que llevas la lluvia allí donde vas —respondió Pulseras.
—Pues yo pensaba que era cosa tuya —dijo Raisa con altivez, pasándole la capa. Pulseras escurrió el agua sobrante y la secó con las manos. Luego la colgó al lado de la suya.
En cierto modo resultaba más fácil discutir con él que permitir que el atronador silencio que mediaba entre ellos aumentara en un crescendo. Le había pasado por la cabeza que Pulseras Alister no era de fiar, que ir allí con él había sido un paso de lo más estúpido y temerario.
El corazón le latía con fuerza. Pulseras Alister era mago. Un señor de la calle de banda callejera, un ladrón, quizás un asesino…, y ahora mago. ¿Había mostrado algún indicio de ello la última vez que se vieron?
Se sonrojó al recordar cada vez que la había tocado. La había sujetado con el brazo estrechándola contra él, poniéndole el puñal en el cuello. La había llevado en volandas, registrado en busca de armas, agarrado de la mano y tirado de ella a través del puente de Puente del Sur. La piel le hormigueaba y ardía al recordar, pero no recordó ningún signo de hechicería. Nada como lo de ahora.
¿Y los pandilleros? Los habían quemado y torturado; cosa de los demonios, decían algunos. Pero ¿y si lo había hecho un mago, el señor de la calle de una banda rival?
No. Se negaba a creerlo.
La melancolía se adueñó de ella, como si le hubiesen robado a Pulseras
Alister por segunda vez. Primero estaba muerto. Ahora era mago y, por consiguiente, intocable. El terreno había cambiado de nuevo, y la puerta que abría posibilidades entre ellos estaba cerrada.
« ¿Qué posibilidades? ¿Lo preferías muerto antes que mago?» —Rebecca.
Sobresaltada, Raisa levantó la vista hacia Pulseras. Éste le lanzó una moneda y ella la cogió al vuelo en un acto reflejo. Era de cinco peniques.
—Por tus pensamientos —dijo Pulseras. Pero no sonreía.
—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó. Tiritando, acercó las manos al fuego. Al menos aquel sitio era mejor que la guarida de Pulseras en el Mercado de los Harapos.
—Estamos en las buhardillas, sexto piso, Biblioteca Bayar —dijo Pulseras.
—¿La Biblioteca Bayar?
Raisa se estremeció y se abrazó a sí misma.
Pulseras ladeó la cabeza, escrutándola con los ojos entornados.
—No temas. Nadie sube aquí a no ser que tenga ganas de leer archivos de mil años antes del Quebrantamiento.
—De modo que éste es tu nuevo escondrijo —dijo Raisa.
—Siempre hay que tener una guarida —dijo Pulseras. Se lo veía incómodo, casi tímido. Se metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones, evitando mirarla a los ojos.
—Me pareció verte —dijo Raisa—. A principios del trimestre de otoño. A caballo, cerca de los establos de Casa Wien, al otro lado del río.
—Era yo —reconoció Pulseras—. Pensé que eras tú. —La miró entrecerrando los ojos—. Llevas el pelo diferente —dijo, toqueteándose el suyo.
Raisa eligió un libro al azar y lo sacó de la estantería.
—No sabía que eras mago —dijo, hojeando el libro, un tratado sobre la avena y la cebada.
—Porque no lo era.
—Mago se nace —repuso Raisa—. Jamás he oído de alguien que se haya convertido en mago de mayor.
Devolvió el libro a la estantería. Pulseras se encogió de hombros, como quitándole hierro al asunto.
—Es extraño, ¿eh? Por favor, siéntate. —Le indicó la única silla que había—. ¿Quieres un té? Para entrar en calor.
Daba la impresión de que se esforzaba en ser un cortés anfitrión pese a sus rudos modales.
—El té me vendrá muy bien —dijo Raisa. Y luego, incapaz de contenerse, añadió—: ¿Cómo has terminado aquí?
Pulseras se sonrojó.
—Estudio aquí, ya te lo he dicho —contestó, un poco a la defensiva.
—¿Cómo puedes permitírtelo? —espetó Raisa. Lo lamentó de inmediato, pensando que la pregunta sonaba arrogante y entrometida.
Pulseras la miró detenidamente, como debatiendo lo que iba a contestar. Al cabo, dijo:
—Vendí mis pulseras. Conseguí un buen precio.
Mostró las muñecas. Las pulseras habían sido su seña de identidad. Costaba creer que se hubiese desprendido de ellas.
« Debe de tener grandes ansias de recibir una buena educación» , pensó Raisa.
Pulseras hurgó en una caja que había en el rincón y sacó una taza, le puso té de una lata, calentó una jarra de agua con las manos y vertió un poco en la taza. Se la pasó a Raisa.
—Has aprendido mucha magia —dijo Raisa, antes de tomar el primer sorbo de té. Era una mezcla de las tierras altas, de sabor ahumado, y sintió una punzada de añoranza—. Estoy impresionada. Debes de ser un estudiante avispado.
Pulseras se encogió de hombros, restando importancia al cumplido.
—Me he aplicado mucho. Es lo único que tengo que hacer aquí. Y además tengo un…, un tutor que me está ayudando.
Se calló de repente y se humedeció los labios.
Raisa buscó alguna otra cosa que decir, deseosa de que Pulseras siguiera hablando de sí mismo.
—Escucha, Pulseras. Me estaba preguntando si…
—Aquí ya no me llamo así —interrumpió él—. Desde…, bueno, desde que me quedé sin pulseras. Mi verdadero nombre es Hanson Alister. Han.
Raisa rememoró una escena en el estudio del Orador Jemson: Pulseras
Alister sujetándola por la cintura, con el puñal apoyado en su garganta y notando en la espalda que el corazón del muchacho palpitaba alocadamente en el pecho. Y al Orador Jemson diciendo: « ¡Hanson! ¡Esto es impropio de ti! Suelta a la chica» .
Jemson creía en Hanson Alister. ¿Acaso tenía fe en quien no debía?
Raisa levantó la vista y se encontró con Pulseras/ Han aguardando expectante la pregunta que ella había comenzado a formular. Se le había ido de la mente mientras pasaba a toda prisa de sus pensamientos privados a lo que decía en voz alta.
« Sin duda piensa que soy una atolondrada» , se dijo.
—¿La escuela os proporciona amuletos o tenéis que traerlos vosotros? — preguntó.
—Los traemos nosotros —contestó Han—. El mío lo compré de segunda mano a un mercader antes de venir al sur.
Sonaba como una historia bien ensayada. No hizo ademán de volver a mostrarlo.
Raisa tenía ciertas nociones sobre artefactos mágicos por haber trabajado con su padre. Le fascinaba el embrujo de aquel maridaje de magia, metal y piedra.
Muchos de ellos eran en sí mismos espléndidas obras de arte.
—¿Podría volver a verlo? —pidió.
—Bueno, si quieres… —dijo Han, como si en realidad no quisiera mostrárselo, pero no se le ocurriera un motivo para no hacerlo. Metió la mano en el torso, se lo quitó y lo dejó colgando delante de ella—. Daba vueltas ante los ojos de Raisa, con brillos verdes y naranjas como un ópalo de fuego expuesto a la luz del sol.
Era una serpiente delicadamente tallada en una gema con ojos de rubíes y el cuerpo enroscado en torno a un báculo de oro. La serpiente tenía la boca abierta, y estaba trabajada con tanto detalle que Raisa pudo ver las gotas de veneno en las puntas de los dientes.
—¡Oh! —exclamó Raisa, que sintió el impulso de tocarlo.
Han lo apartó.
—Es mejor que no lo toques. Muerde —dijo, protegiéndolo con la mano libre.
—¿Qué? ¿Te refieres a… la serpiente…?
Han negó con la cabeza.
—Es impredecible. Ha chamuscado unos cuantos dedos.
Raisa observó el talismán, tirando de un hilo de recuerdo.
—Me parece que ya lo había visto antes. ¿Es una reproducción de una pieza antigua? ¿De antes del Quebrantamiento?
Han asintió.
—Eso me dijeron. —Volvió a colgarse el amuleto al cuello. Luego, como para cambiar de tema, dijo—: ¿Y tú, qué haces aquí? Si se me permite preguntarlo.
Eso ya sonaba más como su antiguo yo.
Raisa estornudó, tapándose la nariz. El polvo de la habitación se estaba ensañando con ella.
—Lo mismo que tú. Voy a la escuela. Estoy en Casa Wien.
—¡Casa Wien! —Han la miró de arriba abajo. El escepticismo y el humor dulcificaron su semblante, haciendo que pareciera más joven, más como el chico arribista que había conocido en el Templo de Puente del Sur—. ¿Vas a ser chaqueta azul o miliciano de las Tierras Altas?
—Bueno, no. En realidad, no. —Raisa intentó recordar con apremio las historias que ya había explicado—. Verás, mi patrono se ofreció a enviarme aquí a estudiar si me matriculaba en Casa Wien.
La expresión de Han se endureció; sus ojos devinieron esquirlas de zafiro.
—¿Te refieres a lord Bayar?
Raisa casi se atragantó con el té.
—¿Qué?
—¿Por qué enviarían a su tutora a Casa Wien? La Escuela del Templo…, aún lo entendería.
Raisa se quedó perdida un momento. De pronto lo recordó. Aquella noche en el Mercado de los Harapos había contado a Pulseras que trabajaba para los Bayar. ¿Por qué Han Pulseras Alister tenía que tener una memoria tan puñeteramente perspicaz?
Raisa lo miró de soslayo. Han la miraba fijamente, con los labios prietos, y su mano derecha se había deslizado hasta el puñal que llevaba al cinto. « Un acto inconsciente» , pensó Raisa.
—¿Sigues trabajando para los Bayar, Rebecca? —preguntó, con dulzura y firmeza. Hubo algo en su voz que la hizo estremecer.
—Bueno, no, no exactamente. Estoy… intentando mejorar —dijo Raisa—. El comandante de la guardia personal de lord Bayar pensó que tenía potencial. Fue quien pagó mi matrícula. Dijo que si lo hacía bien me daría la oportunidad de… —Dejó de hablar. Han parecía distraído, perdido en sus recuerdos—. ¿Por qué?
—preguntó Raisa—. ¿Conoces a los Bayar?
Han se demoró un instante antes de contestar.
—Voy a clase con dos de ellos. En Mystwerk. Micah y Fiona. Antes Micah vivía en mi residencia.
« Hanalea encadenada —pensó Raisa—. De modo que están aquí» . Ya sólo faltaba que Han comentara a los Bayar que se había tropezado con Rebecca, su antigua tutora. O que les propusiera quedar en la Calle del Puente para tomar una sidra.
Aunque aquello era poco probable. Conociendo a Micah y Fiona, tratarían con sumo desprecio a un mago criado en el Mercado de los Harapos.
—Escucha —dijo Raisa, inclinándose hacia él, juntando las manos—. Por favor, te ruego que no les digas que estoy aquí. Resultaría incómodo, ¿sabes? No me consideran una igual.
Han la miró, pestañeando desconcertado.
—Pero tú eres de sangre azul —dijo—. Hablas igual que ellos y eres…
—Soy mestiza —interrumpió Raisa—. Mi padre era de los clanes y mi madre Vivía en el Valle. Tal vez hayas reparado en que la gente de los clanes no es muy del agrado de los Bayar.
—Sí —dijo Han, asintiendo con la cabeza como si su confusión se despejara una pizca—. Ya me he dado cuenta.
« Vaya —pensó Raisa—. Quizá la clave para mentir bien consista en decir la verdad de manera engañosa» .
—Te toca a ti —dijo Raisa—. ¿Has dicho que me has seguido?
—Bueno, sí. Verás, Gata me dijo que te había visto. Fuera del Templo. —Han carraspeó—. También dijo que a lo mejor vivías en Grindell porque…, porque el cabo Byrne vive allí.
—¿Eso te dijo?
Raisa apretó los labios con fuerza, notando que la sangre le bullía en las mejillas. ¿Qué le habría dicho Gata después de verla espiando a Amon?
—Así que…, quise averiguar si realmente eras tú. He montado guardia fuera de Grindell y he visto salir a todos los demás.
« ¿No tenías nada mejor que hacer la víspera del solsticio?» , pensó Raisa.
—Luego he visto que salías sola. Y he seguido tus pasos.
—Me has acechado, querrás decir. Eso ha sido muy poco apropiado, Alister. Tienes suerte de que el dedo no te lo haya roto a ti.
Han enarcó las cejas de un modo que venía a decir que eso no habría ocurrido jamás.
—Mira. Quería ponerme en contacto contigo —dijo Han—. Pero no sabía…, no sabía si sería bien recibido. Ni cómo estaban las cosas entre el cabo Byrne y tú.
—¿Qué tiene que ver contigo mi relación con el cabo Byrne? —dijo Raisa con mucha frialdad.
—¿Quieres más té? —preguntó Han, haciendo ademán de cogerle la taza como si estuviera ansioso por disipar la tensión que chisporroteaba entre ambos.
Sus manos chocaron y Raisa apartó la suya bruscamente, derramando lo que quedaba de té.
—Perdona —dijo—. Estoy torpe esta noche.
Raisa era sumamente consciente de que estaban a solas, midiendo sin cesar el espacio que los separaba. Los ojos se le iban una y otra vez a las mantas del rincón. ¿Qué tenía Alister para hacerle pensar en esas cosas cada vez que estaban juntos?
Las campanas de la Torre de Mystwerk sonaron. Raisa contó. Once. Una hora hasta los fuegos artificiales.
Han pareció tomárselo como una señal para entrar en materia.
—Escucha, Rebecca —dijo—. El motivo por el que te he seguido es que tengo que pedirte un favor.
Raisa levantó la mirada con sorpresa y vio que Han tenía la cabeza gacha.
Estaba claro que no tenía costumbre de pedirle favores a nadie. O de conseguirlos cuando lo hacía.
—Bueno —dijo Raisa perpleja—. Si está en mi mano… ¿Qué puedo hacer por ti?
—Me preguntaba…, si serías… ¿Me darías clases particulares?
—¿Darte clases?
Raisa estudió el rostro de Han para ver si le estaba gastando una broma.
Parecía muy serio, pero no la miraba a los ojos.
—Creía que ya tenías un tutor —dijo.
—Sí. Es verdad. Pero tengo que aprender cosas que él no enseña.
—Pero…, sabes muy bien que yo no sé nada sobre hechicería —dijo Raisa —. No puedo ayudarte en eso.
—Eso no es…, eso no es lo que quiero —dijo Han, tocándose la muñeca donde solía llevar las pulseras.
Raisa no sabía qué más decir que no resultara insultante. ¿Acaso tendría mucha base un señor de la calle de una banda callejera? De no ser así, debía de estar esforzándose mucho para seguir las clases en Vado de Oden.
—Bien… ¿En qué necesitas ayuda? ¿Historia? ¿Gramática y retórica? ¿Idiomas? ¿Aritmética? —Raisa enumeró las materias que se le daban bien. Era especialmente buena con los números gracias al tiempo que había pasado en los mercados de los clanes—. Tengo algunos libros que…
Han agitó la mano con impaciencia para interrumpirla.
—No, en todo eso voy bien. El Orador Jemson me dio una buena base. Y me hago un hartón de aprender cada día en clase.
—Entonces, ¿qué sería lo que yo…?
—Rebecca. —Han se inclinó hacia delante y la miró de hito en hito. Sus ojos eran claros y azules como el hielo de las aguas profundas—. Quiero que me enseñes a pasar por aristócrata.
—¿Qué? —repuso Raisa, sosteniéndole la mirada.
—Te pagaré —agregó Han enseguida—. Tengo dinero. El precio lo pondrías tú. Y no te robaré mucho tiempo de tus estudios. Podríamos vernos un par de veces por semana, y tú podrías, ya sabes, ponerme deberes para que los hiciera por mi cuenta.
—¿Por qué quieres hacerte pasar por aristócrata? —preguntó Raisa—. Quiero decir, ¿tanto te interesa que pagarías por las clases?
El señor de la calle de banda callejera se puso a caminar de un lado a otro de la habitación, como si estuviera demasiado nervioso para quedarse quieto.
—Mira, sólo tengo dos amigos en la academia: uno es hijo de los clanes y la otra se crió en la calle. Bailarín y yo no encajamos en Casa Mystwerk. Los demás principiantes son unos hijos de papá. Aristócratas de nacimiento. Pero tendremos que tratar con ellos si queremos llevar algo a cabo. Serán ellos los que manden en el Consejo de Magos cuando volvamos a casa. Serán los que tendrán la última palabra.
Han dejó de ir de un lado al otro y se apoyó contra la chimenea.
—Yo sabía hacer negocios en el Mercado de los Harapos; sacaba lo suficiente para mantener a mi familia y a una docena de harapientos. Era más listo que cualquier señor de la calle de la ciudad. Pero esto es diferente. Ahora tengo que ser capaz de enfrentarme con magos. Así que necesito hablar con su lenguaje, bailar sus bailes, coger el tenedor adecuado y saber qué ropa ponerme porque, si no, nunca me tomarán en serio.
Raisa no se había detenido a imaginar al antiguo Pulseras Alister relacionándose con magos. En el Mercado de los Harapos su reputación de violento lo protegía. ¿Cómo sería para él compartir el aula con la nobleza de los magos? Lo despreciarían y se burlarían de él. Le recordarían a diario su origen barriobajero. El profesorado lo trataría con condescendencia. Se desprestigiaría cada vez que abriera la boca.
—¿Por qué quieres que te tomen en serio? —preguntó Raisa, pensando que de todos modos nunca lo aceptarían—. ¿Qué es lo que quieres llevar a cabo?
Han miró al fuego.
—Estoy harto de que la gente muera porque haya nacido en Puente del Sur o en el Mercado de los Harapos. Me enferma que los que tienen el poder se ceben en los débiles. Voy a ayudarlos.
Se frotó los ojos con los pulpejos de las manos y carraspeó.
¿Estaba llorando? Raisa dio un paso hacia él alargando el brazo pero Han le dio la espalda y atizó el fuego con un palo.
—En realidad no necesitas un tutor para esas cosas, ¿sabes? —dijo Raisa, tocándole el hombro—. El lenguaje y los modales, quiero decir. Aquí, en la escuela, te mezclarás con toda clase de gente. Eres listo. Aprenderás con naturalidad al cabo de un tiempo.
Han negó con la cabeza.
—Eso será demasiado lento. Además, si quieres que te diga la verdad, los de sangre azul no se mueren de ganas de mezclarse con gente como yo fuera del aula. —Volvió a mirarla y puso los ojos en blanco—. Tengo que sacar el máximo provecho mientras me encuentre aquí, porque no sé cuánto tiempo podré quedarme.
¿Por qué? ¿Es por el dinero?, estuvo a punto de decir Raisa. Pero por suerte no lo hizo. Una cosa no había cambiado. Han Alister todavía la trastornaba, haciéndole perder su habitual compostura.
¿Será porque es malvado?, se preguntó. ¿Igual que Micah Bayar? ¿Igual que Liam Tomlin y Reid Nightwalker? ¿Igual que todos los demás muchachos que le habían resultado atractivos?
¿Acaso porque le estaba vedado? ¿Igual que Amon? ¿Eres como tu antepasada Hanalea, cuya concupiscencia por el hombre equivocado conllevó el desmoronamiento de los Siete Reinos?
No. Ella no se pasaría la vida tonteando por miedo a repetir los errores de un milenio atrás. Había un montón de errores nuevos por cometer.
—De acuerdo —dijo Raisa—. Si piensas que te será útil, te daré clases.
Han apartó la vista del fuego y la miró.
—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?
« Creía que iba a rehusar» , pensó Raisa.
Asintió con la cabeza.
Han de pronto le dedicó una cautivadora sonrisa, tan radiante que iluminó la habitación, más peligrosa que cualquier cuchilla.
« Lo único que necesitabas era esa sonrisa —pensó Raisa—. Me habría rendido de inmediato» .
Cruzando la habitación hacia ella, Han hurgó impaciente en el bolsillo de sus bombachos y sacó un monedero.
—¿Cuánto…?
Raisa levantó una mano.
—No voy a cobrarte por las clases —dijo Raisa, acordándose de Dimitri y del concepto del gylden—. Pero estarás en deuda conmigo. Algún día te pediré que la saldes.
Han se quedó un rato mirándola.
—Preferiría pagarte —dijo finalmente—. No sé si entonces estaré en condiciones de devolver favores.
—Correré ese riesgo —dijo Raisa—. Lo que sí me pagarás serán cinco peniques cada vez que digas algo en tu jerga. Sólo con eso seré rica cuando termine el trimestre.
—Eh, un momento —dijo Han, levantando ambas manos a modo de protesta
—. Paso total de…
Raisa abrió la mano y movió los dedos.
—Cinco peniques, por favor. Un trato es un trato. Lo tomas o lo dejas.
Refunfuñando con poco entusiasmo, hurgó en el monedero y sacó otra moneda fellsiana de cinco peniques. Se la lanzó a Raisa, que la metió en su monedero.
La nueva moneda tenía grabada la imagen de Mellony. Raisa no se habría atrevido a pedir una corona, que en la calle llamaban perra gorda. Llevaban su propio retrato de perfil.
—Necesitamos un lugar para reunirnos —dijo Raisa—. No quiero que Micah o Fiona me vean en este lado del río.
—Podemos quedar en la otra punta de la Calle del Puente —propuso Han. Hizo una pausa—. En el piso de arriba de La Tortuga y el Pez hay una habitación que se alquila por horas.
« ¿Y tú cómo lo sabes?» , quiso preguntar Raisa.
—No me convence la Calle del Puente —dijo Raisa—. Seguro que los Bayar cenan allí cada noche.
Han se rió.
—En La Tortuga, desde luego, no. Allí todos son de Casa Wien. Me juego el pellejo yendo allí. —Hizo otra pausa, arrugando la frente—. Tendrías que saberlo. ¿No sales nunca?
—No —admitió Raisa—. Lo cierto es que no.
—¿Qué tal los martes y los jueves? —dijo Han.
—Martes y jueves, por ahora —aceptó Raisa, preguntándose cómo encajaría aquello en su apretado programa de estudios—. Entretanto, hay un libro que quiero que busques en la biblioteca. Se llama Heráldica y tradición en los Páramos, de Hadron Faulk. Lee todo lo que puedas antes del martes. Y no pongas esa cara. Tuve que leérmelo entero y recitarlo cuando era mucho más joven que tú.
—Parece fascinante —dijo Han, apuntando el nombre del autor en un trozo de papel.
Un estruendo hizo vibrar las ventanas. Entró luz por los cristales, iluminando la penumbrosa habitación como si fuese pleno día.
—Los fuegos artificiales —dijo Raisa—. Será mejor que bajemos. —Señaló la ventana, demasiado alta para alcanzarla—. ¿Hay que regresar por donde hemos venido?
—Subamos —dijo Han—. Se me ha ocurrido un buen sitio para ver el espectáculo.
Han descolgó la capa de Raisa y la sostuvo mientras ella se la ponía, en una torpe intentona de galantería. Situándose detrás de ella, la agarró por la cintura y la levantó para que pudiera alcanzar la ventana. Raisa se encaramó al alféizar y se deslizó hasta el tejado. Han dio un salto, se sujetó en el alféizar y pasó limpiamente por la abertura.
—Por aquí —indicó. La condujo alrededor de la base del campanario hasta el otro lado, donde el tejado se inclinaba hasta unirse con una de las alas. Extendió su capa sobre la pizarra rugosa. Se tumbó sobre el tejado, apoyándose en los codos de cara al cielo. Dio unas palmadas en el trozo libre de capa.
—Ven aquí.
Raisa se recostó a su lado.
¡Bum! El cohete estalló casi encima de sus cabezas, derramando serpentinas de chispas de colores.
—Es espectacular —dijo Raisa, que volvió la cabeza para sonreír a Han.
—Sabía que daría en el clavo —dijo Han, mostrándose satisfecho de sí mismo.
Los cohetes surcaban el aire y emitían destellos rojos, púrpuras, verdes, plateados y dorados. Grandes cuadrigas cruzaban el firmamento, arrastrando el sol a sus espaldas. Los dragones rugían en lo alto y arrojaban llamas, encendiendo el entusiasmo de la multitud. Los fuegos artificiales los manufacturaban, en su mayoría, los clanes. La reina Marianna presidía los fuegos artificiales de Fellsmarch, cuyos cohetes estallaban sobre Hanalea, Lissa y todas las demás montañas. Se acudía al Templo a la luz de las velas y se daba las gracias a la Señora por el regreso del sol.
« Que el sol vuelva a salir, Madre» , pensó; y lo deseó de verdad.
—¿Qué te gustaba más del solsticio en casa? —preguntó Raisa, mirando a Han.
—La comida —contestó él, sin el menor titubeo.
—¿Qué clase de comida? —preguntó Raisa, recordando las sobrecargadas mesas de palacio.
—La suficiente como para hartarte —dijo Han simplemente. Apoyó la cabeza en un brazo, le cogió la mano.
« Eres muy atrevido» , pensó Raisa, pero no la retiró.
—Antes de que la guerra empeorase las cosas, siempre había montones de comida para el solsticio. Los templos cocinaban de más, y algunas casas ricas daban las sobras de sus banquetes. Desde que comenzó la guerra ya no hay tanta abundancia, pero sigue habiendo más comida que la necesaria.
» En los mercados había juguetes y caramelos, pastelillos fritos de miel y estrellas de azúcar glaseadas que no se veían el resto del año. A mi hermana Mari le encantaban esos pastelillos de miel y los soles de azúcar. Ya podía yo birlar el carrito entero de un panadero, que ella aún quería más. Siempre acababa con la cara toda llena de azúcar.
Suspiró y guardó silencio, sumido en sus propios pensamientos.
—Yo extraño la nieve —dijo Raisa, secándose la fría llovizna del rostro con la manga de la capa—. Hacía que la ciudad pareciera el país de las hadas.
Su familia paseaba por las calles en trineos tirados por caballos, envueltos en pieles y en el cascabeleo de los arreos.
—Y el río no olía tan mal, una vez que se helaba —dijo Han.
Raisa se rió.
—Es verdad.
Pese a lo diferentes que eran sus vidas, tenían en común la pestilencia del río.
—Por las noches nos escabullíamos y nos lanzábamos por la Cuesta de la Cantera usando tapaderas de cubos de basura hasta que los chaquetas azules venían a espantarnos —prosiguió Han—. A veces había aristócratas que bajaban en grandes trineos. Nos encaramábamos a la parte trasera de los patines hasta que los lacayos nos echaban a palos.
Raisa contuvo el aliento.
—¿Os aporreaban?
—Bueno. —La miró de reojo—. Si eras un poco hábil, no te daban.
Una sucesión de explosiones atrajo su atención hacia el cielo. Era el momento culminante del espectáculo, una sinfonía de luz y sonido. De pronto terminó, dejando brillantes imágenes en las retinas de Raisa que resonaban en sus oídos.
Notó que Han cambiaba de postura a su lado, acercándose. Ella se quedó tendida, reacia a moverse. Deseando poder quedarse allí arriba sin más y eludir la confusión de su vida cotidiana.
Finalmente abrió los ojos y vio que Han volvía a estar apoyado en el codo, mirándola fijamente aunque indeciso. Mirándole los labios, para ser más concretos.
« Quiere besarme —constató Raisa—. Pero está pensando en lo que ha sucedido antes con Tourant y no quiere atosigarme» .
—Gracias —dijo Raisa, incorporándose, y el momento pasó—. Mi víspera del solsticio ha resultado mucho mejor de lo que esperaba. Pero más vale que regrese.
Han se levantó y la ayudó a ponerse de pie, sosteniéndola sobre la resbaladiza pizarra.
—Te acompaño para asegurarme de que llegues bien.
Antes de aquella noche, Raisa habría rehusado el ofrecimiento. Pese a la presencia de Micah, Vado de Oden le había parecido un lugar seguro, aislado del mundo real. Se había equivocado.
Cruzaron el puente, que seguía atestado, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Durante todo el camino de regreso, Raisa se replanteó la decisión de impartir clases a Han Alister. ¿Acaso la frustración por lo de Amon la había llevado a decir que sí? ¿El deseo de hacer algo que sabía que él no aprobaría?
Primero la carta a la reina Marianna. Ahora aquello.
¿No sería mejor mantener las distancias con cualquier persona vinculada a
los Páramos? ¿No sería mejor mantenerse alejada de alguien que le aceleraba el pulso y le trababa la lengua? ¿Alguien que la inducía a saltarse las normas?
¿Había alguien en todos los Siete Reinos con más puntos en contra que él? ¿Alguien que fuese menos aceptable que Han Alister para cualquiera de las facciones de los Páramos?
Bueno. Tampoco era que tuviera intención de casarse con él.
Al llegar al patio de Casa Wien, Raisa se detuvo.
—Hemos llegado —dijo, señalando—. Mi residencia está justo ahí.
—¿Te preocupa que el cabo Byrne nos vea juntos? —preguntó Han, ladeando la cabeza hacia Grindell.
Y eso era exactamente lo que le preocupaba.
—¿Qué te hace suponer que eso me preocupa? —le espetó.
—Sólo ha sido una suposición.
—Se diría que piensas que hay alguna clase de…, de cosa entre nosotros — dijo Raisa—. No sé qué te habrá contado Gata pero, sea lo que sea, no es verdad.
—Bueno —dijo Han, rascándose el mentón—, está claro que hay algo. Sólo que no estoy seguro sobre qué clase de « algo» es.
Raisa dio un resoplido para mostrarle lo que opinaba al respecto.
—Gracias, principiante Alister, por el té y los fuegos artificiales —dijo, inclinando la cabeza—. Lo he pasado de maravilla. Ahora, si tiene la bondad de excusarme. —Se dirigió a grandes Zancadas hacia Grindell, con la cabeza bien alta. Cuando casi hubo llegado, Han le gritó a voz en cuello:
—¡Hasta mañana por la noche, principiante Morley!
Raisa giró sobre sus talones.
—¿Qué?
—Mañana es martes —dijo Han. Hizo una profunda reverencia, dio media vuelta y desapareció en la noche.
Raisa se quedó mirándolo, con ganas de soltarle una docena de réplicas sarcásticas que, no obstante, murieron en sus labios.
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La Princesa Desterrada
AventureObsesionado con la muerte de su madre y de su hermana, Han Alister viaja hacia el sur para comenzar a recibir educación en Casa Mystwerk, en el Vado de Oden. Pero es imposible huir del peligro: los Bayar, la poderosa familia de magos, lo acechan int...