El grupo de Abelard fue llegando a la sala de reuniones de la decana y se apiñó al otro lado de la mesa donde aguardaba Han, mirándole con desconfianza. Micah suspiró y puso los ojos en blanco, como si no contara con sacar ningún provecho de aquella sesión, pero bajo su pose de aburrimiento Han percibió miedo. Nadie parecía tener ganas de ir a parte alguna con Han Alister en aquel preciso momento.
Excepto Abelard y Gryphon. Y tal vez Fiona. Su expresión de serena valoración dijo a Han que aún no había renunciado a ganarlo para su causa.
El amuleto del rey Demonio pendía del cuello de Han. Junto a él colgaba un talismán Demonai tallado en serbal y roble. Se suponía que éste debía protegerlo de la posesión. Por descontado, Han y Bailarín no habían tenido ocasión de probarlo porque, pese al seminario de Mordra, ninguno de ellos sabía cómo se poseía a una persona.
El amuleto de Han estaba cargado al máximo de poder. Cuervo le había sugerido que robara poder a un tercero, pero Bailarín había encontrado un hechizo que le permitió dar poder a Han juntando sus amuletos.
—No hay problema —había dicho Bailarín, sonriendo—. De todos modos no tengo previsto ningún plan mágico de envergadura.
En cuando todos estuvieron reunidos ante Han, los ojos de Micah se fijaron en el amuleto de la serpiente. Lo miró detenidamente y luego buscó los ojos de Han. Seguramente preguntándose si Gata ya había intentado robárselo. Era harto posible que Micah hubiese esperado que Han se presentara ante la decana sin él.
—Ahora que ya estamos todos aquí, comenzaremos —dijo la decana Abelard—. Cuando Alister se unió a nuestro grupo de estudio, les dije que había logrado viajar al Aediion. Esta tarde compartirá su experiencia con nosotros. Confío en que hayan traído sus amuletos bien cargados. —Con una inclinación de cabeza, se dirigió a Han—. Tiene la palabra.
—Muy bien —dijo Han, sin saber si debía levantarse o quedarse sentado. Decidió ponerse de pie—. Seguramente ya saben que no es fácil viajar al Aediion. Hay magos que piensan que ni siquiera existe. Pero existe. La primera vez que fui fue durante la clase del maestro Gryphon, pero desde entonces he vuelto a ir varias veces.
—Y siempre ha regresado, según parece —dijo Micah, arrastrando las palabras como si hubiese preferido que no fuera así.
—Bueno, eso es importante, desde luego —dijo Han, echando la cabeza para atrás y mirando a Micah por encima de la nariz—. Dudo que alguien quiera quedarse atrapado allí. Sería un mal asunto. —Siguió mirando a Micah hasta que éste apartó la vista—. Hay quien piensa que la clave para ir al Aediion reside en el amuleto que se use —prosiguió—. Otros piensan que una vez que has estado allí, la siguiente resulta más fácil. Como si abrieras un camino que puedes usar una y otra vez. —Miró a los presentes—. ¿Cuántos de ustedes han intentado ir al Aediion?
Todos levantaron la mano.
—¿Cuántos lo han conseguido?
—Ahora sean sinceros —terció Abelard.
Nadie levantó la mano, ni siquiera Micah o Fiona.
—¿Cómo sabemos que tú has estado? —preguntó Mordra, toqueteándose el amuleto.
Han inclinó la cabeza hacia Abelard, que dijo:
—Yo estoy convencida de ello, y con eso debe bastar.
Mordra se encogió de hombros y Han continuó.
—Hoy los llevaré allí, usando mi amuleto y el camino que he abierto —dijo —. No puedo garantizar que sean capaces de regresar por su cuenta, pero quizá les resultará más fácil la próxima vez.
Todo aquello eran tonterías, una historia que habían inventado él y Cuervo, pero Han era un mentiroso consumado y todos asintieron, incluso Gryphon, si bien un tanto desconcertado.
—Bien, tenemos que tocarnos —dijo Han—. Vamos a tendernos en círculo.
Había pedido a Abelard que dispusiera siete colchones de paja formando un círculo junto a la ventana. Todos se tumbaron, con las cabezas casi juntas en el centro. Han oyó murmuraciones y resoplidos mientras ocupaban sus sitios. Ayudó a Gryphon a tenderse y luego hizo lo propio en el colchón que quedaba libre.
A Han le constaba que se encontraban ridículos, pero no quería que los cuerpos desocupados se desplomaran contra el suelo.
—¿Lo ven? —dijo—. Igual que en una sesión de espiritismo en la Escuela del Templo.
Una risa nerviosa recorrió el círculo.
—De acuerdo, ¿todo el mundo se está tocando?
Han notaba el poder que emanaba de Gryphon en un lado y de Abelard en el otro. Supuso que habían querido ponerse a su lado para estar más seguros de que no les dejarían atrás.
—Bien, hay unas cuantas cosas que es importante no olvidar —dijo Han, mirando al techo—. Seguramente ya están al tanto pero no está de más repetirlas. En el Aediion pueden cambiar de apariencia; la ropa, los rasgos físicos. De modo que pruébenlo. Pueden crear ilusiones a voluntad; recuerden que se trata del mundo de los sueños. La magia funciona, así que tengan cuidado con ella. Y no usen todo el poder almacenado haciendo experimentos. Lo necesitarán para regresar.
» Vamos a ir todos al mismo lugar para que podamos encontrarnos. Nos quedaremos unos diez minutos. Necesitarán de mi ayuda para regresar, de manera que nos reuniremos y regresaremos juntos. Si el amuleto de alguien comienza a agotarse, que me avise enseguida. —Hizo una pausa—. ¿Alguna pregunta?
—¿Adónde vamos? —preguntó Gryphon.
—A la Calle del Puente —dijo Han—. ¿Alguno de ustedes no sabe dónde está? —La broma fue recibida con risas nerviosas—. Nos encontraremos debajo del reloj que hay delante de La Corona y el Castillo —dijo—. No se alejen mucho de allí. Diez minutos pasan muy deprisa en el Aediion. ¿Listos? Suelten sus amuletos. Éste es el hechizo que van a usar.
Han lo pronunció e hizo que lo repitieran. Era el mismo hechizo que Gryphon les había enseñado en otoño. Han usaría otro diferente, más potente, que sería el que los llevaría al otro lado.
—De acuerdo, ¿preparados? —dijo Han—. Abran sus portales.
Han agarró su amuleto y pronunció el hechizo de Cuervo. La brecha entre ambos mundos fue más larga y profunda esta vez; lo bastante larga como para que diera miedo quedarse atrapado en medio.
Cuando por fin se disipó la oscuridad, se encontró solo bajo el reloj de la Calle del Puente. Gryphon se materializó acto seguido delante de él, con los ojos cerrados, estrechando con fuerza su amuleto.
—¡Gryphon! —exclamó Han en voz baja.
Gryphon abrió los ojos. Era un Gryphon en plena forma, sin aparatos ortopédicos ni muletas. Se miró a sí mismo, y una sonrisa de satisfacción le iluminó el semblante. Dio unos pasos vacilantes y luego cambió de forma, volviéndose más alto y musculoso, con una pinta más acorde con sus atractivos rasgos.
Apareció Abelard seguida de Hadron, De Villiers y finalmente los Bayar. Cuando Micah y Fiona llegaron, la ropa de Gryphon se volvió un poco más lujosa y bien cortada.
—De acuerdo —dijo Han—, ya estamos todos aquí. Ahora intenten cambiar un poco el escenario. —Han hizo un gesto y unas grandes flores púrpura brotaron de la acera, altas hasta la cintura—. Pero tómenselo con calma; no conviene que acabemos enmarañados.
Los demás conjuraron flores y fuegos de artificio, campos y cascadas, aunque Micah no se unió a la diversión. Se mantuvo al margen, con la mano en el amuleto y los ojos clavados en Han como si esperase que de pronto le atacara.
—También pueden cambiar de ropa, si quieren, o la ropa de quienes les rodean.
Se inició una batalla de atuendos ya que todos se pusieron a alterar las prendas de los demás. Incluso Abelard se unió a ellos.
Al cabo de nada todos estaban riendo.
—Según mi experiencia —dijo Han—, lo único real en el Aediion son los magos, los amuletos y la magia. El resto es pura ilusión. Todos hemos salido de la misma habitación —prosiguió—, pero podríamos diseminarnos por todos los rincones de los Siete Reinos y aun así volver a juntarnos en un mismo lugar, siempre que se hubiese planeado de antemano. De lo contrario, nunca se encontrarían unos a otros.
—¿Se avecina mal tiempo? —preguntó Mordra, estremeciéndose al mirar al cielo—. Eso parece muy real.
Un viento frío se coló entre los edificios, erizando el vello de la piel de Han. Sobre ellos se cernieron unos nubarrones negruzcos que convirtieron el día en una especie de crepúsculo.
Han hizo aparecer una chaqueta de piel de ciervo forrada de lana. Los demás siguieron su ejemplo, poniéndose prendas de abrigo ante la brusca caída de la temperatura.
—¿Lo ha hecho usted? —preguntó Gryphon, ojeando el cielo—. Me refiero al cambio de tiempo.
Han negó con la cabeza, sin saber qué explicación dar. ¿Era posible que lo hubiese hecho uno de los demás? ¿Micah o Fiona? Seguían aferrados a sus amuletos pero ambos miraban hacia el cielo con aprensión, de modo que parecía poco probable. Han nunca había visitado el Aediion acompañado. Costaba saber quién tenía realmente el control.
Un relámpago partió el cielo, pintándolo en estridentes tonos verdosos y púrpuras. El estrépito del trueno hizo que se taparan los oídos.
—Ya basta, Alister —dijo Mordra, hundiendo la cabeza como una tortuga—. Ye hemos visto la demostración.
Han agarró su amuleto e intentó conjurar un tiempo más benigno, pero de nada sirvió. Ilusión o no, era imposible ignorar la inminente tormenta.
—¿Quién es ése? —preguntó la decana Abelard, entornando los ojos para mirar detrás de Han.
Al volverse, Han se quedó boquiabierto.
Era Cuervo, ataviado más elegante que nunca, con prendas de tela de oro que hacían resaltar su cabellera negra y una espada con piedras preciosas incrustadas. En ese momento el día era tan oscuro como la noche cerrada, pero eso era lo de menos. Cuervo iluminaba la calle entera.
Caminó resueltamente hacia ellos empuñando la espada, con una sonrisa que helaba sangre y llamas que bailaban a su alrededor como el aura de un santo.
Han se interpuso entre Cuervo y el grupo de Abelard.
—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió. No había dicho nada a Cuervo sobre la hora ni el lugar de su viaje. ¿Cómo había dado con ellos?
—¡Alister! —gritó Abelard—. ¡Explíquenos esto de inmediato! ¿Esta persona la ha creado usted o es alguien a quien conoce?
Cuervo hizo una mueca de fastidio. Se volvió, sacudió la mano y un gigantesco muro de llamas se alzó en medio de la calle, separando de los demás a Han y a los Bayar. Al otro lado del fuego, Han oyó gritos y chillidos.
Han giró sobre sus talones para encararse de nuevo con Cuervo.
—¿Qué estás haciendo?
—Mi asunto es contigo y los Bayar —dijo Cuervo—. No quiero interferencias. —Se plantó delante de los gemelos Bayar, aumentando de tamaño y luminosidad hasta que parecieron enanos—. Ah —dijo, refocilándose—, por fin. Hacía mucho tiempo que esperaba este momento.
—¿Qué estás diciendo? —inquirió Micah, protegiéndose los ojos con el antebrazo—. No te conozco.
—En cambio yo a ti sí —dijo Cuervo—. Sé quién y qué eres.
Con un ademán perezoso, hizo brotar una llama de la punta de su espada.
Salió disparada hacia Micah, que la esquivó echándose a un lado.
Fiona miró a Han, a Cuervo y de nuevo a Han.
—¿Por qué estás haciendo esto? —dijo.
Han negó con la cabeza.
—Vamos —le dijo a Cuervo—. Vete de aquí. No estás invitado.
—Estoy cumpliendo una promesa —dijo Cuervo—. Prometí destruir la Casa de la Aguilera. Voy a comenzar por estos dos.
—Alister, si esto es lo que consideras una broma, no me estoy divirtiendo nada —dijo Micah—. Tendría que haberme figurado que todo esto era un ardid.
—¡Qué arrogante! Haces honor a tu casta —dijo Cuervo. Lanzó otra llamarada hacia Micah y Fiona. Cada uno saltó hacia un lado, rodando por el suelo. Fiona respondió arrojándole fuego a su vez, pero Cuervo dejó que crepitara a través de su cuerpo sin inmutarse.
Micah levantó un muro brillante, como de luz solidificada, dejando a Cuervo a un lado y a él, Fiona y Han en el otro. Era como si Cuervo estuviese jugando con ellos, fallando por poco en cada nuevo ataque.
Han se interpuso entre Cuervo y los Bayar, con el vello erizado por miedo a las llamas, sabiendo que era probable que lo friera en un abrir y cerrar de ojos.
Se sentía traicionado, utilizado.
—Acaba con esto, Alister —dijo Fiona—, o acabaré yo contigo.
Agarró su amuleto y extendió el brazo hacia Han.
—¡Cuervo! —gritó Han—. Olvídalo. No voy a dejar que los mates.
—¿Por qué no? —inquirió Cuervo. Iba de un lado al otro, buscando un buen ángulo de tiro—. Han intentado matarte varias veces. Y no puede decirse que hayan derramado una sola lágrima por ti.
—Tengo un plan —dijo Han—. Y no es éste.
—¿Quizá deseas darte el gusto de matarlos tú mismo? —Cuervo hizo una pequeña reverencia—. Me parece justo. Adelante.
Y desapareció.
Han notó una especie de presión, luego un brusco empujón mental, como si le estrujaran la cabeza. Luego otro y otro más, como si alguien le estuviera golpeando el cráneo. Era Cuervo, que intentaba entrar y era rechazado. Han tocó el talismán de serbal y en silencio dio las gracias a Bailarín.
—Ríndete —dijo Han, al tiempo que sorteaba las bolas de fuego que Fiona le lanzaba—. Esta vez no te dará resultado.
Cuervo chocaba contra su mente una y otra vez.
—Venga, no puedo luchar contra tres de esta manera —dijo Han—. ¿Quieres que me maten?
Dio un alarido cuando una de las ráfagas de Micah lo rozó, encendiéndole la ropa. Han se puso a golpear frenéticamente la ropa en llamas y de pronto, con un gesto, convirtió el suelo que pisaban Micah y Fiona en un pozo de lodo. Se hundieron hasta la cintura.
—Mátalos, Alister —le susurró Cuervo al oído—. O ellos te matarán.
—Mátalos tú, soplagaitas chupóptero —dijo Han, levantando un escudo para repeler una serie de pequeños tornados cargados de trozos de vidrio—. No pienso librar tus batallas por ti.
¿Por qué no los mataba el propio Cuervo? Sabía más de magia que ellos tres juntos. Sin duda conocía un hechizo mortífero contra el que los Bayar no se podrían defender. Sus ataques con llamas parecían atravesar todas las defensas de Micah, pero cada lanzamiento había errado el blanco, desviándose de la trayectoria letal. Han, Micah y Fiona se estaban haciendo más daño entre sí del que Cuervo le había hecho a cualquiera de ellos.
Una sospecha comenzó a fraguarse en la mente de Han.
Cuervo cambió de estrategia. Mientras Micah y Fiona bregaban por salir del lodazal, Micah se tambaleó hacia atrás como si hubiese recibido un golpe, abriendo los ojos, estupefacto. Se quedó paralizado un momento y luego agarró su amuleto, se volvió y extendió el brazo hacia Fiona.
—¿Micah? —dijo Fiona perpleja—. ¿Qué estás…?
—¡Fiona! ¡Cuidado! —gritó Han, empujando a Fiona al tiempo que Micah lanzaba su hechizo y las llamas rugían sobre sus cabezas.
—¡Micah! —chilló Fiona, » poniéndose de pie con presteza—. ¿Qué estás haciendo?
El siguiente disparo de Micah alcanzó el brazo de Fiona antes de que ésta tuviera tiempo de esquivarlo.
Mientras Micah se concentraba en reducir a su hermana a cenizas, Han le hizo un placaje y ambos salieron despedidos, cayendo de bruces al fango.
—¡Corre, Fiona! —gritó Han, escupiendo fango—. Vete de aquí o te matará.
—¡No voy a abandonar a mi hermano! —le chilló Fiona—. ¡Lo matarás!
—¡No es tu hermano! —gritó Han a su vez—. ¿No lo ves? Está poseído.
Han arrancó las manos de Micah de su amuleto por tercera vez.
Fiona titubeó, agarrada a su amuleto, con la mano extendida, buscando sin éxito un ángulo de tiro para disparar a Han sin darle a su hermano.
—Mátame, y nunca más saldrás de aquí —gritó Han, exasperado.
Micah forcejeaba y le daba patadas, poniendo todo su empeño en zafarse de Han para poder liquidar a su hermana. Pero tenía mucho que aprender sobre peleas callejeras.
Han no estaba seguro de cómo desalojar a Cuervo sin matar a Micah, pero tenía una teoría.
Sin soltar a Micah, le arrancó el amuleto.
Cuervo se materializó al instante, enloquecido como un gato bajo un chaparrón. Acto seguido su consciencia golpeó de nuevo a Han. Y una vez más fracasó en el intento de penetrar en su mente.
Aprovechando la distracción de Han, Micah le dio un puñetazo en la sien que le hizo ver las estrellas.
—¡Devuélveme el amuleto, rata de alcantarilla!
Han lo inmovilizó por medio de un hechizo, y Micah finalmente se quedó tendido boca arriba, mirando al cielo. Dio tan buen resultado, que Han le hizo lo mismo a Fiona.
—Ahora mátalos, Alister —dijo Cuervo, alzándose sobre los gemelos Bayar como el Quebrantador ansioso por llevarse unas almas—. Mátalos de una vez.
—Ni hablar —dijo Han, limpiándose la sangre que le chorreaba por un lado de la cara. Indicó con la cabeza a Micah y Fiona—. Si quieres verlos muertos, hazlo tú.
—Date prisa —dijo Cuervo—. Te estás quedando sin poder. Pronto tendrás que regresar.
Han afianzó su postura y cruzó los brazos con un aire de desafío.
—No puedes hacer magia por tu cuenta, ¿verdad? Me has estado utilizando desde el principio.
Cuervo se estremeció, y Han supo que había dado en el clavo.
—¿Cómo te atreves a decir que no puedo hacer magia? —dijo Cuervo—. ¿Cómo habría venido aquí, de ser cierto? ¿Cómo podría hacer esto?
Y lanzó una llama que trazó una espiral a lo largo de la calle.
—Eso son meras ilusiones —dijo Han—. Me lo enseñaste el primer día. Pero no puedes hacer magia en el mundo real. Sin mí no puedes hacer la magia que los mataría —señaló a los Bayar.
—No me dignaré contestarte —dijo Cuervo con altivez—. He olvidado más magia de la que nunca aprenderás.
—La conoces —dijo Han—. Pero no puedes llevarla a cabo.
—Has perdido el juicio —dijo Cuervo—. ¿Vas a matar a los indeseables Bayar o no?
Los ojos de Micah seguían la discusión entre Cuervo y Han, observándolos con interés y no poca inquietud.
—Enséñame cómo se hace —dijo Han, señalando.
Cuervo hizo otro intento cansino por penetrar la mente de Han.
—¿Cómo haces para protegerte? —inquirió.
—Eres tú quien debería explicar este juego —dijo Han—. No yo. ¿Vas a liquidarlos o no? Como bien has dicho, ya llevamos demasiado rato aquí.
Cuervo miró fijamente a Han, como si intentara ver a través de su piel.
—Te he menospreciado —dijo finalmente, meneando la cabeza.
—Me sucede a menudo —respondió Han—. Sobre todo con los aristócratas.
Cuervo se apagó como un ascua.
Han aguardó un momento para ver si reaparecía. Luego se agachó junto a Micah y Fiona.
—Escuchadme bien los dos. Voy a soltaros. Iremos en busca de los demás y regresaremos. Tenemos una disputa pendiente, pero puede esperar hasta que salgamos de aquí. Como le digáis algo a Abelard, no os llevo de vuelta. Si me matáis o anuláis mis poderes, no volverá ninguno de nosotros, y lo digo de verdad. ¿Lo habéis entendido?
Han aguardó, pero, naturalmente, no hicieron ni dijeron nada, inmovilizados como estaban. Pero no eran idiotas, de modo que les concedió el beneficio de la duda y rompió el hechizo.
Se pusieron de pie, se aprestaron a agarrar sus amuletos y lo miraron como si fuese una fiera salvaje.
—Venga.
Sin volver la vista atrás, Han se dirigió a grandes zancadas hacia la pared de llamas de Cuervo que se había extinguido al desaparecer él.
—¡Alister! —Una figura alta y angulosa caminaba hacia él, cruzando cuidadosamente la parte chamuscada de la calzada—. Más vale que tenga una explicación para esto.
Era la decana Abelard, con el amuleto bien sujeto en la mano. Los demás la seguían en fila, excepto Gryphon, que corrió a tomar las manos de Fiona entre las suyas y a escrutarle con inquietud el rostro.
—¿Estás bien? —le preguntó. Fiona asintió sin decir palabra. Gryphon la rodeó con el brazo por miedo a que pudiera caerse.
—¡Alister! —repitió Abelard con suma dureza—. ¿Qué ha ocurrido?
Han meneó la cabeza.
—No lo sé —dijo—. Ojalá lo supiera. No me había sucedido nunca, ninguna de las otras veces que he cruzado. Nunca he visto a nadie con quien no hubiese planeado encontrarme o llevar conmigo.
—Están heridos —señaló la decana, mirándolos uno por uno con el ceño fruncido.
—Ese tipo ha intentado matarnos —dijo Han—. Nos ha metido en una vorágine de llamas mientras pronunciaba un hechizo tras otro. Lo hemos rechazado, pero incluso siendo tres contra uno, nos hemos zafado por los pelos. — Se estremeció—. Finalmente se ha apagado sin más, ha desaparecido. Casi no nos queda poder.
Abelard frunció el ceño.
—¿No conoce a ese hombre? ¿Tampoco lo había visto nunca en el mundo real?
—Nunca —dijo Han. Lanzó a Micah y Fiona una mirada de advertencia—.
¿Y vosotros?
Se limitaron a negar con la cabeza, pálidos como la nieve.
—No sabíamos dónde estaban ni si…, ni si aún seguían con vida —dijo Hadron, levantando la vista hacia el reloj de la Calle del Puente—. Han pasado más de diez minutos; media hora, como mínimo.
—Los diplomados DeVilliers y Hadron han intentado regresar por su cuenta cuando ya pasaba de la hora de regresar —dijo Abelard—. No lo han conseguido.
Estaban todos muy pálidos y muertos de miedo, excepto Gryphon y Abelard.
La decana arrugaba el rostro con una mezcla de desconcierto y recelo. Gryphon se veía más contento que nunca, como si se hubiera desprendido de toda su frustración y amargura. Parecía un novicio que hubiese visto el rostro de la Hacedora.
Peculiar.
—Me encantaría seguir charlando —dijo Han, apartando la mirada de Gryphon—, pero llevamos demasiado rato aquí y no quiero correr el riesgo de otra emboscada.
—Vayámonos —dijo Mordra, mirando inquieta en torno a sí.
—Acérquense todos y agárrenme. —Los otros seis formaron un círculo alrededor de Han, empujándose para situarse hasta que cada cual encontró dónde agarrarse—. Ahora pronuncien el hechizo para abrir el portal mientras yo pronuncio el mío.
El mundo se oscureció con la mezcolanza de voces. Han los condujo a la sala de reuniones de Abelard y notó el peso de alguien encima de él. Era Fiona.
Estaban enmarañados sobre los colchones. Han se apartó enseguida y se levantó.
Los contó. Todos habían regresado. Soltó un suspiro de alivio.
Abelard los contó a su vez.
—Bien —dijo con brío—, al menos no hemos perdido a nadie aunque haya algunos heridos. —Su tono daba a entender que no se podía hacer una tortilla sin cascar los huevos—. Felicidades por el viaje al Aediion, son muy pocos quienes pueden decir que lo han hecho. Ya les comunicaré en su debido momento si vamos a proseguir con esto. Entretanto, supongo que huelga decir que no deben decir nada de esto a nadie.
—Perdonad, decana Abelard —dijo Han—, podéis hacer como gustéis, pero yo no voy a regresar. El riesgo no merece la pena.
Varios de los demás asintieron, manifestando que estaban de acuerdo.
Abelard apretó los labios, pero no dijo palabra mientras salían en silencio de la sala.
Micah y Fiona esperaron a Han al pie de la escalera.
—Quiero hablar contigo —dijo Fiona, cogiéndole bruscamente del brazo.
—Suelta —dijo Han, presionando con el puñal el cuello de Fiona—. Contaré hasta tres. Uno.
Fiona se apartó. El puñal de Han desapareció.
—Que no os haya liquidado en el Aediion no significa que seamos amigos — dijo Han—. Quiero aclarar unas cuantas cosas con vosotros. Vayamos al centro del patio; estaremos tranquilos y a la vista de todos. No pienso reunirme en un callejón con un par de maniobreros como vosotros.
Fue hasta el medio del patio y se sentó en un banco del pabellón que rodeaba la Fuente Bayar.
Los Bayar lo siguieron. Han les indicó un banco cercano. Se sentaron.
—Micah, ¿cómo se te ocurre enviar a una simple descuidera contra un mago? —dijo Han, que iba lanzando al aire su puñal para cogerlo al vuelo con desenvoltura—. Es un enfrentamiento desigual. Tiene traza, lo admito; no hay muchas novicias del Templo que puedan arrancarte el corazón a través de la ropa. Pero siempre le ha faltado firmeza a la hora de robar.
—No sé de qué estás hablando —dijo Micah al mismo tiempo que Fiona decía:
—¿Quién?
—Gata Tyburn ya no trabaja para ti —dijo Han—. Lo siento.
—¿Quién es Gata Tyburn? —preguntó Fiona, mirando a Han y a Micah con los ojos entornados.
Micah lo miraba de hito en hito, a todas luces debatiéndose entre la curiosidad y el seguir negando lo que Han ya sabía.
—¿Qué ocurrió? ¿Dónde está? —preguntó finalmente Micah.
—¿Tú qué crees?
Han seguía jugueteando con el puñal.
—¿La mataste? —preguntó Micah, con horrorizada fascinación.
Han se encogió de hombros.
—No quiero hablar de Gata.
—Bien, pero yo sí —espetó Fiona, fulminando a su hermano con la mirada—. ¿Qué has estado tramando, Micah?
—Luego —dijo Micah—. Hablemos de lo que ha sucedido en el Aediion. ¿Quién es Cuervo? ¿O sólo ha sido un juego de magia que has montado para nuestro deleite?
Han probó la punta del puñal contra su dedo pulgar.
—A decir verdad, no tengo ni idea de quién es Cuervo ni sé qué se lleva entre manos. Me he quedado tan sorprendido como vosotros cuando ha aparecido.
—Pero lo conoces —insistió Fiona—. Eso es evidente.
—Me he visto con él alguna vez —dijo Han, guardando el cuchillo—, pero no puedo decir que lo conozca. Digamos que vuestra visita al Aediion ha sido una buena lección. De magia, quiero decir. —Han agarró el amuleto del rey Demonio—. Bien. Hay una cosa que tenemos que resolver. Ya estoy harto de ir guardándome las espaldas sin tregua, atento a que alguien me robe, me lance un hechizo o me clave un puñal entre las costillas. —Han agitó su amuleto—. Si queréis esto, venid a cogerlo.
Micah negó con la cabeza.
—No somos idiotas. Nos atacarás. O harás que nos expulsen por agredirte.
—Lo prometo. ¡Lo juro! No os atacaré. Si podéis cogerlo, os lo quedáis. — Han sonrió oblicuamente—. Cualquiera de los dos. Vamos. ¿Quién prueba primero?
—Lánzanoslo —dijo Fiona.
—Eso sí que sería una estupidez, ¿no? —dijo Han—. Vosotros, tres amuletos y yo, ninguno. —Sostuvo el amuleto por la cadena—. No. Venid a cogérmelo.
Micah volvió a negar con la cabeza.
—No, no me fío de ti.
Han suspiró.
—Supongo que eres demasiado listo para mí. Verás, este talismán es muy quisquilloso en cuanto a quién lo utiliza. Apuesto a que si lo tocas te conviertes en un montoncillo de cenizas.
—Olvidas que ya lo he usado antes —dijo Micah.
—Pues ven a por él —insistió Han sonriendo, acariciando la cabeza de la serpiente—. Ahora o nunca.
Fiona frunció los labios.
—¿Estás diciendo que tú puedes manejarlo y nosotros no? Pero si somos los propietarios legítimos.
—Los Bayar no paráis de decir que este talismán os pertenece —dijo Han—. No es así. Se lo robasteis a Alger Aguabaja hace mil años. Se suponía que había que destruirlo, pero vuestra familia posee todo un alijo de armas mágicas ilegales, ¿me equivoco?
Los dos Bayar permanecieron inmóviles, sin parpadear, acariciando sus respectivos amuletos de dudosa procedencia.
—No puedes demostrar nada —dijo Fiona finalmente.
—Claro que puedo. Lo único que tengo que hacer es entregar el amuleto a los clanes y decirles dónde lo he encontrado. Me creerán. Para ellos mi palabra vale más que la vuestra. Además, Hayden Bailarín de Fuego estaba presente aquel día en Hanalea, y tiene buenos contactos con los clanes de las Espíritus.
—No se lo entregarás —dijo Micah—. Los clanes lo destruirán.
—Tal vez sí —dijo Han—, tal vez no. Pero una cosa os prometo: no lo vais a recuperar. Vuestro padre asesinó a mi hermana y a mi madre. La Guardia de la Reina las encerró en un establo y le prendió fuego. Las quemaron vivas. Lord Bayar no encendió el fuego, pero es como si lo hubiese hecho. Mi hermana tenía siete años.
Micah apartó la vista.
—Estabas en busca y captura por asesinato. La reina… Han levantó la mano para hacerlo callar.
—Asesinatos que no cometí. Oh, hay muchos culpables por ahí. La reina también está en la lista. Pero no soy idiota, no cometáis nunca el error de creer lo contrario.
Fiona negó con la cabeza, mirando fijamente a Han.
—No. No lo haré.
—Después de eso volvió alguien, vuestra gente o la de la reina, que asesinó a mis amigos del Mercado de los Harapos al no poder sonsacarles dónde me encontraba yo. Algunos también eran críos. No habían elegido vivir en la calle, ¿sabéis? O lo hacían o morían de hambre. —Han ladeó la cabeza—. ¿Vais a decirme que la reina puso precio a mi cabeza por un puñado de sureños muertos?
—Apuñalaste a nuestro padre cuando intentó negociar contigo la devolución del amuleto —dijo Fiona—. Faltó poco para que mataras al Gran Mago del Reino. Yo diría que es razón suficiente para que la Guardia te buscara.
—¿Negociar? —Han la miró de hito en hito—. ¿Negociar? Vosotros, los aristócratas, tenéis mucha labia. En la calle lo llamamos « tomar el té con los cerdos» . Me dijo claramente que me iba a llevar a vuestra casa para torturarme hasta que muriera.
Micah se revolvió inquieto.
—¿Qué estás tratando de decir?
—Lo que quiero decir es que he pagado un precio muy alto por este amuleto —dijo Han—. Es imposible que alguno de vosotros pueda usarlo. Y preferiría que lo fundieran antes que verlo en vuestras manos. ¿Me creéis?
—Yo te creo —susurró Fiona, más pálida aún que de costumbre—. Pero eres un loco si sigues usándolo. No sabes lo peligroso que es.
—Correré el riesgo —respondió Han—. ¿Sabes una cosa, Micah? Aquella primera noche, cuando te vi en la Calle del Puente, tuve ganas de liquidarte. Quería cortarte el cuello y ver cómo tu sangre empapaba la tierra. Quería atarte una cuerda al cuello y estrangularte mientras pateabas y te cagabas encima.
—Mira cómo tiemblo —replicó Micah, mirando a Han a los ojos.
Han se levantó y dio un paso hacia él.
—Yo soy lo que se oculta en los callejones cuando vuelves a casa desde de Los Cuatro Caballos —dijo—. Soy la sombra del callejón de Greystoke Alley cuando sales a mear. Soy el asaltante agazapado en el pasillo cuando visitas a esa chica de Grievous Hall.
Micah entrecerró los ojos, perdiendo parte de su compostura. Han tuvo claro que Micah estaba recordando un sinfín de visiones y ruidos sospechosos.
—¿Me has estado siguiendo?
—Puedo entrar y salir de tu habitación cuando quiero —dijo Han—. Puedo decirte lo que dices cuando hablas en sueños. Sé lo que te susurra al oído tu chica. —Se rió—. No puedes impedir que vaya adonde se me antoje. Podría haberme enterado de lo de Gata mucho antes, pero siempre hablabas con ella cuando yo estaba en clase.
Micah se humedeció los labios.
—Tal vez encuentres alguna clase de perverso placer en acecharme, pero…
—Lo que te estoy diciendo es que si te quisiera ver muerto, a estas alturas habrías muerto de diez maneras distintas. Te dejo vivir porque ahora tengo otro plan. Vosotros, los Bayar, necesitáis aprender que no podéis tener todo lo que queréis. Y yo os daré esa lección. Esto sólo es el principio.
Micah entornó los ojos.
—¿Me estás amenazando?
—Por supuesto. —Han sonrió—. Cada vez que empieces una lucha, deberías saber contra quién te vas a enfrentar. —Se levantó—. Hasta la vista.
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La Princesa Desterrada
AdventureObsesionado con la muerte de su madre y de su hermana, Han Alister viaja hacia el sur para comenzar a recibir educación en Casa Mystwerk, en el Vado de Oden. Pero es imposible huir del peligro: los Bayar, la poderosa familia de magos, lo acechan int...