La zona fronteriza

2 2 0
                                    

Han Alister frenó su jamelgo en el punto más alto del Paso de los Pinos de Marisa. Oteó la recortada parte sureña de los Queens en dirección a las llanuras de Arden, que quedaban al otro lado. Aquellos montes eran ajenos a él, habían sido el hogar de reinas fallecidas tiempo atrás cuyos nombres jamás había oído. Los picos más altos, piedra fría desnuda de vegetación, se hincaban en las nubes. Las laderas más bajas relucían de álamos aureolados por el follaje otoñal.
La temperatura había caído en picado a medida que ascendieron, y Han había ido añadiendo capas de ropa según las fue necesitando. Ahora llevaba el gorro de lana bien calado y tapándole las orejas, y la nariz le escocía a causa del aire gélido.
Hayden Bailarín de Fuego arrimó su caballo al de Han para contemplar el panorama.
Habían salido del Campamento de los Pinos de Marisa dos días antes. El campamento del clan estaba estratégicamente ubicado en el extremo norte del paso, la vía principal que atravesaba las Montañas de los Espíritus hasta la ciudad de Delphi y las llanuras de Arden. El camino que comenzaba como la Avenida de las Reinas en la capitalina ciudad de Fellsmarch menguaba hasta tener una anchura poco mayor que la de un sendero de caza en la parte más alta del desfiladero.
Pese a ser temporada alta, habían hallado poco tráfico comercial a lo largo del sendero; sólo unos cuantos demacrados refugiados que huían de la guerra civil de Arden.
Bailarín señaló al frente, hacia la ladera sur.
—Lord Demonai dice que antes de la guerra las filas de carros circulaban de la mañana a la noche durante la temporada, subiendo bienes de las llanuras. Comida, principalmente: grano, ganado, fruta y verdura.
Bailarín ya había viajado antes por el Paso de los Pinos de Marisa, en expediciones comerciales, con Averill Lightfoot, mercader y patriarca del Campamento Demonai.
—Ahora los ejércitos se lo tragan todo —prosiguió Bailarín—. Además, buena parte de las tierras de cultivo han sido arrasadas, de modo que no producen nada.
« Otro largo invierno en los Páramos» , pensó Han. El inicio de la guerra civil de Arden se remontaba hasta más allá de lo que Han alcanzaba a recordar. Su padre había fallecido allí, sirviendo como mercenario para uno de los cinco sanguinarios príncipes Montaigne; todos ellos hermanos, y todos reclamando el trono de Arden.
El caballo de Han resollaba tras el largo ascenso desde el Campamento de los Pinos de Marisa. El aire estaba enrarecido en aquella altitud. Han revolvió las enmarañadas crines de su montura y lo rascó detrás de las orejas. —Tranquilo, Ragger —murmuró—. Tómate tu tiempo.
Ragger enseñó los dientes a modo de respuesta y Han se rió.
Han se sentía orgulloso de ser propietario de aquel caballito tan malhumorado, el primero que había poseído jamás. Era un jinete consumado de caballos prestados. Había pasado todos los veranos acogido en las cabañas de las tierras altas, pues su madre lo enviaba allí desde la ciudad, convencida de que sobre él pesaba una maldición.
Ahora todo era diferente. Los clanes le habían proporcionado su caballo, ropa, pertrechos, comida para el viaje, y le habían pagado la matrícula de la academia de Vado de Oden. No por caridad, sino porque esperaban que el endemoniado Han Alister demostrara que era un arma eficaz contra el poder del Consejo de Magos.
Han había aceptado su oferta. Acusado de asesinato, huérfano por las malas artes de sus enemigos, perseguido por la Guardia de la Reina y el poderoso Gran Mago Gavan Bayar, no había tenido elección. La presión de las tragedias pasadas lo empujaba hacia delante; la necesidad de huir del recuerdo de lo que había perdido, el deseo de estar en algún lugar distinto al que había estado hasta entonces.
Eso y una ardiente sed de venganza.
Han se metió la mano dentro de la camisa y tocó distraídamente el amuleto de la serpiente que crepitaba sobre la piel del pecho. El poder fluyó de él al talismán, aliviando la presión mágica que se había ido acumulando a lo largo del día.
Se había convertido en un hábito, esa descarga de poder que de lo contrario podría desatarse sin control. Necesitaba tranquilizarse constantemente, comprobando que el amuleto seguía en su sitio. Han le había cobrado un extraño apego desde que se lo robara a Micah Bayar.
El talismán había pertenecido a su antepasado Alger Aguabaja, conocido por la mayoría de la gente como el Rey Demonio. Entretanto, el amuleto del Cazador Solitario que había hecho para él la matriarca del clan, Elena Demonai, languidecía sin usar en su alforja.
Debería odiar el talismán Aguabaja. Había pagado por él con la vida de su madre y de Mari. Había quien decía que el amuleto era un objeto de magia negra, que sólo servía para hacer el mal. Pero a sus casi diecisiete años era lo único que tenía para mostrar, aparte del chamuscado libro de cuentos de Mari y del relicario de oro de su madre. Eso era cuanto quedaba de una temporada desastrosa.
Ahora él y su amigo Bailarín iban de camino a Casa Mystwerk, la academia de magos de Vado de Oden, e iniciarían su formación como magos bajo el patrocinio de los clanes.
—¿Estás bien? —Bailarín se inclinó hacia él, frunciendo el ceño de su rostro cobrizo con preocupación, el pelo revuelto al viento cual serpientes de cuentas—. Pareces hechizado.
—Estoy bien —dijo Han—. Aunque me gustaría no tener que soportar más este viento.
Incluso con buen tiempo, el viento rugía sin tregua en el desfiladero. Y ahora, a finales del verano, traía consigo el cortante anuncio del invierno.
—La frontera no puede quedar lejos —dijo Bailarín, cuyas palabras se llevaba el viento nada más pronunciarlas—. En cuanto la crucemos, estaremos cerca de Delphi. Quizá durmamos bajo techo esta noche.
Han y Bailarín viajaban disfrazados de comerciantes de los clanes, conduciendo una recua de caballos cargados de artículos varios. El atuendo del clan les proporcionaba cierta protección. Igual que los arcos que llevaban colgados al hombro en bandolera. La mayoría de los ladrones sabía que no convenía enfrentarse con miembros de los clanes de las Espíritus en su propio territorio. El viaje sería más arriesgado una vez que cruzaran a Arden.
Mientras descendían hacia la frontera, fue como si retrocedieran de estación, volviendo del principio del invierno al otoño. Pasada la línea de los árboles, primero unos pinos achaparrados y luego el bosque de álamos se cerraron en torno a ellos, procurándoles cierto alivio del viento. La ladera iba siendo menos empinada y la capa de tierra fértil más profunda. Comenzaron a ver pequeñas granjas diseminadas, levantadas en torno a acogedoras casitas de labranza, y prados tachonados de robustas ovejas montañesas de largos y retorcidos cuernos.
Un poco más adelante comenzaron a encontrar signos de la enconada guerra que se librara en el sur. Medio ocultos entre la hierba había objetos desechados; alforjas vacías y restos de uniformes de soldados huidos, tesoros domésticos que se habían convertido en una carga excesiva en el sendero cuesta arriba.
Han divisó una muñeca de trapo en la cuneta, aplastada en el fango. Frenó con la intención de desmontar y recogerla para limpiarla y regalársela a su hermanita. Entonces recordó que Mari estaba muerta y que ya no necesitaba muñecas.
La aflicción era así. Poco a poco se convertía en un dolor sordo, hasta que una simple visión, sonido u olor te golpeaba como un martillazo. Pasaron por varias haciendas quemadas, las chimeneas erguidas como lápidas en tumbas profanadas. Y luego un pueblo entero arrasado por las llamas, con los restos de un templo y una casa del consejo.
Han miró a Bailarín.
—¿Esto lo hicieron llaneros?
Bailarín asintió.
—O mercenarios descarriados. Hay un fuerte en la frontera, pero no hacen un buen trabajo patrullando este camino. Los guerreros Demonai no pueden estar en todas partes. El Consejo de Magos sostiene que los magos podrían subsanar este descuido, pero que no están autorizados ni tienen las herramientas apropiadas, y echan la culpa a los clanes. —Bailarín puso los ojos en blanco—. Como si fueras a encontrar a algún mago aquí, viviendo a la intemperie, aunque tuvieran permiso para hacerlo.
—Para el carro —dijo Han—. Cuidado con lo que dices. Nosotros somos magos viviendo a la intemperie.
Ambos se echaron a reír del doble sentido de la chanza. Habían llegado a compartir una especie de humor negro sobre su apurada situación. Costaba lo suyo dejar atrás el hábito de burlarse de la arrogancia de los magos; la clase de bromas que los desposeídos hacen sobre los poderosos.
Llegaron a un cruce de caminos que desde el este y el oeste convergían hacia el paso. El tráfico se volvió denso y lento como la nata. Los viajeros avanzaban despacio en sentido contrario, hacia los Pinos de Marisa, desde donde lo más probable era que prosiguieran hasta Fellsmarch. Hombres, mujeres, niños, familias y viajeros solitarios, grupos que el azar había formado o que se habían juntado para sentirse más protegidos.
Cargados de fardos y bolsas, los refugiados caminaban en silencio, con los ojos hundidos, incluso los niños, como si dedicaran todas sus energías a poner un pie delante del otro. Adultos y jóvenes por igual portaban garrotes, palos y otras armas improvisadas. Algunos estaban heridos, con harapos ensangrentados enrollados en la cabeza, los brazos y las piernas. Muchos vestían ropa ligera de las llanuras y algunos iban descalzos.
Debían de haber salido de Delphi al alba. Si habían tardado todo ese tiempo en recorrer esa distancia, sería imposible que franquearan el paso antes del anochecer. Y luego aún quedaban dos días de marcha hasta los Pinos de Marisa.
—Van a congelarse, ahí arriba —dijo Han—. Los pies se les harán jirones con las rocas. ¿Cómo van a llegar a lo alto los pequeños? ¿Es que no tienen cabeza?
Un chiquillo que tendría cuatro años estaba plantado en medio del camino, llorando con los puños apretados, el rostro transido de sufrimiento.
—¡Mamá! —gritaba en la lengua del llano—. ¡Mamá! ¡Tengo hambre!
No había ninguna mamá a la vista.
Apremiado por la culpabilidad, Han sacó una manzana de su morral. Se inclinó en la silla, alcanzándosela al niño.
—Toma —dijo sonriendo—. Prueba esto.
El niño dio un traspié hacia atrás, levantando los brazos a la defensiva.
—¡No! —chilló, presa del pánico—. ¡Lárgate!
Se cayó sobre su culito, pero siguió gritando como un poseso.
Una niña demacrada de edad indefinida arrancó la manzana de la mano de Han y salió corriendo como si la persiguieran mil demonios. Han la contempló impotente.
—Déjalo correr, Caza Solo —dijo Bailarín, usando el nombre que el clan había puesto a Han—. Supongo que han tenido una mala experiencia con jinetes.
No puedes salvar a todo el mundo, ¿sabes?
« No puedo salvar a nadie» , pensó Han.
Después de una curva las fortificaciones de la frontera aparecieron abajo; un fuerte en ruinas y una irregular muralla de piedra, los huecos cerrados con pinchos de hierro y alambrada de espinas a falta de una reparación mejor. La muralla se extendía a través del paso, culminando en los picos de ambos lados, y en su centro se alzaba una maciza torre que formaba un arco sobre el camino. Una breve fila de carros de mercancías, reatas de bestias de carga y caminantes que se dirigían al sur cruzaba la puerta a paso de tortuga mientras que el tráfico hacia el norte fluía sin trabas.
Alrededor del fuerte había surgido, como una colonia de setas tras un aguacero de verano, un pueblo, si cabía llamarlo así. Consistía en cobertizos, cabañas destartaladas, tiendas y carromatos. Un corral rudimentario guardaba unos pocos caballos huesudos y vacas con las costillas marcadas.
Unas manchas de brillante azul se arracimaban junto a la puerta como un puñado de ásteres otoñales. Casacas azules. La Guardia de la Reina. La aprensión recorrió el espinazo de Han como un dedo helado.
¿Por qué estarían montando guardia en la frontera?
—Que controlen a los refugiados que entran, lo comprendo —dijo, frunciendo el ceño—. Querrán evitar que entren espías y renegados. Ahora bien, ¿por qué iba a importarles quién sale del reino?
Bailarín miró a Han de arriba abajo, mordiéndose el labio.
—Bueno, es evidente que buscan a alguien. —Hizo una pausa—. ¿Crees que la Guardia de la Reina se tomaría tantas molestias para capturarte?
Han se encogió de hombros, deseoso de negar tal posibilidad. Si lo consideraban tan peligroso, ¿no preferirían tenerle fuera del reino y no dentro?
—Resulta insólito que Su Majestad la reina haya montado todo este tinglado por un puñado de sureños muertos —dijo—. Más aún teniendo en cuenta que las matanzas han cesado.
—Tú clavaste un puñal a su Gran Mago —señaló Bailarín—. Tal vez haya muerto.
Cierto. Ahí lo tenía. Aunque Han en realidad no podía creer que lord Bayar hubiese muerto. De acuerdo con su experiencia, el mal pervivía y el inocente moría. Aun así, quizá los Bayar habían convencido a la reina de que merecía la pena todo aquel esfuerzo adicional para ponerle las esposas.
« Pero los Bayar quieren recuperar su amuleto» , pensó Han. ¿Correrían el riesgo de que se lo quitara la Guardia de la Reina? Bajo tortura, cabía que la historia de la pieza saliera a la luz.
De todos modos, ¿no se suponía que él estaba de parte de la reina? Recordó las palabras de Elena Cennestre el día que le soltó la verdad a bocajarro.
« Cuando completes tu formación, regresarás aquí y usarás tus poderes en defensa de los clanes y de las reinas de la dinastía legítima» .
Lo más probable era que nadie le hubiese dicho nada a la reina Marianna. Estarían procurando mantenerlo en secreto.
—Lo que está claro es que no te buscan a ti —dijo Han, apartando la mirada de Bailarín—. Separémonos, así será más seguro. Tú ve delante. Yo te seguiré.
Eso evitaría actos heroicos por parte de Bailarín si prendían a Han.
Bailarín recibió la propuesta con un resoplido desdeñoso y burlón.
—Claro. Incluso con el pelo cubierto, es imposible que pases por miembro de un clan si abres la boca. Deja que hable yo. Por aquí pasan muchos mercaderes. Todo irá bien.
Aun así, Han reparó en que Bailarín tensaba la cuerda de su arco y que corría la daga que llevaba al cinto para tenerla más a mano.
Han también preparó sus armas y luego remetió dentro del gorro las mechas sueltas de cabello rubio. Debería haberse tomado el tiempo necesario para teñirse de oscuro otra vez, y así resultar menos reconocible. La supervivencia no le había parecido nada especialmente importante hasta ahora. Han introdujo la mano debajo de la camisa y tocó su amuleto. Deseó por enésima vez saber más sobre cómo utilizarlo. Un poco de hechicería podría venirles muy bien en una situación difícil.
No, tal vez no. Mejor que nadie supiera que Pulseras Alister, atracador acusado de homicidio, de repente se había convertido en mago.
Con una lentitud exasperante, se fueron aproximando a la frontera. Al parecer la Guardia estaba cumpliendo su cometido minuciosamente.
Cuando llegaron al principio de la cola, dos guardias agarraron las bridas de sus caballos, deteniéndolos. Un guardia montado con pañuelo de sargento interpuso su montura delante de ellos. Estudió sus semblantes, torciendo el gesto.
—¿Nombres?
—Bailarín de Fuego y Caza Solo —dijo Bailarín en la lengua común—.
Somos comerciantes de los clanes de los Pinos de Marisa, y nos dirigimos a Ardenscourt.
—¿Comerciantes? ¿O espías? —le espetó el guardia.
—No somos espías —dijo Bailarín. Tranquilizó a su caballo, que sacudía la cabeza y ponía los ojos en blanco a causa del tono del guardia—. Los comerciantes no se meten en política. Es malo para hacer negocios.
—Habéis estado sacando provecho de la guerra, y todo el mundo lo sabe — replicó el chaqueta azul, exhibiendo la actitud habitual de los oriundos del Valle para con los clanes—. ¿Qué lleváis?
—Jabón, perfumes, sedas, artículos de cuero y medicinas —contestó Bailarín, apoyando una mano en sus alforjas con aires de propietario.
Aquello era bien cierto. Tenían planeado entregar aquellas mercancías a un comprador de Ardenscourt para contribuir al pago de sus estudios y su manutención.
—Veamos.
El guardia soltó las correas de las alforjas del primer caballo y revolvió los artículos que había dentro. Emanaron aromas de sándalo y pino.
—¿No lleváis armas ni amuletos? —inquirió el sargento—. ¿Algún objeto mágico?
Bailarín enarcó una ceja.
—No hay mercado para artículos mágicos en Arden —sentenció—. La Iglesia de Malthus lo prohíbe. Y no traficamos con armas. Es demasiado arriesgado.
El sargento les escrutó el semblante, con la frente arrugada, un tanto perplejo. Han mantuvo la mirada en el suelo.
—No sé —dijo el guardia—. Los dos tenéis los ojos azules. A mí no me parecéis de los clanes.
—Somos mestizos —explicó Bailarín—. Nos adoptaron de bebés en los campamentos.
—Más bien diría que te raptaron —repuso el sargento—. Lo mismo que a la princesa heredera. La Hacedora se apiade de ella.
—¿Qué pasa con la princesa heredera? —preguntó Bailarín—. No estamos enterados.
—Ha desaparecido —explicó el sargento. Parecía ser de esas personas que disfrutan dando malas noticias—. Hay quien dice que se ha fugado. Yo pienso que no es posible que se haya marchado sola.
« O sea que se trata de eso» , pensó Han, alegrándose un poco. Las medidas adicionales en la frontera no tenían nada que ver con ellos.
Pero el chaqueta azul aún no había terminado. Miró en derredor como para asegurarse de que tenía apoyo y luego dijo:
—Hay quien dice que la raptó tu gente. Los cabezacobriza.
—Eso no tiene ningún sentido —protestó Bailarín—. La princesa Raisa tiene sangre de clan por parte paterna, y estuvo tres años acogida en el Campamento Demonai.
El chaqueta azul dio un resoplido.
—Bueno, en la capital no está, de eso están seguros —dijo—. Tal vez venga hacia aquí; por eso controlamos a todo el mundo que cruza la frontera. La reina ofrece una gran recompensa para quien la encuentre.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Bailarín, como si estuviera olisqueando aquella gran recompensa.
—Ella también es de sangre mezclada —dijo el chaqueta azul—, pero dicen que aun así es muy guapa. Es baja, y tiene el pelo negro muy largo y los ojos verdes.
Han se sintió acechado por el recuerdo de los ojos verdes de Rebecca Morley, que había entrado en la Cárcel Militar de Puente del Sur y arrebatado de las manos de Mac Gillen a tres miembros de la banda callejera de los harapientos. Aquella descripción encajaría con Rebecca. Y con otras mil chicas.
Desde que su vida se había ido al traste, Han no había vuelto a pensar en Rebecca. No mucho, al menos.
Finalmente el sargento decidió que ya los había retenido bastante.
—De acuerdo, pues. Seguid. Más vale que os andéis con cuidado al sur de Delphi. Los combates son encarnizados allí abajo.
—Gracias, sargento —estaba diciendo Bailarín cuando una nueva voz interrumpió la conversación, fría y cortante como la hoja de un cuchillo.
—¿Qué está pasando, sargento? ¿A qué viene tanta demora?
Han levantó la vista y vio a una muchacha de su misma edad que, a lomos de su caballo, se abría paso con bravuconería entre los viajeros a pie agrupados en torno a la puerta, como si no le importara atropellar a unos cuantos.
No podía dejar de mirarla. No se parecía a ninguna otra chica que hubiese visto antes. Su melena rubio platino estaba recogida en una única trenza que le llegaba hasta la cintura, realzada por una mecha roja que la recorría en toda su longitud. Las pestañas y las cejas eran del color de la pelusa de los álamos y los ojos, de un pálido azul porcelana, como un cielo después de la lluvia. La envolvía un nimbo de luz, prueba de su poder descontrolado.
Montaba un semental gris de las llanuras, de sangre tan pura como la suya, sentada muy erguida en la silla, como para acrecentar su ya de por sí considerable estatura. Sus rasgos angulosos le resultaron familiares. No era un rostro bello, pero sí difícil de olvidar. Sobre todo cuando tenía el ceño fruncido. Como ahora.
Su chaqueta corta y la falda pantalón de montar eran de telas buenas, ribeteadas de cuero. Las estolas de mago que le cubrían los hombros ostentaban la insignia del halcón encorvado, y un reluciente amuleto colgaba de una gruesa cadena de oro que llevaba al cuello. Un halcón con un pájaro cantor en las garras.
Han se estremeció, su cuerpo reaccionó antes que su embotada mente. El halcón encorvado. Pero esa insignia pertenecía a…
—Lo siento, lady Bayar —farfulló el sargento, con la frente perlada de sudor a pesar del frío que hacía—. Sólo estaba interrogando a estos mercaderes. Para asegurarme, mi señora.
Bayar. Él era a quien le recordaba la chica, a Micah Bayar. Sólo había visto al hijo del Gran Mago una vez, el día en que Han se había apoderado del amuleto que le había cambiado la vida para siempre. ¿Qué relación tendría ella con Micah? Parecía tener la misma edad. ¿Hermana? ¿Prima?
—Agarra tu amuleto —murmuró Bailarín a Han, que deslizó la mano bajo su chaqueta de piel de ciervo—. Te quitará poder y así a lo mejor no se fija en tu aura.
Han asintió y apretó el talismán con disimulo.
—Estamos buscando a una chica, idiota —iba diciendo lady Bayar, mientras sus pálidos ojos echaban un vistazo a Han y Bailarín—. Una chica morena y medio enana. ¿Por qué pierdes el tiempo con estos dos cabezacobriza? —agregó, empleando el nombre que en el Valle designaba a los miembros de los clanes.
Los dos guardias que sujetaban los caballos de Bailarín y Han los soltaron de inmediato.
—Fiona. Cuidado con lo que dices.
Otro mago frenó detrás de lady Bayar, un muchacho de más edad con el pelo pajizo y el cuerpo rollizo en exceso. Sus estolas de mago lucían insignias de cardos.
—¿Qué?
Fiona lo fulminó con la mirada y él se encogió como un cachorro asustado.
« O le gusta la chica o le teme —pensó Han—. Tal vez ambas cosas» .
—Fiona, por favor. —El joven mago carraspeó—. Yo no describiría a la princesa Raisa como enana. De hecho, la princesa es bastante…
—Si no es enana, ¿entonces qué? —le interrumpió Fiona—. ¿Retacona?
—Bueno, yo…
—Y es morena, ¿no? Bastante oscura, en realidad, a causa de su sangre mezclada. Admítelo, Wil, lo es.
Por lo visto Fiona no se tomaba nada bien que la corrigieran.
Han se esforzó por evitar que la sorpresa asomara a su semblante. Tampoco era que fuese un entusiasta de la reina y su linaje, pero lo último que habría esperado era oír hablar así a un Bayar.
Fiona puso los ojos en blanco.
—No entiendo qué ve en ella mi hermano. Sin duda tú tienes más criterio para juzgar a las mujeres.
Sonrió a Wil, dándole vueltas al amuleto, y Han comprendió por qué el joven mago estaba prendado de ella.
Wil se sonrojó.
—Sólo opino que deberíamos mostrar cierto respeto —susurró, inclinándose hacia ella de modo que el sargento no alcanzara a oírlo—. Es la heredera al trono Lobo Gris.
Bailarín hizo avanzar su cabalgadura, confiando en cruzar la frontera mientras los magos seguían enzarzados en su discusión. Han hincó las rodillas en los costados de Ragger y lo siguió, manteniendo la cabeza gacha y mirando hacia otro lado. Ya habían pasado ante los magos, entrado en la puerta y casi escapado cuando…
—¡Eh, vosotros dos! Un momento.
Era Fiona Bayar. Han maldijo para sus adentros, y acto seguido adoptó una expresión de hombre corriente. Se volvió en la silla y vio que la maga lo miraba fijamente.
—¡Mírame, chico! —ordenó Fiona.
Han la miró directamente a los ojos azul porcelana. El amuleto crepitó entre sus dedos, y algún espíritu maligno le hizo levantar el mentón y decir:
—Ya no soy un chico, lady Bayar.
Fiona se quedó petrificada, mirándolo de hito en hito, sujetando las riendas con una sola mano. La larga columna de su cuello se le movió al tragar.
—No —dijo ella, humedeciéndose los labios con la lengua—. No eres un chico. Y tampoco tienes acento de cabezacobriza.
Wil se aproximó y le tocó a Fiona el brazo, como queriendo reclamar su atención.
—¿Conoces a este…, comerciante, Fiona? —preguntó con manifiesto desdén.
Pero Fiona siguió mirando a Han.
—Vas vestido como un comerciante —susurró, casi para sí misma—. Llevas atuendo de cabezacobriza y no obstante tienes aura.
Han se miró de reojo y vio, para su horror, que el resplandor mágico que emanaba de él era espantosamente innegable, incluso a la media luz de la tarde. En todo caso, era más brillante de lo usual; el poder relumbraba bajo su piel como el sol en el agua.
Pero se suponía que el amuleto debía sofocarlo, absorberlo.
Quizás, en momentos problemáticos, emanaba más magia de la que el talismán podía absorber.
—No es nada —dijo Bailarín enseguida—. Es por manejar objetos mágicos en los mercados de los clanes —explicó—. A veces ocurre. Pero no dura.
Impresionado, Han le guiñó el ojo a su amigo. Bailarín había desarrollado un gran talento para distraer a la autoridad, como dirían en el Mercado de los Harapos.
Bailarín agarró la brida de Ragger, tratando de tirar del caballo para que avanzara.
—Bueno, aunque nos encantaría quedarnos y resolver acertijos de hechicería, tenemos que seguir adelante si no queremos dormir en el bosque.
Fiona hizo caso omiso de Bailarín. Seguía mirando fijamente a Han con los ojos entornados y la cabeza ladeada. Respiró hondo y se puso aún más tiesa.
—Quítate el gorro —le ordenó.
—Respondemos ante la reina, hechicera. No ante ti —dijo Bailarín—. Vamos, Caza Solo —gruñó.
Han mantuvo los ojos clavados en Fiona sin soltar el amuleto. La piel le hormigueaba mientras la magia y el desafío se propagaban en él como coñac. Despacio, deliberadamente, cogió el gorro con la mano libre, se lo quitó y sacudió el pelo. El viento que bajaba a través del Paso de los Pinos de Marisa se lo revolvió, apartándoselo de la frente.
—Lleva este mensaje a lord Bayar —dijo Han—. Manteneos alejados de mi camino o toda vuestra familia caerá.
Fiona se quedó mirándole. Por un momento pareció que hubiese perdido el habla. Finalmente dijo con voz ronca:
—Alister. Eres Pulseras Alister. Pero…, eres mago. Es imposible.
—Sorpresa —dijo Han. Irguiéndose en los estribos, agarró el amuleto con una mano y extendió la otra. Sus dedos se retorcieron echando una maldición como si tuvieran vida propia, y palabras mágicas brotaron espontáneamente de su boca.
El camino se hinchó y reventó al surgir de la tierra un seto de espinos que formó un muro de púas entre Han y Bailarín y los otros magos. En cuestión de segundos alcanzó la altura de la cruz de los caballos.
Asustado, Han soltó el amuleto y se limpió la mano frotándola contra sus mallas como si así pudiera borrar los indicios de magia. La cabeza le daba vueltas, pero enseguida se le aclaró. Miró a Bailarín, que contemplaba a Han como si no diera crédito a sus ojos y oídos.
La lengua de Fiona finalmente se soltó.
—¡Es él! ¡Es Pulseras Alister! ¡Intentó matar al Gran Mago! ¡Detenedlo!
Nadie se movió. El muro de espino seguía creciendo, extendiendo sus ramas hacia el cielo. Los chaquetas azules miraban boquiabiertos al mercader, que se había convertido en un presunto asesino que hacía crecer setos de espino de la nada.
Bailarín abrió el brazo, lanzando espirales de llamas en todas direcciones. El seto humeó y de pronto se encendió. Ragger se encabritó, tratando de derribar a
Han. Los guardias se tumbaron cuerpo a tierra, tapándose la cabeza y gimiendo de miedo.
Han golpeó con los talones los ijares de Ragger y el espantado caballito salió de estampida a través de la puerta, seguido de cerca por Bailarín, que iba agachado sobre los lomos de su cabalgadura con el pelo al viento. Delante de ellos, los viajeros se apartaban de su camino, saltando a las cunetas de ambos lados del camino. Detrás de ellos, Han alcanzaba a oír órdenes gritadas y atronadoras trompetas.
Crepitaron las ballestas; los guardias disparaban a ciegas por encima de la puerta fortificada. Han pegó la cabeza al cuello de Ragger para resultar un blanco más difícil.
Fiona gritó:
—¡Prendedlo vivo, idiotas! ¡Mi padre lo quiere vivo!
Después de eso ya no hubo más ballestas, lo que fue una bendición porque el camino entre la frontera y Delphi era ancho y ascendía levemente. Una vez que sus perseguidores saltaran o rodearan la barrera de Han, él y Bailarín serían blancos bastante fáciles.
Han se volvió a tiempo de ver a Fiona abrir un agujero a través del seto en llamas. Los dos magos lo cruzaron de sopetón, seguidos por tres poco entusiastas guardias montados. Probablemente, los chaquetas azules no albergaban deseo alguno de enfrentarse con alguien capaz de lanzar fuego y espinas. —Aquí vienen —gritó Han, instando a Ragger a correr más.
—Supongo que han decidido cruzarse en tu camino —respondió Bailarín a voz en cuello.
Han sabía que Bailarín tendría mucho que decirle después. Si es que había un después.
Los magos ya estaban ganando terreno, acortando distancias. Al final los alcanzarían: con aquel amplio camino y sus veloces caballos de las llanuras llevaban las de ganar. Era imposible que él y Bailarín vencieran a dos magos mejor entrenados que ellos. Por no mencionar a todo un pelotón de casacas azules.
« ¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso?» , se dijo Han a sí mismo. Por más defectos que tuviera, la estupidez no era uno de ellos. Quizá fuese tentador enfrentarse a Fiona Bayar, pero nunca involucraría a Bailarín por una rencilla en un combate que estaba abocado a perder.
Han recordó la magia que había sentido correr por sus venas como una bebida destilada. Y como una bebida destilada, le había hecho perder la cabeza. Probablemente porque no sabía lo que estaba haciendo. Sujetando las riendas con más fuerza, se resistió a agarrar el amuleto otra vez.
—Tenemos que salir de este camino —gritó, escupiendo polvo—. ¿Hay algún sitio donde podamos desviarnos?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —contestó Bailarín, gritando a su vez. Miró hacia delante, entrecerrando los ojos para protegerlos del sol poniente—. Ha pasado mucho tiempo. —Siguieron galopando cosa de un kilómetro más, y entonces Bailarín gritó—: Oye, ahí arriba hay un sitio donde quizá los podamos despistar.
El camino de Delphi seguía el curso de un arroyo de agua clara, compartiendo el valle cavado a través de las Montañas de los Espíritus del sur. Bailarín miraba hacia el lado izquierdo, buscando un punto de referencia. Han cabalgaba a su lado, corriendo como alma que lleva el diablo.
—Aquí cerca, el arroyo de Kanwa Creek gira al oeste y la carretera sigue hacia el sur —dijo Bailarín—. Podemos desviarnos y seguir el arroyo y a lo mejor nos libramos de ellos. Es un cañón muy estrecho, rocoso y empinado. Hecho para caballos pequeños, no para caballos de las llanuras. Busca una roca con forma de oso dormido.
Más valía que el desvío no quedara lejos. Como el ruido de sus perseguidores iba en aumento, Han se volvió y vio que tenían a los dos magos a sólo tres o cuatro cuerpos de caballo detrás de ellos. Cuando Fiona vio que Han los miraba, se irguió en los estribos y soltó las riendas. Palpándose el cuello, extendió la otra mano.
Una llamarada salió disparada hacia Bailarín. De no haber ido Fiona cabalgando, quizás hubiese dado de lleno en el blanco.
Por suerte, sólo chamuscó la grupa de Wicked. El animal relinchó y giró bruscamente a la izquierda, chocando con Ragger, y por poco los hace salir a todos del camino.
Han hizo lo posible para que su cabalgadura no se cayera mientras Bailarín tiraba de las riendas para enderezar la cabeza de Wicked.
El mensaje estaba claro: Fiona Bayar quería a Han con vida, pero Bailarín era blanco legítimo.
Han desenvainó su espada, esperando hallar a sus perseguidores encima de ellos. Al volverse le sorprendió ver a Fiona y Wil rezagándose, esforzándose por recuperar el control de sus caballos encabritados. Los casacas azules se amontonaban detrás de ellos, procurando no chocar con los dos magos. Al parecer, sus monturas purasangre no estaban entrenadas para llevar a la grupa jinetes que lanzaban llamas.
—¡Ahí está! —exclamó Bailarín, señalando una enorme roca granítica que interceptaba buena parte del camino, estrechándolo por la izquierda. Ciertamente, parecía un oso dormido con la cabeza apoyada en las zarpas. Como si reconociera en ella un santuario, Wicked echó a correr más deprisa, seguido de cerca por Ragger y Han.
Los casacas azules y los magos debían de haberse organizado porque Han oía de nuevo a los caballos que retumbaban tras ellos.
Han y Bailarín rodearon el promontorio rocoso y sus perseguidores los perdieron de vista un rato. Justo al otro lado, el terreno caía vertiginosamente en una sucesión de empinadas terrazas de roca. El arroyo de Kanwa Creek se precipitaba en una serie de cascadas entre escarpadas paredes de roca hasta desaparecer en el abismo. El rugido del agua resonaba en el cañón.
—¿Pretendes bajar por aquí?
Han miró en derredor en busca de una alternativa. Ragger era su primer caballo, y no quería dejarlo cojo en la primera semana de expedición. Por no mencionar la posibilidad de que tropezara y ambos cayeran de cabeza al precipicio.
Bailarín instó a Wicked a bajar la primera pendiente sembrada de piedras.
—Ya he pasado por aquí otras veces. Prefiero arriesgarme con Cañón del Kanwa que con lady Bayar.
—De acuerdo —dijo Han—. Pasa tú delante, ya que puedes avanzar más deprisa. Ya te alcanzaré.
Han razonó que sería menos probable que Fiona disparase si él iba en la retaguardia.
Lo bueno era que a nadie se le ocurriría pasar por allí si tenía otra opción. Sobre todo a lomos de caballos del llano.
Bailarín y Wicked desparecieron cuesta abajo tras una curva del cañón, descendiendo deprisa y temerariamente. Bailarín y su caballo llevaban juntos dos años. Han dio rienda suelta a Ragger y dejó que siguiera a Wicked a su ritmo, reprimiendo la tentación de espolearlo. Han quería perderse de vista antes de que los magos rodearan la roca del oso dormido y comenzaran a lanzarles llamas desde lo alto.
Ragger elegía con buen pie su camino por el empinado cañón, lanzando piedras al vacío. El animal se arrimaba tanto a la pared de piedra que Han se rasguñó la rodilla derecha con la roca, rasgándose las mallas y la piel.
Cuando alcanzaron el nivel del arroyo, él sorteó una serie de cascadas y luego chapoteó agresivamente a través de las aguas someras, ansioso por adelantar a su rival.
Han se volvió y miró hacia arriba. En lo alto del cañón vio a dos jinetes; sus auras de mago los enmarcaban contra el cielo. Estaban discutiendo; sus voces airadas le llegaban a través del cañón.
Han supuso que Fiona insistía en perseguir a Han y Bailarín cañón abajo, y que Wil se oponía.
« Buena suerte, Wil» , pensó Han, y espoleó a Ragger con los talones.
Bajaron unas pocas gargantas empinadas más, pasando por salientes tan estrechos que dieron a Han la sensación de estar pisando el aire. « No mires abajo» , pensó, manteniendo los ojos clavados en el sendero. Avanzaban con una lentitud frustrante si se comparaba con lo que habrían recorrido en el camino.
Han volvía la vista atrás a menudo, pero no vio ni oyó a sus perseguidores. Al cabo de varias horas se detuvieron en un prado para abrevar los exhaustos caballos. El sol se había ocultado tras las altas cumbres, la penumbra de debajo de los árboles devino más densa y volvió a hacer frío pese a que se encontraban a mucha menos altitud. Han no tenía ningunas ganas de seguir el sendero a oscuras.
No importaba. Habían cruzado la frontera y, al menos por el momento, parecían haberse librado de sus perseguidores.
Han se tumbó bocabajo y con las manos ahuecadas bebió agua del arroyo.
El agua era clara y estaba muy fría.
—¿Qué te ha cogido en la frontera? —inquirió Bailarín, poniéndose en cuclillas a su lado y hundiendo la cantimplora en el arroyo para llenarla—. Ya casi teníamos vía libre y has tenido que echarlo todo a perder. ¿Cruzar la frontera sin que te reconocieran no era lo bastante emocionante para ti?
Han se secó la boca con la manga y se sentó de nuevo sobre los talones.
—No sé por qué lo he hecho. No sé explicarlo.
—¿No podías dejarte puesto el gorro?
Bailarín volvió a poner el tapón de corcho a la cantimplora y se echó agua a la cara para limpiarse el polvo del camino.
—Ha sido como si el amuleto produjera una reacción de poderes —dijo Han —. No sé si hay algo malo en la magia que le doy o si es porque no sé lo que me hago.
Maldito por el demonio, había dicho su madre. Quizá fuese verdad.
Pese a que en general era de trato fácil, Bailarín no había terminado. De hecho, apenas había comenzado.
—¿No podías mantener la boca cerrada? A partir de ahora voy a llamarte
Glitterhair.[1] O Talksalot.[2]
—Lo siento —dijo Han. No tenía más que decir. Era lógico que Bailarín estuviera enfadado. Había sido una proeza insensata e innecesaria. Bailarín nunca había visto ese lado de él. Era como si hubiese regresado a su época de señor de la calle de la banda de los harapientos, con toda su pulsión de muerte.
—¿Dónde aprendiste a lanzar sortilegios? —insistió Bailarín—. Me habías dicho que no sabías nada de magia. Ni siquiera sabías que eras mago hasta hace un par de semanas. Yo he intentado enseñarte lo poco que sé, y luego vas tú y haces un seto de espino de la nada. Quizá tendrías que enseñarme tú a mí.
—No sé cómo lo he hecho —admitió Han—. Simplemente ha ocurrido. — Seguro que Bailarín pensaba que le ocultaba cosas, que no quería compartir con él todo lo que sabía. Visto que Bailarín no decía nada, Han agregó—: Yo tampoco sabía que supieras lanzar llamas.
—Porque no sé —repuso Bailarín, con la voz invadida por el sentimiento de traición—. Me sale sin querer cuando tengo mucho miedo.
Se levantó, se sacudió el polvo de las mallas y se marchó a atender a los caballos.
Han sacó el amuleto del cordón y le dio vueltas con las manos, examinándolo en busca de claves. Tenía que aprender a controlarlo. De lo contrario, no había garantía de que aquello no volviera a suceder.
Ahora los Bayar sabían que era mago y que se dirigía hacia el sur. Al menos no sabrían qué se proponía ni adónde iba. A Han le gustó bastante la idea de que los Bayar estuvieran preocupados, preguntándose dónde volvería a aparecer y qué haría cuando lo hiciera.

La Princesa DesterradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora