En la Torre de Mystwerk

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Cuando Han regresó a Hampton, Bailarín fue a su encuentro en lo alto de la escalera.
—Malas noticias. Mientras estabas fuera, alguien ha puesto patas arriba tu… ¿Qué te ha ocurrido? —inquirió, al ver mejor el rostro de Han—. ¿Es que te ha pegado o qué?
Han pestañeó con un solo ojo, sin comprenderle.
—¿Si me ha pegado quién?
—La decana Abelard. Vienes de verla, ¿no?
Han asintió.
—Vengo de verla, pero no me ha pegado. Me he caído rodando por la escalera. He tenido que ir a ver a Leontus.
—¿Qué? ¿Cómo has…?
Han le pasó el trozo de cordel a Bailarín.
—Los mismos que hicieron ese estropicio en mi habitación dejaron esto atado de un lado a otro de la escalera.
El rostro de Bailarín se endureció como el ámbar.
—¿Está enterado el prefecto Blevins?
—Sabe que me he caído por la escalera. Estaban intentando quitarme el amuleto cuando él llegó corriendo. De no haber sido así, ahora estaría muerto.
—¿Quiénes eran?
—Micah y sus primos. Salieron pitando cuando vino Blevins.
Se balanceó y agarró el poste de arranque de la escalera para mantenerse erguido. La caminata de regreso casi había acabado con él. Bailarín le tendió la mano para que no perdiera el equilibrio.
—Ven y siéntate antes de que te caigas por la escalera otra vez.
Han siguió a Bailarín por el pasillo hasta su habitación. La cama estaba deshecha, las sábanas apiladas en el pasillo y los jirones de tela, barridos.
—He pensado que mejor me ponía a arreglar esto. —Bailarín le señaló una silla—. Siéntate.
Han se sentía mal dejando que Bailarín hiciera todo el trabajo, pero no le quedaban fuerzas para discutir.
—Esto no volverá a suceder —dijo—. Lo digo para que lo sepas.
—Ya —dijo Bailarín escéptico, sacando una brazada de ropa destrozada de Han al pasillo—. ¿Acaso piensas que Blevins…?
—Blevins no moverá un dedo. Además, no está a cargo de todo el campus. — La ciudad universitaria que había creído tan segura ahora parecía un lugar peligroso—. Tengo que hacerlo yo.
—Nosotros, querrás decir. —Como Han no contestó, Bailarín agregó—: ¿Qué tienes planeado? Tus hechizos protectores no han dado resultado, y no podemos quedarnos aquí día y noche.
—Voy a reunirme con Cuervo en el Aediion. Mañana por la noche. A ver qué se cuenta.
—Me parece que esa caída te ha reblandecido la sesera —dijo Bailarín, extendiendo sábanas limpias sobre un nuevo colchón de paja.
—No tengo elección. A mí no me achanta Bayar. Necesita que le den una buena paliza y pienso dársela yo.
—Ya no estás en el Mercado de los Harapos —dijo Bailarín—. Esto no es una guerra entre bandas.
—Eso es lo que tú crees.
Han movió los dedos de su brazo cautivo.
—Recuerda lo que ocurrió la última vez que fuiste al Aediion. Si te caes por la escalera, al menos habrá alguien cerca que te pueda ayudar.
—Nadie puede ayudarme si estoy muerto —dijo Han, palpándose el ojo hinchado.
—Si vas a por ellos con magia —repuso Bailarín— te expulsarán.
—Tengo que hacerlo yo, y tengo que hacerlo con magia porque ahí es donde creen que me llevan ventaja.
—Pero es que es cierto que te llevan ventaja.
Bailarín mojó un cepillo en un cubo de agua jabonosa y comenzó a fregar las paredes.
—Pues eso va a cambiar. —Han observó a Bailarín un rato—. Limpiaré tu habitación durante un mes —propuso—. En cuanto me quiten este cabestrillo.
Bailarín arrugó la nariz.
—Me debes un año entero de limpieza, después de esto —dijo—. Y si insistes en ir al Aediion, que sepas que voy contigo.
Han negó con la cabeza.
—Me dijo que fuera solo.
—Necesitas que alguien te cubra la espalda —repuso Bailarín.
—Quizá ni se presenta —dijo Han—. Ya ha pasado un mes.
—Espero que así sea —dijo Bailarín.
Han se quedó en su habitación todo el día siguiente, descansando y recargando su amuleto de modo que estuviera listo para su encuentro con Cuervo. Después del reposo y de un poco de corteza de sauce de Bailarín, Han se encontró bastante mejor y se vio con ánimo de ir al centro con Bailarín a comprar ropa nueva para reemplazar la que le habían destrozado, cosa que les llevó bastante tiempo. Para empezar, Han no estaba acostumbrado a comprar ropa nueva. Había que tomar demasiadas decisiones: tejido, corte, color, estilo.
Por otra parte, la costurera se tomó su tiempo. Era una chica curvilínea de Tamron pintada con kohl y labios de color frambuesa. De entrada se comió con los ojos la figura maltrecha de Han, pero no tardó en comenzar a medirle todas las partes imaginables del cuerpo y a deshacerse en elogios del hombre en que lo convertiría cuando hubiese acabado con él.
Sus manos se demoraron más de lo necesario en los hombros, las caderas y los muslos de Han. Comparó el azul de los terciopelos con el de sus ojos; Al cubrirle el torso de tela, se arrimó y susurró:
—Ven tú solo a probarte las prendas.
Era bastante guapa, y Han habría recibido con agrado un ofrecimiento así en el pasado. Ahora el interés de la chica sólo conseguía que se sintiera cansado y acosado.
« Realmente estás vencido, Alister —pensó Han—. Necesitas un tónico» .
Para entonces ya era demasiado tarde para cenar en el comedor, de modo que se dirigieron a la Calle del Puente. Volvieron a discutir sobre el Aediion durante la cena. Bailarín era más terco que una mula, y el debate prosiguió mientras iban a la Biblioteca Bayar.
—¡De acuerdo! —dijo Han, exasperado—. Nos reuniremos en el Aediion, en la Torre de Mystwerk. Nunca he estado ahí, así que tendremos que ir a ese lugar para poder encontrarlo en el mundo de los sueños. Nos marcharemos hacia las once y cuarto. Eso nos dará tiempo de entrar y prepararnos. Tú montarás guardia mientras yo cruzo al otro lado. Si no regreso, vienes en mi busca.
Bailarín aceptó a regañadientes.
Han apartó de su mente la inquietud que le causaba la idea de no ser capaz de regresar del Aediion. Y que Cuervo no estuviera allí.
La Biblioteca Bayar era un ornamentado edificio de piedra a orillas del río, conectado con Mystwerk Hall por una serie de galerías con arcadas de piedra que resguardaban a los estudiantes de las inclemencias del tiempo. La biblioteca recordaba a Han a la familia que la había construido: era intencionadamente intimidatoria.
Parecía un palacio de sabiduría, con sus barandillas labradas, sólidos alféizares de granito y enormes hogares encendidos hasta bien entrada la noche. Había cinco pisos principales, asignados a los estudiantes de primer, segundo y tercer grado, y otros dos con salas de lectura y auditorios para los maestros y decanos. Aún más arriba estaban los archivos a los que sólo se accedía mediante escaleras replegables y reservadas a académicos entregados a su trabajo.
Han se agachó sin querer bajo la insignia del Halcón Encorvado tallada sobre la puerta, como si en cualquier momento fuera a sentir las garras abiertas clavadas en la piel del cogote y el pico afilado desgarrándole la espalda.
En la sala de lectura para los alumnos de primer grado, los principiantes tenían acceso a textos sobre magia tan poco comunes que ni siquiera los ricos herederos de las casas de magos podían permitirse tener un ejemplar. Cuando Han y Bailarín entraron, Han vio que Micah Bayar, Wil Mathis y los hermanos Mander ya habían ocupado el mejor sitio junto al fuego, con sus libros y papeles esparcidos sobre una gran mesa redonda.
Junto a la puerta había un diplomado para resolver dudas, emitir pases y asegurarse de que quienes usaban las salas de lectura no distrajeran a los demás de su trabajo.
Micah estaba encorvado sobre sus libros como si estudiara concienzudamente. Pasaba las páginas poco a poco y, de tanto en tanto, tomaba apuntes en una elegante libreta encuadernada en cuero.
Miphis Mander tenía la mirada perdida y mordisqueaba su pluma. Cuando vio a Han, se quedó boquiabierto y la pluma le cayó al suelo. Se puso a boquear como un pez fuera del agua.
Justo entonces, Fiona Bayar entró desde la sala adyacente cargada con un libro muy grande, marcando el punto con un dedo. Su expresión aburrida se tornó desconcierto cuando sus ojos se toparon con Han, fijándose en su magullado rostro y el brazo en cabestrillo. Miró a Micah, luego otra vez a Han y frunció el ceño.
Ella no estaba metida en esto, fue lo que constató Han. Creía que lo compartían todo pero ella no sabía nada de este plan. Se preguntó por qué.
Miphis dio un codazo a Micah. Micah levantó la cabeza con aire molesto, como si se dispusiera a gritarle a su primo. La estupefacción del semblante de Micah Bayar al ver a Han casi, sólo casi, hizo que valieran la pena las humillaciones y heridas del día anterior. Estupefacción que enseguida borró de su rostro.
Sus ojos se cruzaron y se sostuvieron la mirada.
—Sangre y huesos, Alister, ¿qué te ha sucedido? —dijo Micah, tocándose la barbilla con el índice—. ¿Otra pelea?
Miphis se rió con disimulo, mirando alternativamente a Han y a Micah.
—Me caí por la escalera —dijo Han—. De hecho, por poco me rompo el cuello.
—Quizá deberías poner más cuidado la próxima vez —dijo Micah, estirándose perezosamente.
El desconcierto de Fiona se convirtió en ira. Echó el brazo para atrás y lanzó el libro contra la cabeza de su hermano. Éste se agachó justo a tiempo. El libro pasó silbando por encima de él y se estrelló contra la pared con una fuerza tremenda.
El diplomado levantó la vista, fulminándolos con la mirada, pero decidió no intervenir al ver de quién se trataba. Wil Mathis fue a recoger el libro y se lo devolvió a Fiona, que se sentó al lado de Wil y abrió sus libros, con un rubor en las mejillas.
Fiona tenía un brazo peligroso. Han tomó nota para no olvidarlo.
También se preguntó qué podía estar ocurriendo entre los Bayar.
Han y Bailarín se sentaron a una mesa de un rincón. Cada cual eligió un libro y tomó apuntes de los capítulos que tocaban, y luego los volvieron a copiar para intercambiarlos.
En varias ocasiones, Han levantó la vista y se encontró con Fiona mirándolo fijamente, con los ojos azules casi púrpuras a la luz parpadeante de las velas y agarrando con fuerza el libro que tenía ante sí encima de la mesa.
« Bueno, mira cuanto quieras, chica —se dijo Han a sí mismo, dándose masaje en la cabeza dolorida—. No puedo hacer más por mi aspecto. Esto ha sido obra de tu hermano» .
Aquél era el meollo del asunto. En el mundo aristocrático, tu enemigo cenaba y bailaba contigo, diciéndote lindezas a la cara mientras se disponía a clavarte un puñal por la espalda.
A las diez Han dejó lo que estaba haciendo y cogió el Kinley para releer el capítulo dedicado al Aediion. Nunca había planeado regresar; ahora tenía que estudiar deprisa.
A las once en punto, Micah recogió sus libros y papeles y los guardó en su cartera. Se puso la capa, se echó la cartera al hombro y se detuvo ante el escritorio del diplomado para que le diera un pase, dado que ya regia el toque de queda de las diez.
Al parecer, Micah daba por concluida su jornada.
Esforzándose por concentrarse, preguntándose dónde había ido Micah, Han leyó y tomó apuntes hasta que las campanas de la Torre de Mystwerk dieron las once y cuarto. Cruzando una mirada con Bailarín, metió sus papeles en el macuto y encima de ellos el Kinley. Bailarín también recogió sus libros y papeles.
Han se levantó, se desperezó pese al daño y con una sola mano se cubrió con la capa, dejando oculto el macuto.
Asintió al diplomado, que había levantado la vista al ponerse él y Bailarín de pie.
—Bueno, ya va siendo hora de que volvamos a la residencia —dijo Han.
Han fue a pedir sus pases al diplomado. Miphis Mander dedicó una mirada repulsiva a Han y susurró:
—Cuidado al salir. El primer peldaño es criminal.
—¿Perdón? —dijo Han—. ¿Decías algo?
Se acercó a Miphis y se agachó como para oírle mejor.
Miphis se rió burlonamente, creciéndose, al parecer, por el estado en que se encontraba Han.
—He dicho que andes con cuidado ahí fuera. Ése…, eh. ¡Eh!
Se quedó sin aliento cuando el puñal de Han le rajó los bombachos de la cintura al tobillo; fue un gesto rápido y hábil que nadie vio antes de que el puñal desapareciera. Miphis se agarró los pantalones con ambas manos en un intento por no perder la compostura.
—Tienes suerte de que con el cuchillo sea tan bueno con la derecha como con la izquierda —dijo Han entre dientes. Fue una fanfarronada, pero tampoco exagerada. En voz más alta añadió—: Tú sí que debes andarte con cuidado ahí fuera. Hace un poco de frío para ir con el culo al aire.
Quienes ocupaban mesas cercanas se volvieron para mirar.
Fiona hizo ademán de ir a levantarse de la silla pero no llegó a hacerlo.
Han supuso que Miphis no intentaría cogerle el amuleto ya que tenía las dos manos ocupadas.
Bailarín ya tenía sus pases. Han cogió la linterna y se la llevó al vestíbulo. En lugar de salir por la puerta lateral, subieron la amplia escalera hasta el tercer piso y se escondieron en un rincón. Han tapó la linterna mientras Bailarín ataba una cuerda al asa. Han descorrió el pestillo de los postigos con la mano sana y los abrió, notando en el rostro el aire gélido de la noche.
Entrar y salir a hurtadillas de cualquier sitio era una habilidad que Han dominaba desde niño. Toda su vida la gente había intentado encerrarlo en lugares donde no quería estar o le había impedido el acceso a lugares a los que quería entrar.
Aun así, no era tarea fácil para un hombre con un solo brazo. Le alegró que Bailarín estuviera con él.
Se dio impulso para sentarse en el amplio alféizar, pasó las piernas al otro lado y saltó la escasa distancia que lo separaba del tejado de la galería. Al aterrizar, una teja se soltó y cayó al sendero de piedra de debajo, haciéndose añicos con un estrépito que sonó como un grito en plena noche. Se quedó paralizado pero nadie acudió.
« Te falta práctica» , pensó Han. Y el brazo en cabestrillo afectaba su equilibrio.
Bailarín lo siguió con la linterna tapada. Recorrieron de puntillas el tejado de la galería, un piso por encima de cualquier guardia del rector o diplomado entrometido que patrullara los patios. Las galerías formaban una red de caminos secretos que podían llevarle casi a todos los sitios que quisiera sin ser visto.
Parecía que no había nadie más en la calle después del toque de queda, salvo
dos enamorados envueltos en sus capas que se habían escondido en el rincón que formaban la galería y Mystwerk Hall. Estaban bien arrimados, con las manos entrelazadas, y hablaban en susurros.
Han sintió una punzada de remordimiento al pensar en Pájaro. Se preguntó si ella alguna vez pensaría en él. No. Había dejado muy claro que no quería volver a verlo nunca más.
Los amantes no repararon en que Han y Bailarín pasaban por encima de sus cabezas como dos almas en pena.
Tuvieron que caminar pegados a la pared hasta la primera ventana que se abría a Mystwerk Hall. Han sacó el puñal de debajo de la capa y lo metió entre los postigos, haciendo saltar el pestillo interior. Tiró de los postigos hacia él y se asomó a un aula vacía. Apoyando el trasero en el alféizar de piedra, se volvió y saltó adentro, cayendo de pie sobre el suelo del otro lado. Bailarín le pasó la linterna colgada de la cuerda y lo siguió.
« Esto seguramente no es lo que Leontus quería decir cuando me dijo que me lo tomara con calma» , pensó Han, procurando ignorar el insidioso dolor del brazo y el hombro.
Bailarín destapó con cuidado un panel de la linterna y echó un vistazo desde la puerta del aula. Estuvo quieto un momento, escuchando con la cabeza ladeada, y luego hizo una seña a Han para que fuera hacia el pasillo.
Siguieron el pasillo hasta que llegaron a una escalera que subía. A Han le gustaban las escaleras de piedra: nunca crujían. Subieron más allá de las plantas reservadas a los diplomados y los maestros, apartándose de las puertas de los despachos y laboratorios donde había alguna luz encendida.
La puerta del campanario estaba cerrada, pero resultó fácil de abrir con una ganzúa de hierro que Han llevaba consigo. La puerta daba a una escalera más estrecha, esta vez de madera. Se retorcía hacia arriba y los muros rozaban los codos de Han.
Las ratas correteaban delante de ellos, metiéndose en grietas invisibles. En lo alto de la escalera una puerta sin cerrar daba a la cámara de las campanas.
Tras destapar la linterna, Bailarín la dejó en un rincón y echaron un vistazo. Las cuerdas colgaban como fantasmagóricas colas de las cuatro enormes campanas que marcaban la cadencia de la vida de Han aquellos días. Una escalera de mano apoyada contra una pared permitía acceder al mecanismo de las campanas.
Han dio una vuelta a la estancia, fijándose en todos los detalles, de modo que pudiera regresar al Aediion. Se instaló en un rincón y sacó el ejemplar del Kinley de su macuto.
Bailarín se apoyó contra la pared, cerca de él. Sacó un cuaderno de notas que dejó en su regazo.
—¿Cuándo tendría que comenzar a preocuparme? —preguntó.
—Dame media hora —dijo Han.
—Eso es demasiado —objetó Bailarín—. No sabes qué cantidad de poder has sido capaz de almacenar. Prueba a quedarte menos tiempo esta primera vez.
—Puedo estar muerto dentro de cinco minutos —dijo Han—. O hago esto o no lo hago. Tengo mucho que aprender y ando escaso de tiempo.
Aun así, estaba nervioso. Sudaba a pesar del viento gélido que se colaba entre las paredes del campanario. Respiraba profundamente, procurando serenarse.
Esta vez Gryphon no estaría a mano para traerlo de vuelta si se quedaba más tiempo de la cuenta. Sólo cabía esperar que Bailarín pudiera sustituirle en caso necesario.
« Vigila tu espalda, había dicho Bayar. Sé dónde vives y dispongo de mucho tiempo» .
La determinación de Han se volvió inflexible. Se puso el Kinley en el regazo y buscó el capítulo sobre el Aediion. Mirando en torno a la estancia, grabó en su memoria imágenes que lo anclaran a aquel lugar. Luego agarró el amuleto y pronunció el hechizo que abría el portal.
Volvió a engullirlo el torbellino de oscuridad. Cuando la luz regresó, Han estaba de pie en medio del suelo del campanario. La luna entraba por las ventanas arqueadas, proyectando sombras en el suelo de madera e iluminando el polvo que flotaba en el aire. El polvo se concentró, tomó forma y se organizó hasta convertirse en Cuervo. Como si éste lo hubiese estado aguardando con ansia.
—Gracias a la Hacedora —dijo Cuervo, sumamente aliviado—. Estaba comenzando a pensar que te había ocurrido algo malo. No sabía si seguir viniendo o…
—Te escucharé —interrumpió Han—. Pero no prometo nada.
Cuervo descartó las palabras de Han con un ademán.
—No tengo la menor duda de que cuando veas el potencial de… —Se calló de golpe y entrecerró los ojos—. ¿Qué es eso que llevas puesto?
Han se miró la ropa. Llevaba mallas y camisa de los clanes, y no presentaba ni rastro de las heridas recientes. ¿Así era como se veía a sí mismo?
—Prueba esto —dijo el aristócrata. Las ropas de Han se reorganizaron, adquiriendo colores y adornos hasta que quedó vestido con un abrigo de terciopelo azul marino y con una camisa de lino inmaculada cuyas puñetas le tapaban parte de las manos; pantalones estrechos de color negro, un cinturón con hebilla de plata y botas de cuero negro. Han nunca había poseído mejor ropa que aquélla.
Cuervo sonrió.
—Mucho mejor. Y, para terminar… —Señaló.
Han se miró las manos, que de pronto estaban cargadas de anillos con piedras que iban de los rubíes a los diamantes pasando por las esmeraldas. Si fuesen reales, valdrían una fortuna.
—¡Oye! —exclamó Han, sacudiendo las manos como si así pudiera desprenderse de la bisutería—. Quítame esto o me largo.
Y así, sin más, las joyas desaparecieron y la ropa se transformó en un sencillo abrigo gris y unos bombachos negros. Aun así las prendas tenían un tacto distinto al estar confeccionadas con telas más suaves y cortadas a la medida de su cuerpo.
—Listos —dijo Cuervo, que suspiró y puso los ojos en blanco—. Ahora pareces un clérigo de los llanos. ¿Esto es lo que quieres?
—Lo que quiero es que dejes mi ropa en paz —dijo Han entre dientes—. No he venido aquí para jugar a los disfraces.
—Deberías vestirte como lo que aspiras a ser —dijo Cuervo—. Forma parte del juego.
Cuervo extendió el brazo delante de él, admirando los encajes de la manga y los numerosos anillos de los dedos, como un ropavejero probándose ropa que los aristócratas hubiesen tirado a la basura. Lo único sencillo que llevaba era el amuleto, un cuervo negro tallado en ónice con los ojos de diamante.
—Ya te lo dije. No soy un petimetre ni quiero serlo —dijo Han, que ya se estaba arrepintiendo de haber venido. No le gustaba que Cuervo pudiera cambiar a su antojo lo que los rodeaba. Apoyando la espalda contra la pared invocó un puñal y se aseguró de tener su talismán a mano.
Al levantar la vista vio que Cuervo se estaba aguantando la risa ante sus esfuerzos.
—¿Por qué no una espada? —propuso Cuervo.
Han se encontró empuñando una espada inmensa. La hoja llegaba casi hasta el techo y emanaba llamas azules.
Cuervo sonrió.
—¿Te gustaría…, una armadura, tal vez?
En un instante, Han cargaba con un pesado peto de oro y llevaba los brazos enfundados en guanteletes de cota de malla.
—Creo que me he excedido un poco —dijo Cuervo. La espada y la armadura desaparecieron tal como había aparecido.
Han fulminó a Cuervo con la mirada. No había acudido allí para que jugaran con él.
« Quizá debería retirarme y cerrar el portal ahora mismo» , pensó. Agarró el amuleto. Resplandeció entre sus dedos como una estrella fugaz.
—Perdóname, por favor —dijo Cuervo, dando un paso al frente y levantando ambas manos—. Lo que pretendía explicarte es que tu puñal aquí no sirve de nada. Es una ilusión. No estoy diciendo que las ilusiones no puedan ser extraordinariamente poderosas. Pero la única manera de hacer daño a alguien en el Aediion es mediante el uso directo de la magia.
« Eso es lo que tú dices —pensó Han—. A mí todo me parece la mar de convincente» .
—¿Estás al menos dispuesto a decirme cómo te llamas? —preguntó Cuervo.
—Me llamo Alister —dijo Han. Esperaba que a cambio Cuervo le dijera su verdadero nombre, pero no lo hizo. Parecía distraído, le llamaba la atención cualquier cosa que viera u oyera; el chacoloteo de los cascos de los caballos en la calle, las llamas en los hogares, el estampado de sus mangas de terciopelo. Era como un niño que lo examinara todo como si fuese nuevo y fascinante.
Un tipo peculiar, se mirara por donde se mirase. ¿Ese sujeto iba a ser su compañero?
—¿De dónde eres? —preguntó Han—. Tienes acento norteño, pero no te he visto en el campus.
—¿No te parece razonable que adopte un aspecto diferente en el Aediion si no quiero que me reconozcas en el mundo real? —dijo Cuervo—. Siempre cabe que te haya juzgado en modo equivocado, que me traiciones si sabes quién soy.
De modo que podía ser cualquiera.
Han estrechó con más fuerza el amuleto. « Quizá sea lo que quiere en realidad —pensó Han—. Mi amuleto» . Cuervo le estaría dando coba hasta que tuviera ocasión de quitárselo. Bueno, Han no iba ser una presa fácil.
Como si Cuervo le hubiese leído el pensamiento, el amuleto de Cuervo se transformó hasta ser idéntico al de Han.
—Mira, ¿lo ves? No codicio tu amuleto. Ya tengo el mío —dijo.
En el mundo de los sueños era difícil distinguir lo que era real de lo que no.
—Oye —dijo Han—, dijiste que podías enseñarme magia.
—Así es —dijo Cuervo—. Lo que puedo enseñarte te convertirá en el hechicero más poderoso de los Siete Reinos. —Fue hasta una ventana y se asomó. Luego dio media vuelta y apoyó los pulpejos de las manos en el alféizar —. Pero todo tiene un precio —agregó.
« Ajá —pensó Han—. Ahora viene cuando el Quebrantador exige que le pague con mi alma» . Bueno, ya había tratado con maniobreros otras veces.
Sabía cuándo rechazar un mal acuerdo.
—¿Cuál es tu precio? —preguntó Han, fingiendo indiferencia.
—No invertiré mi tiempo en alguien que nunca haga un uso completo del don de conocimiento que ofrezco —dijo Cuervo—. Si vamos a ser aliados, espero constatar mejoras en todos los aspectos de tu vida: tu forma de hablar, tus modales, tu… atuendo.
Hizo un ademán, abarcando la vestimenta de Han.
Han lo miró fijamente, pillado por sorpresa.
—¿Quieres que me convierta en un maldito aristócrata? ¿Ése es tu precio?
Cuervo se estudió las manos, haciendo girar el elaborado anillo que llevaba en el índice derecho.
—El tiempo de que disponemos en el Aediion es limitado. No quiero desperdiciarlo enseñándote a moverte en sociedad. Seguro que puedes encontrar a otra persona te aleccione en esas disciplinas.
—Mira —dijo Han—. Apenas tengo tiempo para aprender todo lo que tengo que aprender, y menos para mejorar mis modales y mi forma de hablar.
Cuervo se acercó a Han, inclinándose hasta que sus narices prácticamente se tocaron.
—No subestimes a los Bayar. Hasta ahora te ha acompañado la suerte, pero sólo porque ellos te subestiman ti. Acabarán contigo si no aprendes; a plantarles cara en su nivel. Hace falta algo más que hechicería. Hace falta algo más que un poderoso amuleto. Se trata de política, y de la ley, y de ganarse a gente poderosa para tu causa. Eso requiere, como mínimo, saber expresarse bien.
—¿Qué más te da que me liquiden? —dijo Han—. A ti no te afecta si pierdo.
—Digamos que se trata de un ajuste de cuentas —dijo Cuervo, volviéndose para mirar por una de las ventanas de la torre—. Odio la Casa de Aerie —agregó en voz baja—. Destruyeron todo lo que me importaba.
« Pues entonces tenemos algo en común —pensó Han—. Si es que está diciendo la verdad» .
Con todo, el aristócrata llevaba razón, si lo pensaba bien. Han tenía que aprender a luchar en su terreno. De lo contrario, no tardaría en hundirse. Recordó la humillante experiencia de la cena de la decana. Quizá mereciera la pena dedicar parte de su tiempo a evitar repetir una escena semejante.
—De acuerdo —dijo Han—. Buscaré un profesor. Pero si quieres ayudarme, no puedo esperar hasta que aprenda a hablar como un cursi. Los Bayar ya han ido a por mí dos veces. A la tercera va la vencida.
Cuervo se puso tenso, y sus ojos azules brillaron en su pálido rostro.
—¿Han ido a por ti? ¿Qué quieres decir?
—Que han intentado matarme y quitarme el amuleto. Tengo que poner fin a eso.
Cuervo meneó la cabeza con un movimiento rápido y desdeñoso.
—No. Eso no lo voy a permitir —dijo, golpeándose la palma de una mano con el puño de la otra—. Finalmente he encontrado a alguien con quien creo que podré trabajar y no pienso dejarles… —Dejó la frase inacabada, como si de pronto recordara que Han estaba presente—. Los detendremos —dijo, con firmeza y resolución—. Te enseñaré un hechizo que los destruirá sin dejar ningún rastro que lo relacione contigo.
—No —dijo Han, sorprendido de que Cuervo se tomara tan a pecho su posible muerte—. Eso no es lo que quiero. Si lo hago, ya me veo trepando a la encina de la muerte dentro de nada.
—¿Cómo dices? —preguntó Cuervo, mirándole fijamente.
—Me enviarán de regreso a los Páramos para que me ahorquen —explicó Han—. Además, matar tampoco es tan impresionante. Cualquier idiota puede matarte si quiere hacerse famoso, sin que le importe lo que le cueste. Por eso incluso los cabecillas más listos de las calles acaban cayendo, tarde o temprano. —Han se arremangó las mangas y le gustó el tacto de la buena lana—. Matar es una manera de encargarse de un rival, pero también demuestra respeto. Demuestra que es lo bastante importante como para que hables con él. Lo mejor es humillarlo. Ponerle en ridículo. Demostrarle que yendo a por ti se juega su reputación.
Cuervo se quedó mirando perplejo a Han, tan asombrado como si un adoquín de la calle se hubiese levantado del suelo para dar un discurso.
—Podría liquidar a esa cuadrilla, si quisiera. No necesito de tu ayuda para eso —prosiguió Han—. En eso soy bastante bueno. Pero no quiero hacerlo. Sólo necesito que lamenten haber ido a por mí y que se lo piensen dos veces antes de intentarlo otra vez. Así podré seguir con mis asuntos.
Cuervo arrugó la frente como si le sorprendiera que Han tuviera planes propios.
—¿Tus asuntos? ¿Cuáles son?
—Mis asuntos —repitió Han. Sabía guardar un secreto tan bien como Cuervo —. Quiero usar la magia para meter miedo a los Bayar. Quiero algo que nadie haya visto antes, de modo que yo no resulte sospechoso ni me expulsen.
—Vaya, vaya —dijo Cuervo, rascándose el mentón y contemplando a Han con renuente respeto.
—No pienses mucho rato, ¿de acuerdo? Tengo que hacer algo antes de que vengan a por mí otra vez —dijo Han—. Entretanto, hay que impedir que entren en mi habitación. Quiero algo que no vaya a matar a nadie pero que los mantenga alejados —repitió para hacer hincapié—. ¿Tienes algo así?
—Por supuesto —dijo Cuervo, poniendo los ojos en blanco—. Aclarémoslo: ¿quieres algo que ahuyente a personas concretas? ¿O a todo el mundo menos a ti?
—Personas concretas. También necesito saber cómo burlar cualquier hechizo protector que hayan puesto ellos.
Cuervo extendió la mano y surgieron unas frases en forma de llamas sobre la pared de piedra de la torre.
—Ése es el encantamiento —dijo—. Tienes que pronunciarlo en cada entrada de tu habitación: puertas y ventanas. Ánclalo a tus enemigos con esta frase, usando un pelo, sangre o carne de ellos. —Surgió otra frase—. Esto no sólo les impedirá entrar sino que los marcará para que sepas quiénes han intentado cruzar el umbral de tu habitación.
—¿Los marcará? ¿Cómo? —preguntó Han con recelo.
Cuervo sonrió torciendo la boca.
—Forúnculos y pústulas —dijo—. A mansalva. Bien, así es como se desarman los hechizos protectores que hayan dispuesto ellos. Es muy versátil, y no es preciso que sepas qué hechizo han utilizado.
Han leyó repetidas veces las frases hasta que estuvo seguro de haberlas memorizado, pero el nudo de sospecha que tenía en el estómago no se le deshacía.
—Estoy corriendo un gran riesgo con esto —dijo—. Si me cuelo en sus habitaciones y tu hechizo no da resultado me habré metido en un lío de almanaque. —Hizo un gesto con la mano—. Muéstrame algo. Quiero verte hacer magia en el mundo real.
Cuervo lo meditó un momento y al cabo dijo:
—Muy bien. Pero para hacerlo tendremos que salir del Aediion de una manera que no me delate. —Caminó derecho hacia Han. Han retrocedió pero chocó con la pared. El otro mago siguió acercándose hasta que pareció meterse dentro de Han, helándole los huesos como un viento gélido en las Espíritus.
—Ahora pronuncia el hechizo para cerrar el portal —dijo Cuervo dentro de su cabeza.
Han agarró su amuleto y pronunció el hechizo.
Una vez más, el paso por la oscuridad.
Bailarín levantó la vista, asustado, cuando Han abrió los ojos. La inclinación de la luz indicó a Han que estaba de regreso en la Torre de Mystwerk; la real. Llevaba su ropa habitual y el brazo en cabestrillo. Sintió una punzada en la clavícula, que de súbito le hacía daño.
Bailarín se puso de pie.
—¡Caza Solo! ¿Qué ha pasado? ¿Por qué has regresado tan pronto?
—Esto requiere muy poco poder, que es lo único que te queda —susurró Cuervo al oído de Han—. Usa el mismo hechizo para anclar a éste también.
Los dedos de Han describieron un hechizo y las palabras del conjuro manaron de su boca a medida que Cuervo hablaba a través de él.
Por un instante pareció que no sucedía nada. Luego Han oyó una ráfaga de ruido, miles de minúsculos movimientos a su alrededor. Las paredes del campanario parecieron cobrar vida, con ojos brillantes y rostros bigotudos y dientes de roedor.
Ratas y ratones manaban de cada grieta y resquebrajadura, aglomerándose en el suelo y avanzando hacia él como un mar gris afelpado coronado de ondulantes colas como gusanos.
Han oyó un aleteo encima suyo, y nubes de murciélagos cayeron de lo más alto del campanario, volando en picado hacia él, abriendo sus bocas triangulares llenas de dientes afilados como agujas.
—¡Aaah!
En un acto reflejo, Han levantó el brazo izquierdo para protegerse la cabeza y la cara, y rozó una piel curtida. Los murciélagos chocaban con él y se caían al suelo, extendiendo las alas como desconcertados.
Bailarín agarró la linterna y la hizo oscilar formando un arco amplio, obligando a los animales a retirarse. Han se reunió con él en su rincón y ambos pegaron la espalda a la pared.
Las ratas y ratones se deslizaban por debajo de la linterna de Bailarín y se arremolinaban a los pies de Han, hincándole sus afilados dientes en los tobillos. La magia era real. La magia había cruzado el portal. Y estaba anclada a él.
Han saltaba de un pie al otro, procurando sacudirse los roedores que le trepaban por los bombachos. Alargó el brazo con intención de canalizar poder contra aquella ingente horda. Entonces recordó que se hallaba en la torre de madera y piedra de Mystwerk Hall y que si lo hacía correría el riesgo de incendiar el edificio.
Agarrando el amuleto otra vez, Han pronunció el hechizo del seto de espinas, girando sobre sí mismo. Un matorral espinoso surgió en torno a ellos, tan denso e impenetrable que las ratas se quedaban clavadas en las púas. Bailarín pisoteó las pocas ratas que se habían colado mientras Han pegaba manotazos a los murciélagos que aún se lanzaban en espiral contra ellos.
—Buen trabajo —dijo Cuervo en el oído de Han, con voz grave y divertida—.
Muy creativo. Ahora haz que se vayan.
Pronunció el hechizo correspondiente, hablando por boca de Han.
Como si alguien hubiese quitado el tapón del nauseabundo mar de roedores, éstos fueron engullidos por las paredes. Instantes después, Han y Bailarín estaban solos en la torre del campanario, rodeados por tres lados por un seto de espino y por un círculo de ratas muertas.
El corazón de Han latía con fuerza. Tenía la camisa empapada en sudor. Se deslizó pared abajo hasta quedar sentado en el suelo.
Cuervo volvió a susurrarle al oído.
—Mañana a medianoche. El mismo lugar. Y, por favor…, carga un poco más de poder en tu amuleto la próxima vez. Tenemos mucho que hacer y hay que trabajar deprisa.
Y desapareció.
—¿Caza Solo? —Bailarín se arrodilló a su lado—. Por la sangre y los huesos de Hanalea, ¿de qué iba todo esto?
Han se apartó el pelo húmedo de la frente y se quedó pensando hasta que la respiración y el pulso recobraron un ritmo normal. Levantó la vista hacia Bailarín y sonrió.
—Creo que ya sé cómo resolver nuestro problema con los ladrones —dijo.

La Princesa DesterradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora