Desventura

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Raisa no paró de correr hasta llegar a Grindell House. Cruzó la sala común como una exhalación, atrayendo las perplejas miradas de Mick y Garrett, que jugaban a las cartas, y de Talia y Hallie, que al final no habían salido. Subió a toda prisa la escalera hasta su habitación, cerró de un portazo y se desplomó bocabajo en la cama.
Poco después oyó que la puerta se abría discretamente.
—¿Rebecca? —Era Talia.
—Márchate —dijo Raisa con la cara hundida en la almohada, deseando tener una habitación para ella sola. Deseando ser una princesa otra vez para poder dar órdenes a quien le viniera en gana.
Como era de esperar, Talia no se marchó sino que se sentó en el borde de la cama.
—Creía que ibais a salir —farfulló Raisa.
—Cambiamos de idea —dijo Talia, acariciando el pelo de Raisa—. ¿Lo has seguido?
Raisa asintió, con el rostro todavía hundido en la almohada.
—¿Cuánto hace que sabíais que estaba viendo a alguien? —Un poco. No lo ha guardado en secreto… —Excepto conmigo —terminó Raisa.
Ojalá pudiera desaparecer. ¿Tan evidente era que estaba enamorada de Amon? ¿Cómo iba a mirarlos a la cara otra vez?
Talia masajeó los hombros de Raisa, hundiendo los dedos en sus músculos para deshacer los nudos de tensión.
—No quería hacerte daño.
—Ya. Por eso lo comentó con vosotros y todos os pusisteis de acuerdo en…
—No, no, no. —Las manos de Talia se detuvieron—. No fue así, ni mucho menos. No es muy buen mentiroso que digamos, y sí en cambio puñeteramente honorable. Ha estado muy abatido, por si no te has dado cuenta.
Raisa percibía el amor que encerraba la voz de Talia. Todos los miembros de
los Lobos Grises amaban a Amon Byrne. Tenían eso en común.
La puerta se abrió y volvió a cerrarse, y Raisa se removió irritada.
—Vamos, mujer —dijo Talia—. Sólo es Hallie, que te trae una taza de té.
—Puedo traerte algo más fuerte, si quieres —dijo Hallie—. Tengo un poco de coñac que te dejará como una vela apagada.
Raisa negó con la cabeza. Necesitaba tener la mente despejada.
—No sabíamos lo que había habido entre vosotros —prosiguió Talia—. Ni qué promesas os habíais hecho, pero…
—Ninguna —dijo Raisa con amargura—. No había nada. Éramos amigos, eso es todo.
« Solía pensar que se me daba bien descifrar el carácter de las personas — pensó—. Yo amaba a Amon y estaba convencida de que él me amaba a su vez, o de que podría hacer que me amara si conseguía romper las barreras que le imponían la clase y el deber» .
¿Podrían ser amigos de nuevo?
Le faltaban energías para preocuparse por haberse topado con Gata Tyburn.
En ese momento, que le cortaran el cuello le parecía una escapatoria fácil.
Durante la hora siguiente, Hallie y Talia la tranquilizaron, le sirvieron sucesivas tazas de té e intentaron que comiera un poco. Buena parte del tiempo se limitaron a hacerle compañía, cogiéndola de las manos sin decir palabra. Entre el desengaño y la culpabilidad, Raisa se sentía apoyada por su mera presencia. Tal vez en eso consistiera tener amigos de verdad.
Finalmente, oyó el crujido de las escaleras y reconoció los andares de Amon.
—Si lo prefieres, nos quedamos —dijo Hallie enseguida—. Diga lo que diga el cabo.
Raisa negó con la cabeza.
—Tenemos que hablar. Hace mucho que deberíamos haberlo hecho.
Amon llamó a la puerta.
—¡Adelante! —dijo Talia, y Amon abrió la puerta. Se quedó mirándolas a las tres, demacrado y adusto.
Talia y Hallie besaron a Raisa en las mejillas.
—Estaremos abajo, si nos necesitas —dijo Talia, y ambas se marcharon, sorteando a Amon, a quien miraron con dureza.
La habitación se sumió en el silencio. Raisa se incorporó en la cama, con la espalda apoyada contra la pared y los brazos rodeando las rodillas.
Finalmente, Amon acercó la silla del escritorio de Raisa y se sentó al lado de la cama.
—Me alegra que hayas regresado sana y salva —dijo—. Tendría que haber ido en tu busca enseguida, en cuanto vi que habías cruzado el puente.
—Bueno. Habría sido un poco raro —dijo Raisa, apoyando la barbilla en las rodillas—. No vamos a hablar de que haya cruzado el puente, ¿verdad?
Amon negó con la cabeza.
—No. No hablaremos de eso.
Toqueteaba el pesado anillo de oro que llevaba en la mano izquierda. El anillo de los lobos que corrían en círculos.
Raisa casi deseaba hablar de lo del puente. Preferiría discutir con él que mantener la conversación que se avecinaba.
—¿Quién es ella?
Amon levantó la vista.
—Se llama Annamaya Dubai —dijo—. Su familia es de las islas Meridionales, tal como habrás deducido. Su padre es militar; sirve como mercenario en los Páramos. Es uno de los pocos mercenarios del ejército regular en quien mi padre confía.
—¿Cómo la conociste? —preguntó Raisa.
—Mi padre y el suyo lo arreglaron. Pensaron que haríamos buena pareja.
Parecía que hablara de una yunta de caballos de tiro.
—Bueno —dijo Raisa—. Desde luego, es alta.
—Basta, Rai —dijo Amon—. No me estoy disculpando por que me vea con ella. Me estoy disculpando por habértelo ocultado. Puedes emprenderla conmigo cuanto quieras, pero a ella déjala al margen. Es dulce, trabajadora y culta. Es una arpista excelente, con mucho talento. Y se le dan muy bien los caballos. Se ha criado en una familia de militares, de modo que comprenderá que mi primer deber es para con la Guardia.
Fue como si Raisa hubiese encajado un puñetazo en la cara. El corazón comenzó a latirle tan fuerte que llegó a pensar que Amon lo oiría.
—Tienes previsto casarte con ella —susurró.
Amon asintió, mirando al suelo.
—Cuando me haya graduado en la academia, no antes. Pero el plan es que anunciemos nuestro compromiso cuando regresemos a los Páramos en verano.
—¿Qué? —exclamó Raisa, levantando la voz—. ¿Vas a casarte y no me has dicho nada?
Amon alzó la vista hacia ella; sus ojos grises estaban anegados en culpabilidad.
—No tengo defensa. Obré mal y me consta. Me faltó coraje para decírtelo.
La conversación era como una sucesión de golpes. Raisa quería devolvérselos.
« Bueno, está claro que es cuanto uno podría desear en una esposa: una arpista caballuna» , tuvo ganas de decir Raisa. Pero cuando miró a Amon, su expresión era tan sombría y desesperanzada que las palabras murieron antes de ser pronunciadas.
—No la amas —susurró.
—No he dicho eso.
—Pero es así. Lo noto. No intentes mentirme, no se te da bien.
Amon la miró a los ojos, y Raisa se dio cuenta de que estaba decidiendo si intentarlo de todos modos. Luego se encogió de hombros.
—Seré un buen marido para ella —dijo.
Y lo sería, salvo por el pequeño detalle de que no la amaba.
« Bien —pensó Raisa—, pues si va a casarse con alguien a quien no ama, ese alguien voy a ser yo» .
—Antes de que lleves esto adelante, hay algo que deberías saber —dijo Raisa resueltamente—. Es importante que tomes una decisión bien fundada.
A juzgar por la expresión de Amon, diríase que se enfrentaba a un pelotón de fusilamiento.
—Rai, por favor. Antes de seguir hablando hay algo que debería haberte explicado antes. Quería hacerlo, pero… Mi padre dijo que no debía porque nosotros…
—No. Escúchame tú —replicó Raisa—. Y luego tendrás tu turno. —Respiró profundamente—. Amon, eres mi mejor amigo. Siempre lo has sido. Eres el hombre más honorable que conozco. Y al parecer no eres la clase de persona que inicia una relación con una chica cuando sabe que no llegará a ninguna parte.
Amon mantenía su mirada gris clavada en el rostro de Raisa.
—No —dijo en voz baja—. No soy esa clase de persona.
Raisa le cogió las manos y le acarició las palmas con los pulgares. Necesitaba aquel contacto físico para que no le fallara el coraje.
—Yo acepté que nunca podríamos casarnos, pero estaba dispuesta a aceptarte fueran cuales fuesen las condiciones que me propusieras. —Sonrió—. Es lo que hacemos las reinas Lobo Gris; tomamos lo que podemos en lo que atañe al amor. Por eso nos llaman brujas y rameras en el sur.
Amon cerró los ojos; las pestañas le destacaban oscuras sobre su piel curtida por el sol. Sus manos estrecharon las de Raisa.
—Vuestra Alteza, os ruego que no digáis cosas que luego lamentaréis. No quiero que las cosas sean difíciles entre nosotros.
—No —dijo Raisa—. Creo que lamentaría no decirlas. Y las cosas ya son todo lo difíciles que podrían ser. —Hizo una pausa y, visto que Amon no decía nada, prosiguió—: Veamos. Me consta que debería contraer un matrimonio político que beneficiara a los Páramos y al linaje. Ahora bien, los tiempos cambian. Los Páramos jamás han enviado a una princesa heredera a Vado de Oden. Y aquí estoy yo, aprendiendo a desprenderme de viejas ideas para abrazar otras nuevas. Tiene que existir un modo de hacer que funcione.
—¿Hacer que funcione qué? —susurró Amon como un hombre agonizante que alarga el cuello, esperando el golpe de gracia.
—Te amo —dijo Raisa simplemente—. Te estoy pidiendo que te cases conmigo.
Raisa no hubiese sabido decir qué clase de respuesta esperaba pero, desde luego, no una expresión que mezclaba deseo, dolor y desesperación.
—No lo comprendes —susurró Amon, meneando la cabeza—. No puedo…, no podemos…
—Sé que eres joven —dijo Raisa enseguida—. Yo tampoco querría casarme tan pronto. Pero si nos casamos, quedaría descartado un posible matrimonio con Micah Bayar. Podemos regresar juntos a los Páramos, y eso acallará las habladurías de sentar a Mellony en el trono. Creo que la gente vería con mejores ojos una boda con un lugareño que con un forastero.
Desde luego los clanes recibirían a un Byrne con los brazos abiertos. Respetaban al padre de Amon, Edon Byrne. Y los Byrne no eran magos ni estaban en deuda con ninguna potencia extranjera.
El plan era muy coherente y tenía que lograr que él lo entendiera. Además de ser práctico, era lo que ella deseaba. Pero Amon se quedó mirándose las botas.
—Me consta que hay obstáculos —prosiguió Raisa con premura—. Mi madre no dará su aprobación al vez tu padre adopte la misma postura. Pero… podemos vencerlos.
« Aprenderías a amarme —pensó—. Yo te enseñaré» .
—No es tan sencillo —dijo Amon, retirando las manos—. No soy libre para casarme contigo.
A Raisa le dio un vuelco el corazón.
—¿Qué significa que no eres libre? —Un pensamiento horrible le acudió a la mente—. ¿Me estás diciendo… que ya te has comprometido?
Se fijó en el anillo de oro de la mano izquierda de Amon, tan similar al suyo.
—No —dijo Amon—. No estoy comprometido. —Daba vueltas al anillo, deslizándolo por el dedo—. ¿Es mi turno? ¿Ya puedo hablar?
Raisa asintió pese a tener la espantosa sensación de que no iba a gustarle nada lo que Amon le iba a decir.
—Ya sabes que el cargo de Capitán de la Guardia de la Reina es un título hereditario en mi familia —dijo Amon—, por decreto de Hanalea desde hace mil años.
Raisa asintió. Los títulos hereditarios no eran inusuales, aunque sí más comunes entre la nobleza que entre los militares.
—La costumbre es que lo adopte el primogénito de cada generación. Al sucesor lo selecciona el capitán anterior para que sirva a la nueva reina cuando ésta ascienda al trono. —Hizo una pausa, como esperando una reacción por parte de Raisa, pero ella no dijo nada—. Me han elegido para que sirva como tu capitán —dijo Amon—. Mi padre me lo dijo antes de que nos viniéramos al sur.
—¡Oh! —dijo Raisa—. Muy bien. —Ahora que lo pensaba, no le cabía imaginar tener a su lado a nadie mejor—. Es una noticia maravillosa —dijo Raisa—. ¿Por qué no me has dicho nada hasta ahora?
—Verás, no es habitual elegir a un capitán antes de que la princesa heredera asuma el trono. Sería amenazador para la soberana reinante. Podría pensar que la princesa heredera, en connivencia con su guardia personal, intenta ascender al trono antes de tiempo.
—¡Oh! —dijo Raisa—. Bueno, supongo…
—Una vez efectuada la elección, no puede deshacerse, salvo si muere una de las partes. Ésa es otra razón para aguardar hasta que la princesa sea coronada reina.
¿De dónde salen todas estas reglas de las que nada sabía?, se preguntó Raisa. Un ejemplo más de la información que debería haberle transmitido la reina Marianna.
Aun así, tenía la impresión que Amon se estaba apartando del tema.
—¿Pero por qué me cuentas esto ahora? Las funciones de Capitán de la Guardia de la Reina encajan la mar de bien con las funciones de consorte. Tiene todo el sentido del mundo, sólo hace falta convencer…
—No es sólo un legado. Hay una parte de magia —dijo Amon.
—¿Una parte de magia? —Raisa se estremeció, el vello se le erizó como si acabara de entrar una ráfaga de viento por la ventana—. ¿Qué quieres decir?
—Veamos, ¿sabes que el Gran Mago está ligado a la reina de los Páramos de modo que ni él ni ella pueden hacer nada contrario a los intereses de la dinastía Lobo Gris?
—Por supuesto —dijo Raisa—. Aunque parece que a nuestro Gran Mago actual se le haya olvidado —agregó.
—Los capitanes también están ligados —dijo Amon—. Hay una ceremonia que preside un orador. Una vez establecido, el vínculo es permanente. Evita traiciones y garantiza el compromiso del capitán con la supervivencia de la dinastía.
Raisa tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse boquiabierta. Los Byrne eran como la franca voz de la razón frente al histrionismo de la magia, la hechicería innata de los clanes y las seductoras palabras de los oradores.
Estar ligada a Amon sólo podía ser beneficioso, ¿no? ¿Era concebible que pudieran estar más unidos de lo que ya estaban?
—¿Significa que pasaras por esa ceremonia de « ligazón» cuando me convierta en reina? —preguntó Raisa.
Amon negó con la cabeza.
—Ya se llevó a cabo. Antes de que me fuera de los Páramos. Mi padre pensó que era preciso hacerlo dado que ibas a salir de los Páramos y atravesarías una zona en guerra. Y también porque, como has dicho, podría haber una amenaza contra la soberanía de la reina actual.
Levantó la mano izquierda, mostrándole el anillo que llevaba en el dedo corazón. Raisa miró atenta los lobos que daban vueltas alrededor del grueso aro de oro.
—Ya estoy ligado a ti, Raisa. Para siempre.
Algo en su expresión dijo a Raisa que el vínculo tenía sus pros y sus contras. Procuró disimular su estupefacción.
—¿Realmente era necesario celebrar la ceremonia tan pronto? —preguntó—. Lo último que quiero es que la gente piense que estoy conspirando contra mi propia madre. Y no veo por qué motivo tu padre pensó que debía evitar que tú me traicionaras.
—Bueno, también tiene sus ventajas. A veces…, puedo predecir lo que vas a hacer y anticipar a tiempo peligros que vayas a correr y así prevenirlos. Percibo tu presencia, si bien de manera imperfecta.
Raisa recordó el día en que Sloat y sus renegados los atacaron en las Espíritus occidentales. Ella estaba escondida en el bosque, observando el entrenamiento de
Amon con su vara. Y él se volvió como si hubiese percibido su presencia y dijo: « ¿Rai?»
Y pocas horas antes, mientras estaba espiando por la ventana, se había vuelto para mirarla.
De repente hacía calor en la habitación. Raisa saltó de la cama, fue hasta la ventana y abrió los postigos. Luego se sentó en el borde del hogar.
—Bueno, gracias por contarme todo esto. Finalmente. Aunque todavía no veo qué relación guarda con…
—Un casamiento entre nosotros es un peligro para la dinastía —dijo Amon—. Ésa es la relación.
—Eso…, eso…, eso no es verdad —tartamudeó Raisa—. No puede ser. —Y entonces, al ver que Amon no decía nada, agregó—: ¿Qué te lleva a pensarlo?
—Desde la ceremonia, si…, si nos besamos, o si tengo tentaciones de… — Levantó las manos—. Estoy advertido de que debo guardar las distancias. Me lo impide…
—¿Te lo impide? ¿Te refieres a… la magia?
—Sí.
—¿Qué pasa? —preguntó Raisa con sarcasmo—. ¿Te cae un rayo o…?
—Me mareo. Y luego tengo un dolor insoportable. Siento que voy a desmayarme. Y… tengo que parar.
Se encogió de hombros.
—¿Cuándo te ha ocurrido? —preguntó Raisa.
—Bueno, aquella vez en el camino, cuando compartíamos tienda y tú…, eh…, te arrimaste a mí. Y luego cuando nos besamos, justo antes de que aparecieran Sloat y su tropa.
Raisa rememoró la reacción de Amon en ambas ocasiones. En verdad había parecido enfermo: pálido y sudoroso, y respirando con dificultad.
—¿Cómo sabes que no te la juegan tus propios escrúpulos? —dijo Raisa—. Quizá no sea la dinastía lo que corra peligro, sino el cacareado honor de los Byrne. Sabes que el amor entre nosotros está prohibido, de modo…
—¿Crees que estoy mintiendo? —Amon juntó sus oscuras cejas—. ¿Acaso piensas que esto es un ardid para disuadirte?
—Si es así, hay una manera más fácil de conseguirlo —dijo Raisa—. Basta con que digas que no me amas y te dejaré en paz.
—¿Qué?
—Lo acabo de decir. Sólo tienes que decir: « Rai, no te amo y nunca te amaré» . Así de simple.
—Raisa, esto no nos está llevando a ninguna parte.
—¡Dilo!
Amon se rascó la cabeza y el pelo volvió a caerle sobre la frente. Se levantó de la silla y se puso a caminar de aquí para allá.
—¿Y bien?
Amon siguió caminando como un zorro en una jaula.
—¿Quieres hacer el favor de sentarte? Me estás poniendo nerviosa.
Amon regresó y se sentó a su lado. Mirando al suelo, masculló:
—No puedo decirlo.
—¿Por qué no?
—Porque no es verdad. —Levantó a vista hacia ella con los ojos arrasados en lágrimas y la voz quebrada apenas audible—. Te amo, Rai. Ojalá no fuese así, pero así es. ¿Estás satisfecha? ¿Esto lo mejora o lo empeora?
Raisa se quedó momentáneamente sin habla.
—Oh —dijo finalmente, con un hilo de voz. Permanecieron sentados uno al lado del otro pero sin tocarse, cada cual sumido en sus pensamientos. Al otro lado del río, la campana del Templo tocó una vez.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó Raisa con los labios entumecidos.
Amon se enjugó las lágrimas con el pulgar y el índice.
—¿Lo de la barrera mágica o lo de que te amo?
—Bueno, ambas cosas.
—Nadie habla nunca con las reinas sobre la parte mágica —dijo Amon—. Sólo lo supo Hanalea porque fue quien lo comenzó. Aunque nos liguemos a un sujeto, en realidad nos ligamos al linaje. —Amon buscó los ojos de Raisa—. Hay ocasiones en las que actuamos contra el interés de una reina en concreto para preservar la dinastía.
Lo cual lo convertiría en traidor de una reina concreta.
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas a mí —preguntó Raisa—, después de tantas generaciones?
—Bueno, como tú has dicho, los tiempos cambian —dijo Amon—. Ambos estamos infringiendo las reglas. Pero sobre todo porque eres increíblemente persistente. Pensaba que si te ignoraba y te evitaba, te darías por vencida y buscarías a otro.
—No estoy dispuesta a aceptar esto —dijo Raisa—. Tiene que haber una manera de sortearlo. No estás autorizado a casarte con una mujer a la que no amas. Lo prohíbo.
—Tengo que casarme, Vuestra Alteza. Y vos también.
« Para preservar el maldito linaje» , pensó Raisa.
—¿Qué me dices de Lydia? Está casada.
—Todavía no tiene hijos —dijo Amon—. No hay nadie en la generación siguiente para tomar el relevo, cuando…
A Raisa se le cortó la respiración al caer en la cuenta. Fulminó a Amon con la mirada.
—Tu padre hizo esto a propósito para separarnos. Sabía que íbamos a viajar juntos a Vado de Oden y que la tentación sería irresistible.
Los ojos de Amon dijeron que sí aunque él no lo dijo en voz alta.
—Hiciera lo que hiciese, lo hizo por la dinastía —dijo Amon—. Es a lo que ha entregado su vida; más que a la familia, más que a cualquier otra cosa.
—Odio a tu padre —dijo Raisa, haciendo pucheros—. Nunca se lo perdonaré. Jamás de los jamases. No tenía derecho a tomar esa decisión por nosotros. —Se quedaron un rato mirando al suelo con tristeza—. Escucha: probemos. A besarnos, quiero decir. Como si fuese un experimento.
—Bastante difícil es todo ya —dijo Amon—. ¿Cómo crees que lo he pasado yo? Soy de carne y hueso, por si no lo sabías.
—Sólo una vez. Por favor. No pienso rendirme sin presentar batalla. Quizá lo que ha ocurrido antes haya sido una coincidencia. Quizá tenía que ver con esa situación en concreto. Probablemente, el peligro para la dinastía era Sloat, y no algo que tuviera que ver con nosotros.
Amon suspiró. Tras una prolongada pausa, asintió.
—Tienes razón. Supongo que nunca lo sabremos con certeza si no lo probamos. Tal vez haya cambiado algo.
Raisa se volvió de cara a él. La expresión de Amon mezclaba recelo y esperanza. Raisa alargó la mano y le cogió el mentón, que ya comenzaba a estar áspero por la barba incipiente. Notó que Amon tragaba saliva.
Inclinándose hacia delante, posó sus labios sobre los de él, con ternura al principio, luego con más firmeza. Le rodeó el cuello con la otra mano y lo atrajo hacia sí, acariciando el pelo corto del cuello, recorriendo los huesos y los músculos. Se arrimó a él, notando que el corazón de Amon se aceleraba contra su pecho.
Amon deslizó los brazos en torno a ella y la estrechó en un desesperado abrazo.
Algo ondeó entre ellos y Amon comenzó a temblar. Tuvo un violento espasmo y, al cabo de nada, otro. Se apartó y se dobló en dos, agarrándose el vientre. Resbaló hasta el suelo, donde se retorció de dolor, respirando con dificultad.
—¿Qué te pasa? —preguntó Raisa, aunque ya lo sabía.
—Por la sangre del demonio —susurró Amon. Levantó los brazos, cubriéndose el cuello como para protegerse de unos agresores invisibles.
—¡Amon!
Raisa se arrodilló a su lado y le puso la mano en la frente. La tenía húmeda y fría, perlada de sudor.
—No… —dijo Amon, sacudiendo la cabeza de un lado a otro para librarse de su mano—. Lo siento. No… me toques. Por favor.
Raisa retiró la mano de golpe. El sufrimiento hizo que Amon se doblara en dos y gimiera:
—Dulce Hanalea, perdóname —gritó; desesperado de dolor, derramando lágrimas por el rabillo de los ojos. Las convulsiones lo sacudían como las olas contra un acantilado—. Perdona —susurró—. Lo siento.
Raisa fue corriendo a buscar la almohada de la cama y se la metió debajo de la cabeza para que no se golpeara contra el hogar de ladrillo. Lo tapó con su capa porque ahora parecía que estuviera tiritando.
Poco a poco, el ataque fue remitiendo. El cuerpo de Amon se relajó, los ojos se le cerraron y cayó dormido.
Raisa puso otro tronco en la chimenea y se sentó de espaldas al fuego, cerca de Amon pero sin tocarlo, velando su sueño. Tenía frío y, salvo por un dolor sordo debajo del esternón, se sentía entumecida e incapaz de llorar.
El amanecer encontró a la princesa heredera despierta, exhausta y completamente despojada de sueños.

La Princesa DesterradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora