Los demonios de las llanuras

0 0 0
                                    

Han y Bailarín salieron de Delphi por la mañana temprano después de la partida de cartas, sin haber vuelto a ver a Gata Tyburn. Han se preguntaba qué decidiría hacer Gata; quedarse en Delphi, seguir viajando o regresar a casa.
El chaqueta azul de la frontera llevaba razón en una cosa: al sur de Delphi, Arden era un lugar peligroso. Han y Bailarín cabalgaban a través de un paisaje marcado por la guerra: haciendas quemadas y cosechas pisoteadas por botas de soldados. Si el príncipe Geoff tenía intención de declarar la victoria tal como había dicho la camarera, se iba a encontrar con la mitad del trabajo hecho.
Rudos mercenarios y soldados armados atestaban los caminos, con y sin uniforme, algunos luciendo desconocidas insignias de las distintas familias en guerra: el Halcón Rojo, el Águila Bicéfala, la Torre sobre el Agua y el Cuervo en el Árbol.
Han y Bailarín los evitaban a todos. Lo último que querían era que los reclutara el ejército de un insignificante caudillo para acabar muriendo en una guerra entre extranjeros. Dormían en los bosques, a menudo sin el confort de una hoguera que tal vez atraería la atención de ojos poco amistosos. Los numerosos rodeos les estaban costando un tiempo valiosísimo.
A medida que viajaban hacia el sur, las colinas se allanaban formando altiplanos que luego descendían hacia vastas llanuras salpicadas de bosques donde el viento, el agua y el hombre moldeaban la tierra. Incluso en los bosques, Han se sentía extrañamente expuesto y vulnerable. Estaba acostumbrado al reconfortante marco de los montes y las colinas, de los muros y los edificios que definían y aproximaban el horizonte.
Han no lograba quitarse de encima la inquietante sensación de que estaban siendo vigilados y seguidos. Ponía trampas por arte de magia en torno a sus campamentos, pero desistió de hacerlo porque los mapaches los mantenían en vela toda la noche.
Eso fue lo más peligroso que se aproximó a ellos. Achacó su inquietud al hecho de hallarse en terreno desconocido y al persistente recuerdo de la persecución de que había sido objeto en los Páramos.
Han entendió por qué Arden era llamado el Granero de los Siete Reinos. La tierra era profunda, fértil y negra, menos propensa a los afloramientos de roca que el huesudo esqueleto de los Páramos. Han había confiado en poder complementar sus provisiones de galleta, embutido y fruta seca con alimentos frescos de las granjas que encontrasen por el camino. Pero encontraron muy poco que buscar y menos aún que comprar. Era como si una plaga de la época del Quebrantamiento hubiese asolado los campos, acabando con cualquier cosa comestible.
Aunque los días de otoño se acortaban y la niebla envolvía los campos por la mañana, el clima daba la impresión de haberse detenido en el final del verano.
Viajaban lo bastante deprisa para mantenerse por delante del cambio de estación.
Cuando ya no pudieron soportar más el hedor de los cadáveres que llevaban demasiado tiempo en el camino ni engullir otra ración de galleta y salchichón duro, paraban en posadas, evitando la sala común salvo para la cena. Llevaban sus amuletos pero los mantenían ocultos bajo la ropa, procurando no buscarse problemas en un reino donde la magia estaba prohibida.
En las posadas, él y Bailarín compraban velas, se retiraban a su habitación y se enfrascaban en la lectura de los libros de encantamientos que Elena les había dado. Cuando acampaban, ensayaban trucos de magia, aprovechando la limitada experiencia de Bailarín. Durante las largas jornadas a caballo, mantenían la mano en sus amuletos, haciendo acopio de poder para los días venideros.
Bailarín estudiaba otro libro que tenía, delgado y maltrecho, con las páginas de papel cebolla escritas en lengua de los clanes e ilustraciones de amuletos y talismanes. En su diario dibujaba objetos mágicos y emblemas de poder.
« Sigue empeñado en ser mago» , pensaba Han.
Aunque cada noche Han terminaba extenuado, a menudo dormía mal, con el amuleto entre las manos. Algunas noches lo asaltaban extrañas pesadillas, imágenes de lugares donde no había estado jamás, personas a las que no conocía. Casi nunca recordaba esos sueños, pero se levantaba cansado, con dolor de cabeza, como si hubiese seguido estudiando hasta entrada la madrugada.
Después del episodio en la frontera, Han recelaba de los accidentes mágicos, pero como mejoró su capacidad de control, no se produjeron nuevos arrebatos de poder. Podía plantar un seto espinoso donde quisiera, cosa que resultaba inútil las más de las veces, pero era el hechizo más sofisticado que conocía.
A veces le carcomía la preocupación. Si el amuleto había pertenecido alguna vez al rey Demonio, si éste lo había usado tal como Han lo estaba haciendo ahora, quizás estuviera cargado de magia negra demoníaca. Quizá lo volvería loco, igual que a su antiguo propietario.
Pero estas preocupaciones no podían competir con el seductor atractivo del talismán, con su capacidad para absorber poder y devolverlo transformado. Los hechizos que él y Bailarín probaban eran simples y prácticos. En aquellos días, nunca necesitaban pedernal y hierro para encender el fuego; podían hacerlo surgir de la nada. Estudiaban encantamientos para calmar a los caballos y engatusar a los peces para que saltaran de los arroyos a sus manos. Usaban trucos de viajero para ahuyentar a los mosquitos, hacer nudos deprisa e impedir que la lluvia les empapara la ropa.
En ocasiones, Han daba saltos de impaciencia, frustrado por el retraso en el viaje y preocupado de que hubiera demasiado que aprender en un lapso de tiempo insuficiente. ¿Cuánto tardaría en aprender todo lo que necesitaba saber? ¿Y qué haría luego con ello? ¿Ponerse al servicio de los clanes, tal como había prometido? ¿Luchar contra el Consejo de Magos en nombre de una reina que lo había traicionado y que, para empezar, probablemente no deseaba su ayuda? ¿O hallaría una manera de utilizarlo en su propio interés?
Ojalá ese don le hubiese sido entregado a tiempo para salvar a su madre y a su hermana. Ahora le parecía el colmo de la ironía: un remedio recibido tras la muerte del paciente.
Eso traía sin cuidado a los ancianos del clan. Lord Averill y Elena Cennestre lo habían noqueado y maniatado, estrangulando la magia que ahora inundaba su ser. Lo habían visto esforzarse por alimentar a su familia en las calles del Mercado de los Harapos y no abrieron una espita de poder hasta que convino a sus intereses. Para entonces, su madre y Mari ya habían muerto.
Han daría su lealtad a determinadas personas, como a Willo, la madre de Bailarín y Matriarca de los Pinos de Marisa, al Orador Jemson del Templo de Puente del Sur, al eremita Lucius Frowsley, así como a Gata y a Bailarín; el resto la guardaría para sí, aguardando vigilante hasta que pudiera sacarle provecho. Nadie volvería a tomarle el pelo.
A medida que se aproximaban a la ciudad de Ardenscourt, el tráfico en el camino se hizo más denso. Los soldados pululaban cual los ladrones en el Mercado de los Harapos. Han y Bailarín optaron por viajar de día. Era mejor diluirse entre la multitud a pleno día que llamarla atención en la oscuridad.
Cerca de la capital, las granjas eran mayores y parecían estar bajo la protección de algún poderoso señor, probablemente el rey Geoff. Los campesinos trabajaban en los campos, cosechando trigo, avena, legumbres y heno, mientras guardias armados supervisaban la faena. Han se preguntó si los guardias estaban allí para proteger a los labradores o para que no dejaran de trabajar.
Los manzanos crujían sobrecargados de fruta; variedades que Han no había visto hasta entonces, verdes, amarillas y rosas además de rojas. El Halcón Rojo de Arden ondeaba en las haciendas que flanqueaban el camino, y los soldados llevaban la insignia en todas partes. El recién nombrado rey Montaigne controlaba con garra de hierro la capital y las propiedades que la rodeaban, pero su influencia no parecía extenderse mucho por el resto del país.
Encontraron más templos de los llanos, construidos en el crudo y austero estilo de la Iglesia de Malthus. Se cruzaron con grupos de sacerdotes y hermanas que a ojos de Han parecían bandadas de cuervos negros.
—Dicen que todos sus sacerdotes son hombres —señaló Bailarín—. Qué raro.
—¿Qué hacen las hermanas? —preguntó Han.
—Mayormente rezar. Cantar y enseñar. Hacer buenas obras.
Han y Bailarín planearon rodear la ciudad y alcanzar el Camino de Tamron por el oeste, pero no tardaron en darse cuenta de que la ciudad era inmensa, muy extensa y descuidada, y que rodearla los apartaría demasiado de su ruta.
Esa noche pararon en una posada de las afueras. Congregaba gente variopinta: soldados, granjeros e incluso un par de cuervos de Malthus.
La cena consistió en muslos de pollo y pan moreno, acompañados por la empalagosa sidra dulce del sur. En su tierra se agradecería un fuego encendido en el hogar en esa época del año, pero en aquella agradable noche templada la puerta permanecía abierta y la chimenea, apagada.
Media docena de hombres ocupaban dos mesas, exigiendo comida y bebida a voz en cuello cada vez que se les terminaba. Tenían aspecto de soldados aunque no llevaban ninguna insignia ni uniforme. Uno de ellos, un veinteañero bajo, fornido y sin afeitar, tenía una incandescencia en torno a él que lo señalaba como poseedor del don al irradiar magia. Han lo miró con curiosidad. El soldado debía de tener un amuleto, quizás oculto bajo la camisa, pero no parecía conocer el truco para descargarse de magia y atenuar su aura. Por suerte para él, sólo podían verla quienes poseían el don.
Una hermana cubierta con un velo estaba sentada sola a la mesa más próxima a la puerta. Delante tenía un plato medio vacío, pero cada dos por tres reclamaba al camarero para que le rellenara la jarra.
« A las siervas de Malthus les gusta la cerveza» , pensó Han, divertido. Había visto al menos a una en cada taberna y sala común desde que habían llegado a los llanos.
En cambio, el alto y delgado sacerdote malthusiano acurrucado en un rincón del fondo picoteaba su cena, absorto en la lectura de un libro grande con las páginas de papel cebolla, encuadernado en cuero. Varias llaves doradas de gran tamaño pendían de un cordón atado a la cintura del sacerdote, siendo éste su único adorno salvo por unas gafas decoradas con piedras preciosas que colgaban de la cadena que llevaba al cuello.
El sacerdote levantó la vista de repente, sorprendiendo a Han, que lo observaba. Frunciendo el ceño, volvió a agachar la cabeza sobre el libro sagrado que tenía encima de la mesa. Al menos Han supuso que se trataba de un libro sagrado. Costaba imaginar aquel rostro avinagrado leyendo una novela romántica o un relato de aventuras. Curiosamente, el sacerdote no usaba gafas para leer el texto.
Han terminó su comida y se retrepó en la silla, relajado y sociable.
—¿Listo para subir? —preguntó Bailarín, que había terminado mucho antes que Han. Como de costumbre, Bailarín tenía ganas de subir a su cuarto a leer y estudiar hechizos, alejado de la multitud.
Han, sin embargo, no abrigaba el menor deseo de abandonar la sala común y esconderse en la minúscula habitación sin ventanas del desván. El aire estaría viciado y haría calor, y tendrían que estar a oscuras o comprar velas puesto que no entraba luz natural. Además, una atractiva camarera le había guiñado el ojo, y estaba pendiente de ver si podía suceder algo más.
—Quedémonos un rato —dijo Han, untando mantequilla en un pedazo del pan fresco de la taberna, tan distinto de la dura galleta que comían cuando viajaban.
Bailarín se encogió de hombros y asintió, bostezando para dejar clara su postura.
El sacerdote se había vuelto a poner sus peculiares gafas y escrutaba la habitación. Cuando su mirada pasó por donde estaban Han y Bailarín, se puso tenso y los observó, con los ojos desmedidamente grandes, como los de un búho, a través de las lentes.
El sacerdote se quitó las gafas y los fulminó con la mirada.
—¡Pecadores! —exclamó—. ¡Idólatras!
Han y Bailarín permanecieron inmóviles un momento.
—¿Crees que se refiere a nosotros? —preguntó Bailarín sin mover los labios.
—¿Cómo puede saber que somos pecadores? —susurró Han, procurando adoptar un aire de educada confusión. ¿Para eso servían las gafas? ¿Para localizar pecadores?
El sacerdote se levantó con un frufrú de telas y fue muy indignado hacia ellos, señalándolos con un brazo extendido y el otro agarrando su colgante del sol naciente, como un mago haría con su amuleto.
—¡Arrepentíos, norteños! —gritó—. Arrepentíos y aceptad la santa iglesia y os salvaréis.
Han se puso de pie y ladeó la cabeza indicando la escalera. Tal vez si se retirasen arriba, tal como Bailarín había propuesto, ese hombre se calmaría.
—Déjelo, padre Fossnacht —dijo el soldado con el don, sonriendo—. Si ahuyenta a los pecadores, este sitio se quedará sin clientes.
Otros dos soldados se levantaron y recogieron los libros y papeles del padre Fossnacht, entregándolos acto seguido al sacerdote.
—Váyase a casa y rece por ellos, ¿de acuerdo? —dijo uno.
El sacerdote se marchó, lanzando miradas por encima del hombro.
—Gracias —dijo Han al soldado con el don—. ¿Hace eso muy a menudo?
—El padre Fossnacht es inofensivo, sólo demasiado ferviente al predicar la buena nueva de la Iglesia de Malthus —dijo el soldado—. No lo habréis tomado a mal, espero.
Tendió la mano y Han se la estrechó, preguntándose si el soldado notaría el ardor de su hechicería. Aparte de transmitir poder, la mano del desconocido estaba encallecida por el uso de las armas.
—Me llamo Marin Karn —dijo—. Os invito a otra ronda para compensar las molestias. —Hizo una seña hacia la barra—. Sidra, ¿verdad?
Han asintió, pues no veía otra salida. Quería rehusar, y le constaba que Bailarín también. Si hubiesen ido arriba de buen principio, el incidente no habría tenido lugar. Pero parecía que lo más acertado era no ofender a quienes habían intervenido en su favor. Sobre todo habida cuenta de que eran soldados…, y de que el tal Karn quizá supiera que poseían el don.
Karn trajo dos jarras de sidra del bar.
—Bien, diría que en efecto sois norteños, por vuestra forma de hablar — comentó Karn, arrimando una silla a su mesa—. ¿Qué os trae por Arden?
—Somos mercaderes —dijo Han, ciñéndose a la coartada establecida. Tomó un trago de sidra que le supo más amargo que dulce. Debían de ser los posos del fondo del barril—. Tenemos las mejores telas, cuentas y adornos que hayas visto en los Siete Reinos. ¿Tienes alguna amiga especial? Tenemos artículos de regalo que conquistarían el corazón de cualquier dama.
Karn negó con la cabeza.
—No, no tengo ninguna amiga. —Miró a Han especulativamente, luego se inclinó y dijo—: ¿No tendréis objetos mágicos, por casualidad?
Han meneó la cabeza.
—Eso no está permitido en las llanuras.
Karn se rió.
—Sólo era por si acaso, colega. Tenía que preguntar. Sin ánimo de ofender.
—Tú y tus compañeros —dijo Bailarín—, ¿sois hombres del rey?
Seguramente Bailarín se preguntaba si inquiría sobre objetos mágicos en calidad de algún rango oficial.
—¿Nosotros? —Karn se encogió de hombros sin comprometerse—. Somos mercenarios; entre misiones, por decirlo así. Estamos a la espera de ver qué surge.
Bailarín volvió a bostezar y apoyó el mentón en el puño, pareciendo todavía más soñoliento que antes. Se había bebido la sidra deprisa, probablemente confiando en poder irse arriba.
Han tomó otro trago de sidra, notando el sabor amargo mezclado con el empalagoso dulzor. Comenzó a sentirse confuso y atontado.
Miró a Bailarín, que estaba tumbado encima de la mesa, con la cabeza gacha, respirando profunda y regularmente.
—Me parece que tu amigo ya ha tenido suficiente —dijo Karn—. Se la ha bebido bastante deprisa.
Era bien cierto, pero la sidra no pegaba tan…
Hierba de tortuga. Han miró a Karn pestañeando, anonadado por el descubrimiento. Era hierba de tortuga, y mucha, mezclada con la sidra. La hierba de tortuga te dejaba sin sentido en cuestión de minutos.
Han agarró su puñal y lo desenvainó. Intentó levantarse, pero el cuerpo ya no obedecía sus órdenes. La fatiga se adueñaba de él y le cerraba los ojos por más que intentara evitarlo.
—Vaya, vaya —dijo Karn, arrancándole el puñal de las manos—. Me parece que esta sidra era más fuerte de lo que creíais. Será mejor que os acompañemos a casa.
—Déjanos en paz. Nos alojamos aquí —farfulló Han a modo de protesta. Sentía los labios entumecidos.
Karn metió la mano bajo la camisa de Han y agarró el amuleto de la serpiente.
—¡Aaaaagh! —chilló, soltándolo y golpeando repetidamente la mano contra el muslo.
Han se acurrucó con ademán protector en torno a su amuleto.
—Déjalo correr, aprendiz mojigato, o te…
Se calló, incapaz de recordar lo que pretendía hacer.
Karn no volvió a intentar cogerle el amuleto. En lugar de eso, él y otro soldado pusieron a Han de pie. Otros dos soldados sacaron a Bailarín a rastras por la puerta.
« ¿Qué significa eso? —pensó Han, aferrándose al amuleto y clavando inútilmente los pies en el suelo—. ¿Para qué nos quieren?» . Y a partir de ahí no pensó nada más.
Han se despertó con un terrible dolor de cabeza y el estómago revuelto, síntomas de la escasa calidad de la hierba de tortuga. Nunca había probado nada tan malo.
Estaba tumbado en un camastro de paja sobre un suelo de piedra, tapado con una manta mugrienta. En cuanto la cabeza dejó de darle vueltas, se incorporó con cuidado. No fue fácil: tenía las manos atadas a la espalda, los tobillos también. Puso a prueba los nudos, tratando de liberar las manos raspando las cuerdas contra el suelo de piedra. Lo único que consiguió fue terminar con las muñecas magulladas y peladas. Las ataduras de las muñecas le apretaban tanto que sentía los dedos torpes como morcillas. Iba disfrazado como un inocentón en un Día del Templo.
Bailarín yacía bocabajo cerca de él, atado del mismo modo, todavía profundamente dormido. Se encontraban en una habitación oscura, apenas iluminada por la luna que se colaba a través de los postigos de las ventanas y por debajo de la puerta. El frío aire nocturno entraba por las grietas de las paredes y corría a ras de suelo, helando a Han. No olía a ciudad. El ruido de ramas en lo alto y el canto de los grillos indicaban que se hallaban en el campo.
El talismán de Han había desaparecido. De un modo u otro habían encontrado la manera de quitárselo. Experimentó un agudo sentimiento de pérdida, como si alguien le hubiese arrancado el corazón. Ahora todo el poder que había almacenado estaba en manos de otra persona.
Bailarín se despertó, gimiendo débilmente. Seguramente tenía el mismo dolor de cabeza que Han.
Han se acercó a toda prisa a su amigo.
—¡Bailarín! —dijo—. ¡Despierta!
Bailarín abrió los ojos, aunque tardó unos instantes en enfocar el rostro de Han. Luego, de esa manera tan suya, recobró la consciencia con serenidad.
—¿Qué está pasando? —susurró con los labios cuarteados—. No llevo mi amuleto.
—Fueron esos soldados de la sala común. Querían nuestros talismanes. No entiendo cómo sabían que los teníamos.
—Uno de ellos tenía el don —masculló Bailarín—. Ese tal Karn. —Volvió a cerrar los ojos—. Me encuentro muy mal.
—Nos drogaron con hierba de tortuga —explicó Han.
—Si lo único que querían eran nuestros amuletos, ¿por qué estamos aquí?
Bailarín tenía la impresión de que la lengua le había crecido, y seguía arrastrando las palabras al hablar por culpa de la droga.
Han se encogió de hombros, gesto que se tradujo en un doloroso hormigueo en los brazos.
—¿Crees que puedes desatarte?
Bailarín comprobó sus ataduras y negó con la cabeza. Quien fuere que lo había atado sabía lo que se hacía.
Han recorrió la habitación con la vista en busca de algo afilado, cualquier cosa capaz de deshilachar la cuerda. Un hogar de piedra tenía posibilidades. El hogar estaba frío, pero quizás hubiese una rejilla de hierro o piedras ásperas que podría usar para liberarse.
Han había comenzado a moverse en dirección al hogar cuando oyó voces y pasos que se aproximaban. Una llave hizo ruido en la cerradura, la puerta se abrió de golpe e irrumpieron tres hombres en la habitación.
Uno era Marin Karn, el soldado con el don que los había drogado y secuestrado. Karn llevaba una gran linterna que dejó en la repisa de la chimenea, desde donde lo iluminaba todo con una luz pringosa. Llevaba unas alforjas al hombro, y Han supo de inmediato que los amuletos estaban dentro. Lanzó una mirada a Bailarín, que asintió con los ojos clavados en las alforjas.
El segundo hombre era esbelto, de estatura mediana, con el pelo castaño encanecido y los ojos de un azul sin brillo. Iba vestido para servir como soldado de sangre azul. El broche prendido a su capa lucía la divisa de un halcón rojo, y su ropa estaba hecha a medida con las mejores telas. Pero la espada que llevaba al cinto estaba hecha para ser usada, y todo indicaba que la había usado a menudo.
Pocos años mayor que ellos, se movía con el peligroso garbo de un gato de los paramos.
El tercer hombre era el sacerdote malthusiano que se había enfrentado a ellos en la sala común de la posada. Se aproximó y, muy erguido, bajó la vista hacia Han y Bailarín como si fuesen malignos, peligrosos, fascinantes pero indefensos depredadores. A Han le recordó a aquellos tipos que en el Mercado de los Harapos pagaban para ver a un oso viejo y malhumorado encadenado a un poste.
De cerca, el sacerdote apestaba a sudor rancio y fanatismo.
El aristócrata se quitó los costosos guantes y se golpeó la palma de la mano con ellos mientras contemplaba a Han y Bailarín, torciendo el gesto con desdén.
—¿Son éstos? —El aristócrata empujó a Han con la puntera de su bota—. ¿Éstos son los magos norteños de quienes me habéis hablado?
—¡Magos! —gritó Karn a Han y Bailarín en lengua Común, como un voceador esperando que su colección de animales salvajes diera un espectáculo mejor—. Inclinaos ante Gerard Montaigne, rey de Arden.
Han agachó la cabeza obedientemente mientras pensaba a toda velocidad. ¿El rey de Arden? Han no sabía gran cosa acerca de la nobleza, pero algo le inducía a pensar que el rey de Arden no dormía en una granja destartalada.
—¿Estás seguro que nadie sabe nada de esto? —preguntó Montaigne a Karn.
Hablaba en la lengua sureña, pero se parecía lo suficiente a la Común para que Han pudiera entenderle—. ¿Qué hay de tus hombres? Los soldados no saben mantener la boca cerrada.
—Piensan que son dos espías norteños —dijo Karn—. Les dije que quería interrogarlos en privado. Están patrullando, de manera que no os habrán visto entrar.
—Aun así, esto sigue sin gustarme —dijo Montaigne, con voz crispada y fría —. Os dije que no quería tener nada que ver con la brujería. —Desvió la mirada hacia el sacerdote—. Me sorprende que os hayáis implicado en esto, padre, habida cuenta de la postura de la iglesia ante quienes usan la magia.
El padre Fossnacht toqueteó las llaves que llevaba en la cintura.
—He realizado un estudio sobre los magos y sus costumbres. Son criaturas malignas y repugnantes, sí, pero creo que, debidamente contenidos, pueden ser de utilidad.
—Les damos una oportunidad —terció Karn—. Pueden arrepentirse y usar su brujería a mayor gloria de san Malthus, o morir en la hoguera.
La piel de Han se erizó como si las llamas ya le estuvieran lamiendo la carne. —Los principia no comparten esta opinión —dijo Montaigne.
Fossnacht dio un respingo.
—Cierto, hay diversidad de opiniones sobre si los brujos pueden salvarse por otros medios que no sean las llamas. Resulta que yo creo que el punto de vista del padre Broussard es bastante…, corto de miras. —Hizo una pausa y levantó los ojos al cielo—. Por otra parte, Su Santidad también cree que el príncipe Geoff debería ser coronado en Ardenscourt porque es el hijo mayor aún con vida de nuestro difunto rey. Los principia sostienen que la sucesión debe ser por orden de nacimiento. Sin embargo, resulta que yo creo que la mano de la Hacedora está en esta guerra. Si vos vencéis, y creo que así será, sin duda será voluntad de la Hacedora que seáis coronado rey.
Montaigne se rascó la barbilla, asintiendo. Han constató que al joven príncipe le agradaba aquella línea de pensamiento.
—Si voy a correr un riesgo como éste, quiero hacerlo con ciertas garantías de éxito —dijo Montaigne—. Sin embargo me traéis a dos muchachos desaliñados.
Si poseyeran alguna habilidad mágica, nunca los habríais aprehendido.
Karn carraspeó.
—Tienen poco aspecto de encantadores, cierto, pero como vos mismo acabáis de decir, es poco probable que hubiésemos logrado capturar a un encantador completamente capacitado. Éstos serán más tratables. No sé cuánta formación han recibido, pero sus amuletos están repletos de poder.
—¿Qué sabes tú sobre estas cosas? —preguntó Montaigne, fulminando a Karn con la mirada, y Karn desvió la vista hacia otro lado.
« Este príncipe de Arden no sabe que su capitán posee el don —pensó Han—. Karn se lo ha ocultado. Y no sin buenos motivos, al parecer» .
—Si empleamos un arma que no comprendemos, es probable que nos estalle en la cara —prosiguió Montaigne—. ¿Recuerda lo que ocurrió con la pólvora?
Karn no dijo nada. Seguramente sabía cuándo hablar y cuándo callar. Han se preguntó cuánto sabría en realidad el capitán sobre magia y encantadores, como él los llamaba. ¿Cabía concebir que hubiese recibido formación en un lugar como Arden, donde la magia estaba prohibida?
Montaigne se mordió el labio.
—Si los talismanes son tan potentes, ¿no podríamos quedarnos con los amuletos y deshacernos de estos dos? —preguntó, como si Han y Bailarín fueran meros envoltorios mágicos que uno pudiera tirar a la basura. O bien el príncipe de Arden suponía que no entendían la lengua de la llanura, o bien le traía sin cuidado.
Fossnacht negó con la cabeza.
—Los encantadores y los amuletos funcionan juntos, Excelencia. De nada sirven uno sin el otro.
—Además, estos encantadores deben de haber protegido sus amuletos para
que no los pueda usar nadie más —agregó Karn—. Me salieron ampollas en la mano cuando intenté coger el talismán del chico rubio.
Karn levantó la mano, envuelta en vendajes.
Han no miró a Bailarín aunque sabía que ambos estaban pensando lo mismo; no tenían ni idea de cómo proteger sus amuletos. No sabía por qué Karn no podía tocar su talismán, a no ser que el poder que Han había acumulado en él fuese incompatible con el de Karn.
A no ser que estuviera maldito por el demonio.
Lo único que sabía era que la pérdida de su amuleto le había dejado con una sensación de vacío y angustia. Se sentía despojado y ansioso por recuperar la magia perdida. ¿Cómo era posible que le hubiese cogido tanto apego en tan poco tiempo? Deseaba recuperarlo cuanto antes.
—Los aprendices de encantador se volverán contra nosotros en cuanto tengan ocasión —arguyó Montaigne—. Jamás podremos confiar en ellos.
El padre Fossnacht revolvió en su morral y sacó dos pares de esposas plateadas y dos juegos de llaves.
—Esto son antiguos objetos mágicos llamados « amarraencantadores» . Se los compré a un mercader que traficaba con artefactos mágicos. Los cabezacobriza los hicieron durante las guerras contra los encantadores para controlar a los prisioneros con poderes. Se los pones a los encantadores y te quedas con la llave. Si desobedecen una orden, quien posee la llave puede infringirles terribles dolores. Con el tiempo, los condiciona a obedecer. —El sacerdote hizo una pausa. Posó su mirada sobre Han, fría como las manos de un carnicero en invierno, poniéndole la carne de gallina—. Si lo deseáis, puedo haceros una demostración, Majestad.
« Puedes intentarlo» , pensó Han, esperando que tuvieran que desatarlo para ponérselas. Había llevado pulseras mágicas toda su vida hasta que Elena Cennestre del clan Demonai se las quitó. No estaba en absoluto dispuesto a llevar manillas otra vez si podía evitarlo.
Montaigne cogió uno de los juegos de esposas y lo examinó como si fuese un atractivo pero peligroso juguete nuevo. Sin levantar la vista, dijo:
—No será necesario. Váyase, padre. Regrese a la ciudad. Ya le notificaremos lo que decidamos.
El padre Fossnacht tomó aire como para protestar. Acto seguido suspiró e inclinó la cabeza.
—Muy bien, Vuestra Majestad. Estaré en mis aposentos del recinto de la catedral, aguardando vuestra decisión. Podéis mandarme aviso del modo acostumbrado. —El sacerdote metió el juego de esposas en su morral y extendió la mano hacia el príncipe—. Excelencia, si no necesitáis… —Me quedaré con éstas —dijo el príncipe de Arden.
El sacerdote hizo una reverencia y se fue, volviendo atrás la mirada varias veces, descontento por dejar en manos ajenas sus juguetes de tortura. Estaba claro que quería un asiento en la mesa.
Montaigne seguía mirando fijamente las esposas.
—¿Cómo usaría a estos dos encantadores contra los ejércitos de Geoff, capitán Karn?
Al oír esto, los turbios ojos marrones de Karn se encendieron de entusiasmo.
—En las guerras contra los encantadores, los magos podían prender fuego a docenas de soldados a la vez. Podían invocar la niebla para que el enemigo cayera por los acantilados. Sembraban miedo y fatiga entre la tropa enemiga hasta que daban media vuelta y huían. Hablaban con los pájaros y los usaban como espías, y usaban poderes mágicos para interrogar a los prisioneros. Rompían sitios atravesando murallas.
—Todo eso cuesta mucho de creer —dijo Montaigne, pasándole las esposas a Karn.
—Hay relatos escritos de testigos fiables en los archivos de la iglesia —dijo Karn—. El padre Fossnacht los ha estudiado.
—Si esto llega a hacerse público, podría volver en contra nuestra a algunos de los thanes más piadosos —repuso el príncipe.
—Pero el padre Fossnacht dice… —comenzó Karn.
—Cedric Fossnacht es ambicioso —interrumpió Montaigne—. Y voluble como una mujer. No ha perdonado a la iglesia que lo pasara por alto cuando defendía los principia. Piensa que un nuevo rey en Arden podría ser beneficioso para su ascenso.
—Nada hay de malo en ello —dijo Karn—. Necesitamos clérigos que nos apoyen.
—Es un riesgo demasiado grande —replicó Montaigne.
—Con el debido respeto, todo entraña riesgos, Vuestra Majestad —dijo Karn, escogiendo las palabras como quien camina sobre brasas—. Estamos perdiendo. Duprais y Botetort siguen de vuestro lado, pero Matelon ya está vacilando. Geoff controla la capital y la mayor parte del reino.
—¿Y de quién es la culpa, capitán? —Montaigne toqueteó un intrincado anillo que llevaba en la mano izquierda—. Usted es mi estratega, usted dirige mis ejércitos, por consiguiente, usted es el responsable de la situación actual.
El príncipe mascó cada « usted» como si fuese pan duro.
Karn levantó las manos con las palmas hacia arriba.
—Los thanes están cansados. Han vaciado sus arcas y descuidado sus cosechas durante diez largos años. Sólo quieren que la guerra termine.
—La guerra terminará cuando yo ocupe el trono de Arden, no antes — sentenció Montaigne—. Si los thanes quieren paz, deberían jurarme lealtad. —
Hizo una pausa, clavando su gélida mirada en el capitán—. ¿Acaso también está pensando en irse con Geoff?
—No, Vuestra Majestad —dijo Karn—. Soy un soldado leal, y vos lo sabéis.
Además, Geoff nunca me reclutaría después de lo que sucedió en Brightstone Keep. —Torció el gesto—. Ofendí su sensibilidad al ordenar el saqueo de la ciudad y la matanza de sus habitantes. Él tiene sus principios. Si Geoff se sale con la suya, acabaré colgado por ello.
« Karn ya hablado con Geoff —pensó Han—. Y ésta es la respuesta que obtuvo» .
Montaigne contempló a Handy a Bailarín durante más de un minuto y luego meneó la cabeza.
—No. Bastante tengo con no poder fiarme de los thanes. No voy a entrar en batalla con dos encantadores a mis espaldas —concluyó.
—Pero, Vuestra Majestad —protestó Karn—, ¿qué queréis que haga con estos dos?
—Matarlos —dijo Montaigne, dando media vuelta.
—¿Nos mataréis sin saber qué somos capaces de hacer? —protestó Han en lengua Común—. ¿Ni siquiera queréis ver una demostración? Devolvednos los amuletos y os daremos un espectáculo de magia como nunca lo habéis visto.
Montaigne se detuvo en el umbral y se volvió para mirar a Han. Su semblante era tan frío y duro como los acantilados de la escarpadura.
—Sin duda —dijo. Y se marchó.
Karn se quedó mirando la puerta un buen rato. Luego renegó de mala manera y arrojó las esposas mágicas contra la pared.
Han casi sintió compasión por el capitán. Karn estaba intentando ganar una guerra para su príncipe y su príncipe no colaboraba.
Pero su compasión por Karn duró poco. Después de fulminar a Han y a Bailarín con la mirada como si todo fuese culpa suya, Karn cruzó la habitación y recogió sus alforjas.
Tras arrodillarse al lado de ellos, Karn desabrochó la correa y sacó tres grandes paquetes envueltos en cuero. Abrió los envoltorios de cuero y les mostró los tres amuletos: el talismán de la serpiente, el Bailarín de Fuego de Bailarín y el Cazador Solitario que Elena había hecho para Han.
El amuleto del rey Demonio llameó, proyectando una nauseabunda luz verdosa sobre el rostro de Karn, como si supiera que se hallaba en manos enemigas.
Karn empuñó una daga de asesino e, inclinándose hacia ellos, apretó la punta contra el cuello de Bailarín.
—Muy bien, aprendices de encantadores —gruñó—. Quitad los maleficios a estos talismanes y decidme cómo se usan.
—Es imposible que tú puedas usarlos —dijo Bailarín, echando para atrás el tronco para disminuir la presión de la daga—. Nos necesitas vivos.
—¿En serio? —dijo Karn, apretando más la daga hasta que brotó un hilo de sangre—. ¿Estás seguro?
—¿Por qué íbamos a contarte nada? —inquirió Han—. De todos modos nos matarás.
—Ajá —dijo Karn—. Así es. Pero hay distintas maneras de morir. Maneras lentas y maneras rápidas. Maneras complicadas y maneras fáciles. A lo mejor te dejo mirar mientras rebano a este salvaje, cachito a cachito. Luego te tocará el turno a ti.
Los ojos color barro de Karn cobraron un brillo febril. El joven capitán sin duda ejecutaría la tarea con entusiasmo. La mente de Han, enturbiada por la droga, buscaba ideas. No sabía cómo lograr que Karn pudiera usar el amuleto, aun suponiendo que quisiera hacerlo.
De nada serviría gritar pidiendo socorro. Han había estado escuchando atentamente desde que se había despertado. Sólo había oído insectos nocturnos y ramas agitadas por el viento.
Montaigne y Karn querían mantener en secreto sus flirteos con la magia. Los habían llevado a un lugar apartado, lejos de la capital que controlaba el hermano mayor de Gerard.
—De acuerdo —dijo Han—. Desharé el maleficio. Pero tienes que soltarme las manos. —Al ver que Karn fruncía el ceño, agregó—: También necesitaré mi amuleto. Tengo que sostenerlo. Sólo el encantador que pone el hechizo protector puede quitarlo.
Karn miró a los ojos de Han un largo momento y luego asintió a regañadientes.
—Muy bien. Pero intenta cualquier cosa y tu amigo es hombre muerto.
Como si eso fuese una amenaza. Ambos estarían muertos antes de una hora si Karn se salía con la suya. Y si mataba a Bailarín deprisa, sería una verdadera bendición.
Han dudó que Bailarín lo viera de igual modo.
Karn puso a Han bocabajo y cortó con su cuchillo las cuerdas que le ataban las manos, dejándole los pies atados.
Han flexionó los dedos, respirando de manera sibilante a causa del dolor mientras la sangre volvía a circularle por las manos. Rodó por el suelo y se incorporó, estiró los hombros, tomándose su tiempo, deseoso de recuperar la agilidad antes de dar el siguiente paso. Karn cogió una esquina del envoltorio de cuero del amuleto y lo arrastró cerca de Han. Acto seguido agarró un puñado de pelo de Bailarín y le echó la cabeza para atrás, apoyando la daga en su garganta.
Han cogió el amuleto con ambas manos. El poder le estremeció el cuerpo entero, quitándole el dolor y sustituyéndolo por una ira despiadada que sólo quería destruir al hombre que tenía delante, que nada le importaba la daga en el cuello de Bailarín. El corazón le palpitaba con fuerza. Un hechizo le vino a los labios, y abrió la boca para pronunciarlo.
La puerta volvió a abrirse de golpe. Han se volvió, extendiendo el brazo hacia los intrusos.
Era Gerard Montaigne, con los ojos fuera de las órbitas y los labios morados bajo la luz cetrina de la linterna. Y, detrás de él, empujándolo hacia delante, estaba Gata Tyburn, con su garrote en torno al cuello del príncipe de Arden y su daga apoyada en las costillas.

La Princesa DesterradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora