Un problema de bichos

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Unas pocas semanas después de la primera reunión de Han con el grupo de Abelard, él y Bailarín regresaron a la residencia después de cenar.
Bailarín se sentó a su mesa de trabajo y abrió, uno de los libros de Firesmith. Dispuso al alcance de la mano carretes de alambre de oro, barras de plata y piedras semipreciosas. Había gastado una carretada de dinero en materiales para hacer talismanes. Menos mal que habían conseguido vender en los mercados los artículos que habían traído desde los Páramos.
Han sacó su cuaderno y repasó los apuntes que había tomado durante sus sesiones con Cuervo. No quería que le pillara desprevenido. Ojalá pudiera tomar apuntes en el mundo de los sueños y traérselos de regreso consigo. Quizá debería preguntar a Cuervo si era posible.
—¿Te reúnes con Cuervo otra vez? —preguntó Bailarín, trenzando alambres de distintos carretes. Ni siquiera intentó disimular su desaprobación.
—No tengo más remedio —dijo Han—. Estoy aprendiendo muchas cosas. Lo sabes de sobra.
Han siempre compartía con Bailarín lo que aprendía.
—Si es que algo de eso da resultado —dijo Bailarín—. Esos hechizos que usaste contra los Bayar…, ¿han surtido efecto?
Han se encogió de hombros.
—La verdad es que no lo sé. Pero al menos he entrado y salido de sus habitaciones sin ninguna pega.
Había aguardado hasta bien entrada la noche para bajar al segundo piso. Tras inutilizar los hechizos protectores siguiendo las instrucciones de Cuervo, se había colado en sus habitaciones y cortado un poco de pelo para anclarlos a sus propios hechizos.
—Hubiese dicho que entre las clases normales y lo que haces con Abelard tendrías más que suficiente —dijo Bailarín—. A estas alturas debes de estar repleto de conocimientos.
—Mira quién habla —dijo Han, señalando el trabajo de Bailarín—. Dedicas todo el tiempo libre a los amuletos y a encerrarte con Firesmith.
—Al menos yo sé quién es Firesmith —replicó Bailarín—. Y no tengo que ir al Aediion para reunirme con él. —Meneó la cabeza—. Espero que sepas lo que haces.
Justo entonces oyeron que alguien subía la escalera pisando fuerte.
—Blevins —dijo Han.
Bailarín cubrió su equipo de orfebrería mágica con una manta.
La cabeza y los hombros del prefecto aparecieron en lo alto de la escalera. Miró en derredor encolerizado mientras trataba de recobrar el aliento. Una de las ventajas de vivir en el cuarto piso era que Blevins sólo subía cuando no tenía más remedio que hacerlo.
—¿Qué hacen todos esos muebles en el rellano? —inquirió, indicando la pequeña sala común que habían improvisado.
—Los estamos aireando —dijo Bailarín.
Blevins gruñó.
—No estarán llenos de bichos, ¿verdad?
—¿Bichos? —repitió Bailarín, enarcando las cejas—. ¿Por qué lo pregunta?
—Parece que tenemos un problema de bichos en el segundo piso —explicó Blevins—. Hay tres habitaciones infestadas de ratas y ratones. Cada vez que creo que lo hemos solucionado, vuelven a aparecer de la nada.
—No es posible que sólo salgan en tres habitaciones —dijo Han, poniendo cuidado en no mirar a Bailarín—. En cuanto ves un ratón, sabes que tienes un problema en toda la casa.
—Lo único que se me ocurre es que esos chicos estén haciendo algo para atraerlos —masculló Blevins—. Los he trasladado a distintas habitaciones mientras ahumaba las suyas, y los bichos los siguieron como un enjambre de abejas.
—¿A quién? —preguntó Bailarín perplejo, frunciendo el ceño—. ¿A qué chicos se refiere?
—Al principiante Bayar y a los hermanos Mander. Han sido un problema desde el día que se instalaron. Siempre exigiendo esto y aquello, nunca satisfechos. Y ahora esto.
—Si no se apura, acabaremos infestados —dijo Han, haciendo una mueca—.
Si ellos son la causa, ¿no podrían mudarse a otra residencia?
Blevins se rascó la barbilla.
—Hombre, hay habitaciones libres en otras partes, ahora que algunos principiantes han suspendido. Me encantaría librarme de ellos, pero ¿quién va a aceptarlos?
—A lo mejor no tiene por qué mencionar su… problema —dijo Han.
Bailarín seguía luciendo su expresión de comerciante serio, aunque las comisuras de la boca le temblaban.
—Desde luego, dormiría mejor sabiendo que se han largado —dijo—. No soporto los ratones ni las ratas.
Al día siguiente, cuando Han regresó a Hampton encontró a Micah y sus primos en plena mudanza hacia otra residencia. Han se detuvo en un extremo del patio y los observó. Incluso a esa distancia alcanzó a ver que Arkeda y Miphis estaban cubiertos de grandes pústulas rojas, como si hubiesen contraído una enfermedad virulenta. La tez de Micah estaba inmaculada, no obstante.
Han sonrió por lo previsibles que resultaban.
Cuando Micah reparó en Han, dejó sus pertenencias y se dirigió a grandes zancadas hacia él, con la capa ondeando a sus espaldas. Han separó las piernas y aguardó con los brazos cruzados.
—Me mudo —dijo Micah—. Hemos encontrado dependencias mejores en otra residencia.
—Ya lo veo —dijo Han. Señaló a los hermanos Mander con el mentón—. Por favor, llévate la plaga contigo. Micah se sonrojó enojado.
—Leontus consiguió inutilizar el maleficio que usaste. Dijo que no había visto nada igual. Fui a ver a la decana y le dije que tú estabas detrás de esto, pero me exigió pruebas.
—¿No le bastó con tu palabra? —Han meneó la cabeza—. Me dejas pasmado.
—En lugar de expulsarte, Abelard me advirtió que no te pusiera un dedo encima —dijo Micah—. Dijo que si sufrías algún daño me expulsaría a mí. ¿Qué le has dicho? ¿Por qué se pone de tu parte?
Han se encogió de hombros.
—A lo mejor no cree que una rata de alcantarilla como yo sea capaz de echarte un maleficio.
—Yo al menos lucho mis propias batallas, Alister —dijo Micah.
—¿En serio? ¿Y exactamente por qué fuiste a hablar con la decana? —Han señaló a los hermanos Mander, picados de viruelas, que se mantenían a buena distancia, sin quitarles el ojo de encima—. No enviarías anoche a tus primos a hacer un recado mientras Bailarín y yo estábamos fuera, ¿verdad? Parece…, no sé…, que se sientan culpables. Quizá no tengan tantas ganas de obedecer órdenes la próxima vez.
—¿Crees que esto es una especie de broma? —dijo Micah—. No sé qué te propones conseguir, pero no vencerás.
—No estoy bromeando —repuso Han—. Voy totalmente en serio. Y voy a ganar.
Bayar hizo ademán de ir a decir algo más, pero al levantar la mirada vio que Gata cruzaba el patio en dirección a ellos.
Micah dio media vuelta y regresó a grandes zancadas hacia la residencia, recogió sus pertenencias y siguió a sus primos.
Gata agarró el brazo de Han.
—¿Qué ha pasado? —inquirió, clavándole los dedos en la carne—. ¿Qué quería Bayar? ¿Qué ha dicho?
—Se muda —dijo Han, que no vio motivo alguno para abundar en el asunto —. Eso es todo. —Sonrió a Gata—. ¿Qué tal te fue el recital? —preguntó—. Siento no haber podido asistir.
—No importa —dijo Gata, siguiendo con la mirada a Micah—. Nada importa.
Y se marchó, con la espalda encorvada como si cargara con el peso del mundo sobre los hombros. 

La Princesa DesterradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora