Matrimonio o asesinato

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Era un jueves gris y sombrío, aunque más cálido y húmedo que cualquier día de abril. Raisa había acabado las clases de la jornada, pero no tenía ganas de regresar a Grindell Hall y ver cómo la miraba Amon, que llevaba días con los nervios de punta, incluso desde antes del episodio con Han.
—¿Qué te sucede? —le había preguntado Raisa la noche anterior en el patio de entrenamiento—. Nunca te había visto tan nervioso.
—Tengo la sensación de que estás en peligro —dijo Amon—. No consigo quitármela de encima.
—¿Es por Han Alister? —preguntó Raisa, deteniéndose con la vara en posición horizontal.
Amon negó con la cabeza.
—No. Al menos no del todo. Es algo que me ronda desde que Hallie regresó. Como si fuera a sucederte algo malo. —Ajustó la sujeción de su vara, situando las manos con precisión—. Ten cuidado, Rai.
Raisa había sopesado si debía mostrar a Amon la carta de la reina Marianna, y su decisión fue no hacerlo. ¿Era posible que la inquietud de Amon guardara relación son eso? ¿Acaso percibía su incertidumbre, la tentación que tenía de volver a casa?
Por si no bastara con eso, Raisa tenía que estudiar para los exámenes y decidir qué hacer a propósito del Baile de los Cadetes. Las cadetes tenían la opción de llevar el uniforme de gala o un vestido. El uniforme de gala sería más sencillo, pero Raisa temía que la tomaran por un joven escudero a quien hubiesen dado permiso para acostarse tarde.
Lo cierto era que a veces echaba de menos ponerse elegante. Aun así, seguramente ya sería tarde para contratar a una modista y poco probable que encontrara algo adecuado en las tiendas de segunda mano de la Calle del Puente.
Aquella noche iba a ver a Han. El pulso se le aceleró. Le había enviado un mensaje a Hampton Hall.
Han, mis disculpas por el modo tan brusco en que terminó nuestra velada. Hasta entonces fue maravillosa. AB también se disculpa. Bueno, no exactamente, pero lo hago yo en su nombre. Aguardo con impaciencia el jueves…, y el baile.
REBECCA
No había recibido respuesta.
« Quizá debería ver si acude a la clase de esta tarde antes de buscar un vestido» , pensó Raisa con tristeza. Estuvo tentada de cruzar el puente y buscar a Han en su residencia, pero eso podía acabar mal por muchas razones.
La tensión nerviosa de Amon resultaba contagiosa. Raisa se encontró volviendo la vista atrás constantemente: cada dos por tres notaba un hormigueo en la nuca que le avisaba de que alguien la estaba vigilando. Los lobos grises se congregaban en el patio con las orejas hacia atrás, y Raisa oía sus lastimeros aullidos hasta bien entrada la noche.
Finalmente se escondió en una sala de lectura de la biblioteca de Casa Wien con el propósito de estudiar. Pero Han Alister se entrometía en sus pensamientos. Igual que Amon Byrne. Y que Marianna, su madre. En un momento dado decidía regresar a los Páramos en cuanto finalizaran los exámenes y acto seguido le preocupaba que su regreso pudiera precipitar una crisis. Leyó el mismo párrafo una y otra vez hasta que cayó dormida, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados.
—¿Principiante Morley?
Raisa levantó la vista y vio a un cadete que parecía nervioso de pie en el umbral. Lo miró parpadeando adormilada.
—¡Oh! ¡Debo de haberme quedado dormida! ¿Qué hora es?
—Son más de las nueve —dijo el cadete—. La biblioteca está cerrada. — Echó un vistazo a la sala, como para asegurarse, y agregó—: Todos los demás se han marchado.
Entonces cayó en la cuenta. ¡Las nueve! Se suponía que debía reunirse con Han a las ocho en la Calle del P ente. Recogió alocadamente sus papeles y libros y los metió de cualquier manera en el macuto. ¿La habría esperado? ¿Se habría presentado?
El ruido del pestillo de la puerta le hizo levantar la mirada. El cadete había entrado y cerrado la puerta.
Mirándolo mejor, no acababa de tener aspecto de cadete. Quizá se debiera a que el uniforme le caía mal y al hecho de que era mayor que casi todos los compañeros de clase de Raisa. Tal vez fuese por sus apagados ojos negros y el modo en que su nerviosismo lo envolvía como si llevara una capa porque hiciera mal tiempo.
Acaso era por el modo en que caminaba hacia ella, como un depredador. —Gracias por despertarme, cabo —dijo Raisa, con el corazón palpitando debajo de la chaqueta—. ¿Cómo se llama?
—Me llamo Rivers —contestó él—. Cabo Rivers. Rodeó la mesa hacia ella, al parecer sin darse cuenta de que llevaba pañuelo de cadete. No de cabo.
Los lobos merodeaban junto a las paredes, gañendo inquietos.
Cuando tuvo a Rivers a su alcance, Raisa cogió el tarro de arena secante y se lo arrojó a la cara.
Fue rápido. Casi logró esquivarlo, pero parte de la arena le entró en los ojos. Se los frotó con el dorso de las manos y entonces fue cuando Raisa vio el garrote que le pendía de un puño. Raisa agarró la lámpara de estudio, se la incrustó contra una sien y echó a correr hacia la puerta.
Pero lo tuvo encima antes de llegar a abrirla. Agarrándole un puñado de pelo, le echó la cabeza hacia atrás y le envolvió el cuello con la cuerda para estrangularla. Cuando tiró para tensarla, Raisa metió una mano entre el garrote y la tráquea, otro truco que le había enseñado Amon Byrne, apoyó los pies contra la puerta y se dio impulso hacia atrás, golpeando con la cabeza la barbilla del asesino, que crujió con un sonoro chasquido.
La cabeza del asesino chocó contra el canto de la mesa y, acto seguido, ambos cayeron de espaldas. Raisa se quitó la cuerda del cuello y se levantó de un salto, buscando a tientas su daga.
Pero Rivers permanecía inmóvil, con la cabeza torcida en un ángulo imposible.
Raisa se volvió para quitar el pestillo, pero las manos le temblaban tanto que le costó trabajo conseguirlo. Finalmente, la abrió de un tirón y se topó de bruces con Micah Bayar.
Micah la agarró, sujetándole los brazos en la espalda. La levantó y la metió de nuevo en la sala, dándole la vuelta para estrecharla contra él, pegando la espalda de Raisa a su pecho.
Raisa peleaba con denuedo; gritaba, asestaba patadas, se retorcía y daba codazos, empleando todos los ardides de las peleas callejeras que Amon le había enseñado. Micah la sujetaba de tal manera que le impedía arremeter con el ímpetu necesario para hacerle daño. Le clavó el tacón en la rótula y Micah soltó un siseo de dolor, pero no aflojó ni un instante. Lo que sí hizo fue golpear contra la pared la mano con la que Raisa empuñaba la daga hasta que la soltó. Le dio una patada y el arma hizo un ruido metálico al chocar con la pared. Raisa intentó memorizar su ubicación por si tenía ocasión de recuperarla.
El poder fluía hacia ella, un flujo que le recorría el brazo hasta el anillo talismán de Elena. Una fracción de la emanación habitual de Micah.
—¿Sólo eres capaz de hacer esto? —dijo Raisa, todavía luchando por liberar sus brazos—. ¿Estamos bajos de magia, hoy?
Inesperadamente, Micah se rió.
—Ando un poco escaso de poder, debo admitirlo —dijo Micah—. Te he echado de menos —murmuró, estrechándola más, con los labios pegados a sus cabellos—. De verdad. Y pienso que tenías razón desde el principio. ¡Qué desperdicio de citas clandestinas, a escondidas de esa desdichada niñera tuya!
—Pues yo no te he añorado lo más mínimo —replicó Raisa—. Márchate y ya te avisaré cuando te extrañe. Si antes no me corto el cuello.
—Tenemos que hablar —dijo Micah—. Podría quedarme sujetándote así durante horas, pues no te figuras cuánto lo disfruto, pero es complicado hablar con tu nuca. Preferiría mirarte a la cara. Si te suelto, ¿podemos mantener una conversación civilizada sin que yo corra el riesgo de acabar como ese desgraciado del suelo?
Bueno. Si iban a hablar, Raisa también quería ver el rostro de Micah e intentar discernir lo que ocultaban sus palabras.
—De acuerdo —dijo Raisa—. Prometo escucharte.
Micah la soltó y dio un paso atrás. Cuando Raisa se volvió hacia él, la miró de arriba abajo, fijándose en su guerrera de soldado, el pelo enmarañado y el emblema bordado de Casa Wien.
—Estáis transformada, Vuestra Alteza —dijo Micah—. ¿De verdad estás en Casa Wien?
—Estoy en un programa especial para la realeza en el exilio —dijo Raisa—. Para princesas que se niegan a casarse a punta de espada. Estamos aprendiendo a rechazar pretendientes no deseados.
—No hubo ninguna espada en escena, que yo recuerde —dijo Micah. Hizo una pausa muy breve—. Mi padre se contrarió mucho conmigo cuando dejé que escaparas en la que se suponía iba a ser nuestra noche de bodas. Ojalá hubieses estado allí para verlo.
—¿A tu padre contrariado o tu noche de bodas? —preguntó Raisa.
Micah se volvió a reír.
—Ambas cosas. El mundo ha sido mucho menos interesante sin ti.
Micah tenía un aspecto distinto desde la última vez que le había visto. Llevaba el pelo más corto, al estilo de los estudiantes. Su rostro parecía más delgado, como si hubiese perdido peso, aunque costaba cerciorarse dado que llevaba la capa puesta. Pero estaba tan arrebatadoramente guapo como siempre, con sus ojos morenos matizados por las cejas negras y las sombras que resaltaban la bella estructura ósea de su rostro.
También presentaba marcas y magulladuras, como si hubiese participado en una pelea recientemente.
Micah bajó la vista al hombre que yacía en el suelo.
—Bravo, Vuestra Alteza —dijo—. Este tipo es muy bueno.
Se quitó los guantes de cuero y se golpeó la palma con ellos. Intentaba irradiar confianza en sí mismo, pero las manos le temblaban un poco.
—Hombre, tan bueno no será —dijo Raisa, procurando dar la impresión de tomárselo a la ligera. Procurando controlar sus propios temblores.
—Al contrario, lo es. Sólo que te ha subestimado. Todos lo hicimos. Llevamos meses buscándote. Tendría que haber supuesto que estarías aquí con el cabo Byrne. Y que tu padre cabezacobriza estaba metido en la conspiración.
—No sé de qué me estás hablando —dijo Raisa. « Maldita sea» , pensó. Los Bayar aprovecharían la menor ocasión para librarse de los Byrne y de lord Averill, apartando así sus voces de los oídos de la reina.
—Nos pareció extraño que una cadete de Vado de Oden visitara a lord Demonai y que luego Demonai fuera a ver a la reina —dijo Micah—. De modo que cuando la chica se marchó, pensamos que merecía la pena hacer que la siguieran. Vino derecha aquí, a Grindell Hall. En un marco tan reducido, fue fácil localizarte.
—Y entonces enviasteis a un asesino a matarme —dijo Raisa.
—A cuatro, en realidad —dijo Micah—. Los otros tres esperaban abajo mientras Rivers entraba a buscarte. Los desconcertó que no salieras cuando cerraron la biblioteca.
—¿Por qué matarme? —preguntó Raisa, pensando que bien tenía derecho a saberlo antes de morir—. ¿Es porque te dejé plantado en altar o…?
—Bueno —dijo Micah—, los Bayar somos muy sensibles a los plantones desde aquel incidente con la reina Hanalea. Pero a mi padre también le preocupa tu naturaleza rebelde y tu estrecha relación con los clanes. Incluso pareces mestiza.
—Es que resulta que soy mestiza —dijo Raisa, levantando la barbilla.
—Mellony también, pero no tiene aspecto de cabezacobriza. Se parece a tu madre. Por eso mi padre ha puesto los ojos en ella. Le gustaría ver a una reina más maleable en el trono. No ha conseguido convencer a la reina de que te desherede, de modo que necesita quitarte de en medio para que sus planes de casarme con Mellony puedan llevarse a cabo.
Micah explicó todo esto con total naturalidad, sin apartar sus ojos negros del rostro de Raisa.
Raisa le sostenía la mirada, con el estómago encogido. Era una suerte que no hubiese cenado porque de lo contrario vomitaría allí mismo.
Se sentía impotente, sumamente frustrada; y asustada. Como bien habían demostrado los Montaigne, nadie corría más peligro que alguien que compitiera por el trono y perdiera. Los Bayar le cortarían el cuello o la estrangularían y la abandonarían en cualquier callejón para que pareciera haber sido víctima de un ladrón callejero. Qué lástima que la rebelde Raisa hubiese abandonado la protección de los Páramos para acabar asesinada.
—Mellony tiene trece años —dijo Raisa—. Espero que tengas experiencia como niñera, Micah, porque la vas a necesitar. Suponiendo que los Demonai no te asesinen antes. Casada a los trece, viuda a los catorce. Pobre Mellony. — Lágrimas de ira le asomaron a los ojos—. Aunque sobrevivas, estarás gobernando un país dividido por la guerra civil. Los Páramos se convertirán en el Arden del norte. Nunca vencerás a los clanes en las montañas, tenlo claro desde ahora.
Extendió el brazo hacia Micah y escupió una maldición digna de cualquiera de sus antepasados de los clanes.
—Por la sangre y los huesos de Hanalea, si te casas con Mellony ana'Marianna y asciendes al trono Lobo Gris, que sigas luchando hasta el último día de tu corta y desdichada existencia. Y que todos los hijos de Mellony sean cabezacobriza.
Micah, estupefacto, parpadeó en silencio. Su mirada bajó a la mano extendida de Raisa y abrió mucho los ojos. Le cogió la mano y la arrastró hasta el haz de luz que proyectaba un aplique de la pared. Tocó el anillo de lobos de Elena con el dedo índice, girando la mano de Raisa para que le diera la luz.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó.
Raisa se encogió de hombros, fingiendo indiferencia, aunque el corazón le palpitaba.
—Creo que me lo regaló un pretendiente. El día de mi onomástica.
—Parece un trabajo de los clanes —señaló Micah, frunciendo el ceño.
—Casi todas mis joyas están hechas por los clanes —respondió Raisa, tratando sin éxito de liberar la mano—. Tampoco es para sorprenderse. Son los mejores orfebres de los Siete Reinos.
Micah tiró del anillo, primero tentativamente y luego con más fuerza. El anillo no se movió.
—Quítatelo —ordenó, devolviéndole la mano con brusquedad.
—¿Te has vuelto ladrón además de asesino? —preguntó Raisa—. ¿No sois suficientemente ricos los Bayar?
—Ese anillo parece un talismán —dijo Micah—. Quizás explique tu resistencia a mi magia.
—No es más que un anillo —dijo Raisa, tirando de él. Aunque lo hubiese intentado con toda su alma, cosa que no hizo, no conseguiría nada—. Y me parece que se ha atascado. De modo que a no ser que quieras cortarme el dedo, tendrás que dejarlo correr.
—De acuerdo —dijo Micah—. Lo dejaremos correr. Por ahora.
—¿Por qué estás aquí, a todo esto? —preguntó Raisa—. ¿Querías mojar tus manos en mi sangre y maldecirme por el crimen de haberme negado a casarme contigo? ¿Querías comprobar si tu asesino hacía bien el trabajo, o tal vez ayudarle?
Micah dio un puntapié a la cabeza del hombre que yacía en el suelo.
—Para ser exactos, es el asesino de mi padre —dijo—. No el mío.
Raisa se quedó muda, mirándolo de hito en hito.
—He venido a ofrecerte una alternativa —dijo Micah, haciendo girar su propio anillo—. Puedo llevarte abajo y entregarte a los asesinos que aguardan fuera —dijo—. O puedes regresar a los Páramos y casarte conmigo. Raisa se desplomó en una silla.
—¿Qué?
Micah sonrió sin separar los labios.
—Creo que tienes toda la razón. Los cabezacobriza no tendrán ninguna duda sobre quién es el responsable de tu asesinato. Aunque estés muerta, nombrar princesa heredera a Mellony y casarla conmigo provocaría un aluvión de protestas. Se alzarían en rebelión, empañando nuestro reinado y a los hijos que tuviéramos.
« Nuestro reinado —pensó Raisa—. ¿Nuestros hijos? ¿Micah y Mellonyì?» La mera idea le puso la piel de gallina.
—Tú tienes vínculos con los cabezacobriza —prosiguió Micah—. Pasaste temporadas con ellos y llevas su sangre. Mi padre lo ve como algo negativo, yo lo veo como una ventaja. Eres la heredera por linaje, y eres persuasiva. Si salieras en defensa de nuestro matrimonio, quizá no tardemos tanto en convencerlos para que lo secunden.
« No —pensó Raisa—. Nunca aceptarán a un consorte mago, y menos a un rey. Nunca jamás» . Ahora bien, dadas las circunstancias, no veía motivo alguno para decirlo en voz alta.
Micah no apartaba los ojos de Raisa, como si intentara leerle el pensamiento.
—Todo el asunto de la boda estuvo muy mal llevado. Supliqué a mi padre que me diera tiempo para convencerte de que te casaras conmigo de buen grado, pero tenía prisa. Nunca consideró que tu consentimiento fuese importante. No te conoce tan bien como yo.
Sin duda Micah estaba rememorando su aventura secreta en los meses precedentes al día de su onomástica. Sin duda había dado por descontado que su encanto bastaría para convencerla.
« Podríamos estar muy bien, juntos» , había dicho.
« No me conoces tan bien como crees —pensó Raisa—. El reino siempre es lo primero, antes incluso que los asuntos del corazón» .
Raisa se humedeció los labios y eligió las palabras cuidadosamente mientras las ideas se agolpaban en su mente.
—Bien, debo admitir que me sentí traicionada. La reina no había mencionado ni una sola vez nuestra boda hasta aquella noche. Yo no tenía previsto casarme tan joven. No comprendí por qué se esperaba que me casara el día de mi onomástica.
« ¿Por qué estás haciendo esto, Micah? —pensó Raisa—. ¿Por qué no dejas que las cosas sigan su curso según estaban planeadas? Contrariar a tu padre es tan peligroso como contrariar a los clanes. ¿Por qué correr un riesgo semejante?»
De pronto cayó en la cuenta. « Micah quiere casarse conmigo, no con Mellony» .
Aquello era asombroso. Mellony era la guapa de la familia: rubia, alta y esbelta, el vivo retrato de su madre. Su hermana pequeña todavía era una niña, pero no lo sería para siempre. Entretanto, seguro que Micah continuaría con sus merodeos por los pasillos.
Si Micah se casaba con Mellony, no podía dejar que Raisa viviera. Aunque le faltaran agallas para asesinarla, de ninguna manera querría dejar con vida a una aspirante al trono Lobo Gris, a alguien capaz de cohesionar un movimiento de oposición.
Raisa tenía clara una cosa: ella no era la reina Regina, dispuesta a arrojarse por un precipicio con tal de no casarse con un mago. Regresaría a los Páramos y se casaría con un carnicero, un trapero o un limpiador de retretes si ése era el precio de seguir viva y aferrarse al trono Lobo Gris.
Si lograba vivir, hallaría la manera de vencer.
—Muerte o matrimonio —dijo Raisa, poniendo los ojos en blanco—. Desde luego, los Bayar sabéis cómo cautivar a una chica.
Micah se encogió de hombros.
—No es la propuesta que hubiese preferido, pero no depende de mí.
—¿Crees que tu padre lo aceptará? —preguntó Raisa—. ¿O simplemente aguardará hasta que se presente otra ocasión para asesinarme?
Micah endureció su expresión.
—Mi padre sabe tan bien como yo que un matrimonio entre nosotros es lo más sensato desde un punto de vista político. Lo aceptará.
« ¿Estás intentando convencerme, o intentas convencerte a ti mismo?» , pensó Raisa.
—De acuerdo —dijo—. Tú ganas. Me casaré contigo si eso garantiza que la sucesión al trono no se modificará.
Micah se detuvo a mirarla un buen rato, como para descubrir a la chica oculta detrás de la máscara.
—Tal vez —dijo Micah finalmente, con una sonrisa torcida—, deberíamos sellar nuestro acuerdo con un beso.
Apoyó las manos en sus hombros y la atrajo hacia sí, abrazándola y doblando el cuello para unir sus labios a los de ella.
« Esto es una prueba» , pensó Raisa, e hizo cuanto pudo para superarla. Micah también puso mucho de su parte en el beso. La dejó sofocada y sin aliento, y él se tranquilizó.
—Nos vamos dentro de pocas horas —dijo Micah—. Tengo que hacer mi equipaje y avisar al mozo de cuadras. ¿Sigues montando aquella yegua picaza?
Raisa asintió, concibiendo una pizca de esperanza. ¿Era posible que Micah estuviera tan seguro de sí mismo como para permitir que ella fuera a recoger sus cosas?
—Traeré tu caballo —dijo Micah, como si le hubiese leído el pensamiento—. La ropa que llevas puesta tendrá que bastarte. Fiona puede prestarte lo que necesites. Viajaremos ligeros de equipaje.
« Como si la ropa de Fiona fuera a sentarme bien» , pensó Raisa.
Micah rebuscó bajo su capa y sacó un frasco lleno de un líquido púrpura. Una cadena sujetaba un vaso minúsculo. Agitó la botella para mezclar el contenido, le quitó el tapón y llenó el vasito.
—Toma —dijo, pasándoselo a Raisa—. Bébetelo.
Raisa olió el brebaje con tristeza. Tenía un aroma dulce y penetrante, como el vino de postre.
—¿Qué es?
—Algo para hacerte callar hasta que nos marchemos, dado que mi magia parece que ya no surte efecto en ti. —Al ver que Raisa lo miraba con cara de pocos amigos, se encogió de hombros—. No soy tan idiota como para fiarme de ti, Raisa.
—¿Por qué debería fiarme yo? No sé qué hay aquí dentro. Quizá te propones envenenarme.
Micah puso los ojos en blanco.
—La verdad, no estás en posición de imponer condiciones —dijo Micah.
—¿Qué pasa con los asesinos de abajo? —preguntó Raisa—. Si esto me deja noqueada, tendrás las manos ocupadas y yo no serviré para nada.
—Yo me encargaré de ellos —dijo Micah—. Venga, bébetelo antes de que suban a buscarnos.
Al no ver escapatoria, Raisa se bebió la poción púrpura. También sabía a vino de postre, aunque con un regusto amargo.
—¿Hierba de tortuga? —aventuró.
Micah asintió.
—Lo siento. Luego te dolerá la cabeza.
—¿Siempre llevas un frasco de este brebaje encima?
Micah negó con la cabeza.
—En realidad no lo he necesitado hasta ahora.
La hierba de tortuga actuaba deprisa, y Raisa era una persona de complexión menuda. Al cabo de un rato la cabeza comenzó a darle vueltas. Los lobos se apiñaban a su alrededor, como si quisieran sostenerla de pie. Raisa clavó los dedos en su pelaje, tratando de aferrarse a la conciencia.
¿Estaría esperándola Han? ¿Habría ido a buscarla a su residencia?
Nadie sabía dónde estaba.
¿Amon sería capaz de adivinar adónde había ido y vendría en su busca?
—No tengas ocurrencias mientras esté dormida, Bayar —farfulló.
Micah suspiró.
—No puedo controlar las ideas que tengo al respecto —dijo—. Pero no te preocupes, tenemos toda una vida para llevarlas a cabo.
La cogió en brazos y la tapó con su capa. Raisa se sentía grogui, desmadejada y flexible, mientras el sopor se adueñaba de ella. El corazón de Micah latía junto a su oído mientras bajaban por la escalera y salían a la calle.
Raisa intentó levantar la cabeza para echar un vistazo, pero le flaquearon las fuerzas.
—¿Dónde están los asesinos?
—Ya están muertos —le susurró Micah al oído—. Los he matado antes de subir. De no haber sido por ellos, habría llegado antes. 

La Princesa DesterradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora