Han, en cuclillas, miraba fijamente a Gata. Encima del ojo derecho le estaba saliendo un moretón a causa del golpe contra la pared. Tenía un chichón en la frente que le torcía la cara. Había faltado muy poco para que perdiera el ojo.
Levantó la vista hacia Bailarín.
—¿Tú sabías que me estaba acechando? —inquirió.
—Chist. —Bailarín se llevó un dedo a los labios, mirando a un lado y otro del sendero—. Sabía que tramaba algo, por eso la he seguido —dijo Bailarín—. No habría dejado que te cortase el cuello, no te preocupes.
—¡Qué tranquilizador! —Han se levantó y le mostró la capa destrozada—. ¿Cuándo tenías previsto intervenir?
—Llevémosla adentro antes de que aparezca la guardia del rector —dijo Bailarín.
—¿Por qué? Dejemos que la metan en el calabozo —dijo Han—. Ya estoy harto.
A Han le había atacado por la espalda alguien a quien consideraba un amigo. Nunca se hubiera imaginado que Gata intentara apuñalarlo para robarle. Después de todo lo ocurrido, había llegado a su límite.
Bailarín no se dignó contestar a su comentario.
—Vamos —dijo—. No podemos arrastrarla por el tejado hasta la ventana. Yo cargaré con ella, tú pasa delante y distrae a Blevins si está despierto.
Bailarín guardó el puñal de Gata y la cogió en brazos. La muchacha gruñó pero no abrió los ojos.
Han entró en la residencia delante de ellos y echó un vistazo a la sala común para comprobar si estaba Blevins. El prefecto dormía como un tronco en un sillón junto al fuego. Aguardándolos. Le fastidiaría no haberlos pillado regresando después del toque de queda. Han hizo una seña a Bailarín para que entrara, pasaron de puntillas por delante de Blevins y subieron la escalera, pisando los márgenes de los peldaños para que no crujieran.
Afortunadamente, llegaron al cuarto piso sin encontrarse con nadie. Han abrió la puerta de su habitación. Bailarín entró detrás de él y depositó a Gata en la cama de Han.
—Traeré agua fría para el golpe de la cabeza —dijo Bailarín. Cogió la palangana y se fue al cuarto de baño del tercer piso.
« Es la mar de considerado con alguien que me ha destrozado la capa buena y me ha amenazado con un puñal hace un momento» , pensó Han.
Han encendió dos velas para disipar las sombras. Todavía faltaban varias horas para el amanecer.
Gata gimió y se apretó la frente con las manos. Han le palpó todo el cuerpo a conciencia y encontró otros tres cuchillos. Bailarín regresó con la palangana, mojó un trapo y lo puso encima del chichón que Gata tenía en la cabeza. Gata se lo quitó de un tirón y Bailarín se lo volvió a poner. Gata le apartó el brazo y abrió los ojos.
—Aléjate de mí, cabezacobriza de mier… —se calló de golpe al recobrar la memoria—. Sangre y huesos —susurró. Al enfocar el rostro de Han, se estremeció y volvió a cerrar los ojos.
—¿Por qué no me has matado? —susurró Gata, humedeciéndose los labios.
—Aún es posible que lo haga —dijo Han—. Pero Bailarín ha pensado que antes nos tenías que decir algo.
—No tengo nada que decir —susurró Gata—. Córtame el cuello y asunto resuelto.
Echó la cabeza para atrás, extendiendo el cuello, como un lobo sometiéndose al jefe de la manada.
Bailarín se sentó en la cama junto a ella.
—No. Tú nos salvaste la vida en Arden. Tienes derecho a explicarte. Quiero saber qué te pasa. Estas últimas semanas te he visto distinta. Como desesperada.
—¿Pero qué estás diciendo? —dijo Han irritado—. Apenas la conoces, así que no entiendo que hayas podido…
—Tú siempre estás ausente —dijo Bailarín—. No tienes ni idea de lo que les pasa a tus amigos.
Han señaló a Gata con la mano.
—¿Esto es un amigo? —Puso los ojos en blanco—. Los amigos no te asaltan en los callejones.
—Pulseras tiene razón —dijo Gata, abriendo los ojos para mirar a Bailarín—. No me conoces muy bien. Soy una ladrona. Traiciono a mis amigos. Merezco morir. —Las lágrimas se le derramaban por el rabillo del ojo, humedeciéndole las sienes—. Tendría que haberme largado sin más, pero necesitaba dinero para volver a casa —dijo—. Aquí no pinto nada. No estoy hecha para estudiar.
—¿Para qué querías el amuleto? —preguntó Han, que comenzaba a abrigar una terrible sospecha—. Si necesitabas dinero, tendrías que haberte quedado con mi bolsa.
—Sí, hombre, y hurgar en tus bombachos, ¿no? —dijo Gata—. Si no recuerdo mal, solías llevar todo un arsenal ahí dentro.
—Querías el amuleto desde el principio —dijo Han—. ¿No es cierto?
Después de una prolongada pausa, Gata asintió.
—Pensé…, que podía venderlo —dijo Gata—. Te comportabas como si fuese muy valioso. Y siempre lo llevabas encima, así que tenía que quitártelo.
Han parpadeó mientras las piezas del rompecabezas fueron encajando. —Fuiste tú quien revolvió mi habitación —dijo—. Lo estabas buscando.
—Yo nunca he revuelto tu habitación —replicó Gata, furiosa. Al ver que Han enarcaba una ceja, masculló—: ¿Cómo lo sabes? Lo dejé todo tal como estaba.
—Fue la noche de la Cena de la Decana, de modo que sabías que ninguno de nosotros estaría aquí —dijo Bailarín. Miraba a Gata, y ella lo miraba a él, y de pronto Han se sintió ajeno a la situación, como un espectador en su propia habitación.
—Vine aquí porque pensé que podía ayudar —dijo Gata, con los ojos fijos en el semblante de Bailarín como si estuviera hechizada—. Pensé que podría… compensar por lo que ocurrió en Fellsmarch. —Tragó saliva—. No tendría que haber venido.
—¿A qué te refieres con lo que ocurrió en Fellsmarch? —preguntó Bailarín, en voz baja y tranquilizadora, como si fuese un hechicero.
—A Pulseras. A su madre y a su hermana. A los…, los harapientos —susurró Gata.
Bailarín retiró el trapo, lo volvió a mojar, lo escurrió y se lo puso de nuevo.
—¿Por qué creías que tenías que compensar eso? —preguntó.
Gata tiró al suelo el trapo que le cubría la frente.
—Porque fue culpa mía.
Han la miraba fijamente. Gata tenía que responder de muchas cosas, pero no iba a permitir que cargara con la culpa de aquello.
—No —dijo—. Ésta es mía. Es culpa mía.
Recordó lo consternada que había estado Gata la noche del incendio, cómo ella y otros harapientos le habían impedido entrar al establo en busca de su madre y de Mari. Aquella noche también le había salvado la vida.
—No había forma de salvarlas, si es eso lo que estás pensando —dijo, ablandándose un poco—. No debes culparte.
Gata meneó la cabeza.
—Tú no sabes nada.
—Se incorporó y, al ver que se tambaleaba, Bailarín la rodeó con el brazo para sostenerla y, por una vez, Gata no lo rechazó.
—¿A quién creías que se lo podías vender? —preguntó Han—. El amuleto, quiero decir.
Gata puso los ojos en blanco como si Han fuese idiota.
—El hechicero Bayar fue a verme hace unas semanas. Me amenazó. Dijo que me delataría si no robaba el talismán para él. Dijo que, para empezar, era suyo, y que tú se lo habías robado a él.
Eso habría sido después de que Bayar y sus primos fueran desalojados de Hampton. Después de que la decana dijera a Bayar que se estuviera quieto.
Faltaba algo, algo a lo que Gata daba vueltas sin llegar a contarlo.
—¿Qué iba a decirme Bayar? —preguntó Han—. ¿De qué no querías que me enterara?
Gata inspiró profundamente y las palabras le salieron a borbotones, como si llevara siglos esperando confesar.
—Fui yo —dijo—. Fui yo quien le dijo al joven Bayar dónde vivías cuando te estaban buscando en el Mercado de los Harapos. Habían cogido a Velvet, dijeron que lo matarían si no se lo decía. Así que lo hice. Tenía que elegir entre él y tú, y yo amaba a Velvet, y a ti no te amaba. Me figuré que pondrían la casa patas arriba, que encontrarían lo que fuese que les habías robado y que ahí acabaría todo. Nunca imaginé…, no me esperaba que…
Se le quebró la voz. Le saltaban las lágrimas.
—Nunca imaginaste que fueran a quemar vivas a mi madre y a Mari —dijo Han.
Se apartó de Gata hasta que chocó contra la pared. Se pegó a ella, deseando desaparecer, apagarse como una pavesa para no tener que oír nada más.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No sabías con quién te enfrentabas.
—Lo descubrí después —dijo Gata, con una voz más amarga que la hiel—. Mataron a Velvet. Luego volvieron y mataron a todos los demás. Fue una carnicería. Te buscaban a ti, intentaban que alguien les dijera dónde estabas. Si hubiese estado allí, también estaría muerta. —Suspiró estremeciéndose—. Ojalá hubiese estado.
Han tendría que haberlo sabido desde el principio. Había creído que el chivato era Taz Mackney, pero no. Tenía más sentido que lo hubiese traicionado alguien próximo a él, alguien capaz de conducir a la Guardia de la Reina a través del laberinto del Mercado de los Harapos, alguien que pudiera señalar el establo en un lugar sin números ni nombres en las calles.
—Luego quise matarlos —dijo Gata—. Quería matarlos a todos. —Sonrió con amargura—. Siempre había pensado que era buena con el puñal. Pero soy lo bastante lista para saber que, como asesina, no valgo nada comparada con ellos.
» Así que acepté la oferta de Jemson para venir a Vado de Oden. No quería volver al Mercado de los Harapos nunca más. Llegué hasta Delphi y me quedé atascada. Me daba mucho miedo seguir, y no podía regresar. Cuando me tropecé contigo, cuando descubrí que aún estabas vivo, se me ocurrió que a lo mejor no estaría tan mal vivir en el sur porque te tendría cerca. Sabía que te lo montarías, fueras adonde fueses. Eras el mejor jefe de banda que había conocido en mi vida. Pero también sabía que si alguna vez descubrías que yo era quien se había ido de la lengua me arrancarías el corazón. —Miró a Han, bastante esperanzada —. Ya está. Mátame. Tienes derecho. Así no tendré que seguir pensando en cosas que tendría que haber hecho de otra manera.
Han se deslizó por la pared hasta quedar sentado en el suelo. Recogió las rodillas y las rodeó con los brazos. Estaba aturdido. Había guardado su culpa durante tanto tiempo que no iba a cederle ni un ápice a Gata.
—No voy a matarte, Gata —dijo—. Lo siento, pero no voy a hacerlo. Lo único que ocurrió fue que te cruzaste en el camino de los Bayar cuando iban a por mí, eso es todo. Tú y todos los demás. Y tendré que cargar con eso hasta el fin de mis días.
Los tres permanecieron callados un rato.
—¿Y ahora qué? —dijo Bailarín, sin dirigirse at nadie en concreto. Tomó la mano de Gata entre las suyas y la acarició. Una vez más, Gata no opuso resistencia.
—Me marcharé, si eso es lo que quieres —dijo Gata, mirandose las manos—. Serías un idiota si confiaras otra vez en mí. —Levantó la vista hacia él—. Pero yo quiero quedarme y ayudarte. Sé a lo que te enfrentas, y prometo que haré todo lo que tú digas.
—No —dijo Bailarín—. Ésta es nuestra guerra; no podemos evitarla. Pero tú no estás en ella.
—Claro que estoy en ella —gruñó Gata—. Por Velvet, por Jonas, por Sweets, por Sarie y… por todos los demás. Mari sólo era una cría. Y quemaron…
—Basta —dijo Han, levantando la mano—. Por favor, basta. —Aguardó hasta que se vio capaz de controlar la voz—. Muy pronto voy a estar en guerra, seguramente contra los Bayar y muchos otros hechiceros —dijo—. Será muy diferente a lo que estás acostumbrada. No se tratará de peleas callejeras, aunque es posible que haya alguna que otra. Se tratará de política, de espionaje, de decir cosas donde sean de mayor provecho. Y será en todo el reino: en las montañas, en el Mercado de los Harapos y Puente del Sur, y también en el recinto del castillo.
—Necesitarás ayuda —dijo Gata—. No puedes hacerlo todo tú solo.
—Deberías quedarte aquí —dijo Han—. Es asombroso lo que has conseguido en tan poco tiempo. Jemson llevaba razón. Podrías convertirte en doncella o en gobernanta. Podrías enseñar música. Es tu oportunidad de salir del Mercado de los Harapos para siempre.
—¿Crees que estaría tranquila entre las sábanas de una mansión, sabiendo que tú estás en una guerra? —dijo Gata—. Quiero jurarte lealtad otra vez. Quiero ayudarte. No puedo enfrentarme sola a los Bayar pero, a lo mejor, contigo sí podré.
Han le escrutó el semblante, debatiéndose. La esperanza asomó al rostro de Gata.
—Si lo haces, pondrás en peligro a Gata —argumentó Bailarín—. Tendrá que vérselas con magos. Estará indefensa.
—¡Sé defenderme de sobras! —le espetó Gata, sacando un puñal de otro escondite y amenazando a Bailarín con él. Bailarín echó la cabeza hacia atrás para salvar la nariz.
Han se rascaba el mentón.
—Necesitaré gente que haga lo que yo diga, tanto si es ir a la escuela como hurtar en la calle o vigilar a una persona. No tendré tiempo de discutir contigo.
No podrás elegir los trabajos que más te gusten.
Gata asintió, mirándolo de hito en hito.
—Prometo que haré todo lo que tú digas.
—Tendrás que seguir estudiando —dijo Han—. Música, arte, lenguaje, todo eso. Tienes que estar en condiciones de mezclarte con los de sangre azul. Si puedo hacerlo yo, puedes hacerlo tú.
—Ya hablas como un aristócrata —murmuró Gata.
—No habrá reparto de botines como antes —prosiguió Han—. Tengo algo de dinero, pero es posible que se acabe, según lo que tenga que hacer. Y no podrás hacer trabajillos por tu cuenta mientras trabajes para mí. Puedes abandonar cuando quieras, pero si decides marcharte con otro, tendrás que decírmelo sin rodeos.
—Lo capto —dijo Gata—. Nada de trabajos por mi cuenta.
—Al menos ya sabes el riesgo que corres —dijo Han, casi para sí mismo—.
No me importa pedírtelo porque te metes en esto con conocimiento de causa.
—Caza Solo —dijo Bailarín—. No dejes que arruine su vida.
Gata miró a Bailarín para hacerlo callar. Luego se deslizó por el borde de la cama y se puso de rodillas.
—Yo, Gata Tyburn, te juro lealtad, Pulseras Alister —dijo Gata—. Prometo solemnemente poner mi fidelidad, mis puñales y mis armas a tu servicio, y acogerme a tu protección. Haré lo que tú digas. Tus enemigos son mis enemigos. No haré trabajos por mi cuenta. Prometo entregarte cualquier botín que consiga y aceptaré la parte que a tu juicio me corresponda.
Y exhibió su radiante y peligrosa sonrisa.
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La Princesa Desterrada
AventuraObsesionado con la muerte de su madre y de su hermana, Han Alister viaja hacia el sur para comenzar a recibir educación en Casa Mystwerk, en el Vado de Oden. Pero es imposible huir del peligro: los Bayar, la poderosa familia de magos, lo acechan int...