Modales aristocráticos

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—¿Qué aspecto tengo? —preguntó Han, dando una vuelta sobre sí mismo con su ropa nueva. La modista había tomado bien las medidas. La chaqueta y los bombachos le quedaban como una segunda piel. Lo único difícil había sido librarse de ella.
Bailarín levantó la vista de su libro. Al regresar de cenar se había instalado en un cómodo sillón con uno de los viejos libros de Firesmith.
—Despampanante —dijo—. ¿Qué se celebra?
—Voy a ver a una chica.
—Es la primera vez que veo que te vistes así para salir con una chica o Bailarín, —enarcando una ceja—. No irás a casarte, ¿verdad?
Han negó con la cabeza.
—Hoy empiezo las clases de modales aristocráticos con esa chica de la que te hablé, Rebecca Morley.
—Bueno, un aire sí tienes. Sólo te falta echar la cabeza un poco para atrás y mirar por encima de la nariz. —Han obedeció—. Eso es. Perfecto. Pareces de buena cuna.
—Será por mi parte de sangre Aguabaja.
Los ojos de Bailarín brillaron divertidos.
—Y ahora di: « Los cabezacobriza son poco más que sanguijuelas en el cuerpo de la sociedad; un mal necesario» .
Han se rió.
—No creo que pueda. Supongo que no estoy hecho para esto.
Bailarín se encogió de hombros.
—¿Cuánto va a durar esa clase? Gata actúa en otro recital esta noche, en la Escuela del Templo. Yo voy a ir. ¿Te vienes?
Han negó con la cabeza.
—No puedo. Tengo un montón de trabajo.
Levantó su ejemplar de la Heráldica de Faulk; un tocho de libro. ¿Cuántos maestros tenía: Cuervo, Abelard y ahora Rebecca? Y el nuevo trimestre aún no había comenzado.
Bailarín marcó el punto de su libro con un dedo y suspiró. Observó a Han un momento y luego dijo:
—Estoy preocupado por Gata.
—¿Por qué?
Han intentó recordar la última vez que la había visto. Hacía ya bastante tiempo. Era casi como si ella lo estuviera evitando. O quizá tan sólo fuese que él nunca estaba allí.
—Parecía que le gustaba realmente estar aquí, le estaba yendo bien en la Escuela del Templo —dijo Bailarín—. Pero de repente vuelve a parecer descontenta. Me preguntaba si te habría dicho algo a ti.
—No —dijo Han—. ¿Sabes si ha sacado malas notas?
Él y Bailarín acababan de recibir las notas finales del trimestre. Incluso Gryphon les había dado un aprobado, si bien el maestro había añadido un comentario en el boletín de Han: « El principiante Alister debería hacer un esfuerzo para llegar a clase preparado y puntual, y luego intentar mantenerse despierto» .
Bailarín negó con la cabeza.
—No creo que se trate de eso. Sólo he oído cosas buenas sobre las clases de
Gata, y es una intérprete muy buena. Por eso esperaba que pudieras venir.
Seguro que estará más dispuesta a hablar contigo sobre lo que la está fastidiando.
—Ojalá pudiera. Pero te prometo que intentaré hablar con ella pronto.
Las campanas de la Torre de Mystwerk sonaron una vez dando los cuartos.
—Sangre y huesos, tengo que irme —dijo Han, con un súbito pánico—. Llego tarde. Dile a Gata que lamento perderme el recital.
Mientras corría escaleras abajo, oyó que Blevins le gritaba:
—¡Si sigues corriendo así, no tardarás en caerte otra vez por la escalera!
El bar de La Tortuga y el Pez no estaba muy concurrido. El camarero estaba desplomado sobre la barra con el aspecto de haber probado en exceso su mercancía. Cuando Han entró, levantó la cabeza y dio un repaso a su atuendo con los ojos amarillentos.
—La chica está arriba esperándote —dijo. Intentó guiñarle el ojo pero se le cerraron los dos—. No ha querido esperar aquí abajo.
Varias cabezas se volvieron hacia él. Han subió la escalera de dos en dos con el libro debajo del brazo.
Rebecca levantó la vista cuando él entró, y sus ojos verdes repararon en su atuendo sin hacer comentario alguno. Ella llevaba una falda larga de lana oscura y una blusa blanca de manga larga, como si fuese una de las profesoras más estrictas de Jemson.
—Llegas tarde, Alister —dijo sin más preámbulo. Parecía malhumorada.
—Lo siento —dijo Han—. Me he visto enredado en…
—Algunas de las reglas de etiqueta más importantes están relacionadas con la puntualidad —dijo Rebecca, haciendo caso omiso de sus excusas—. En las citas de trabajo, hay que llegar a la hora fijada o con unos minutos de antelación. En los compromisos sociales, nunca debes llegar temprano. Es preferible llegar unos minutos tarde. Cuanto más importante eres, más tarde llegas. —Hizo una pausa —. Y ésta es una cita de trabajo.
Han se quedó mirándola, pestañeando. A decir verdad, la puntualidad nunca había sido una de sus prioridades. En el Mercado de los Harapos él se organizaba a su antojo. Ser el señor de la calle de una banda significaba que las personas y los acontecimientos te aguardaban. Un cálculo aproximado basado en la inclinación del sol y las sombras era más que suficiente. Ni siquiera Jemson era estricto con los horarios de clase. Siempre se alegraba cuando te presentabas.
—Lo entiendo —dijo Han, eligiendo con cuidado las palabras—. Me disculpo.
A partir de ahora procuraré ser puntual.
—A partir de ahora serás puntual —precisó Rebecca, levantando la nariz y sacudiendo su melena negra—, o ésta será nuestra última sesión de tutoría.
¿Dónde está la chica del tejado?, quiso preguntar Han. La que se había tumbado a su lado para contemplar los fuegos artificiales. La que por poco había besado.
Con intención de cambiar de tema, echó un vistazo en derredor. Había una mesita puesta para dos, con platos, cuencos, copas, servilletas y un puñado de tenedores, cucharas y cuchillos para cada comensal.
—¿Has encargado cena? —preguntó—. Creía que habíamos quedado en cenar antes de reunirnos.
—En realidad no vamos a comer nada —dijo Rebecca—. He pensado cuál sería el mejor método para enseñarte y he decidido que deberíamos fingir una situación real. Hoy hablaremos sobre llegadas y despedidas, y sobre modales en la mesa.
« ¿Llegadas y despedidas?» , pensó Han. ¿Qué podía tener de complicado aquello?
Resultó ser muy complicado. Los aristócratas parecían dar más importancia a las idas y venidas que a lo que sucedía en medio. Había toda clase de normas sobre quién llegaba y en qué orden, y sobre quién y cuándo se inclinaba o hacía una reverencia; quién decía qué a quién; quién tenía que salir primero de una habitación y cómo debía retirarse. Por ejemplo, si estabas ante alguien más importante que tú, retrocedías, inclinándote, hasta que alcanzabas la puerta.
Las únicas veces en que Han salía retrocediendo de una habitación era cuando la persona que se quedaba podía atacarlo por la espalda.
También había reglas para establecer quién era más importante que tú, lo que venía a incluir a casi todo el mundo.
Rebecca pasaba de un papel a otro: a veces interpretaba a una sirvienta, otras
a una anfitriona, otras a un señor, otras a una señora, primero a una persona más importante que él, luego a otra menos importante.
—Eres muy buena actriz —dijo Han—. Tan buena como cualquiera de las que he visto en el Palisade. —Se trataba de un teatro al aire libre que había en Puente del Sur, donde podías adquirir una localidad de pie por cinco peniques. O colarte gratis.
—Verás —dijo Rebecca—. Actuar es una de las cosas que todo aristócrata debe saber hacer bien.
Finalmente pasaron a los modales en la mesa. Había mucho que aprender sobre levantarse y sentarse, el tamaño de las raciones a servirse, cuánto dejar en el plato, qué cosas comer y en qué orden, qué utensilios emplear, dónde poner la servilleta y sobre el modo de limpiarse la boca. En todo momento debías estar conversando. Y cada vez que a Han se le escapaba una palabra de los bajos fondos, Rebecca abría la palma de la mano.
Al final de la sesión, Han era considerablemente más pobre y la cabeza le daba vueltas.
—¿Nunca te quedas paralizada porque no sabes qué te toca hacer? —preguntó —. ¿Nunca tienes tanto apetito que coges la comida con las manos? ¿Ni te quedas atrancada sin que se te ocurra decir algo apropiado?
—Bueno —dijo Rebecca muy seria—, algunas damas recurren a los desmayos. Los hombres tienen que apañarse.
Han se rió.
—Y yo que pensaba que la vida en la calle era dura —dijo—. No me imaginaba que esto fuese así.
Fuera, las campanas sonaron diez veces. Habían transcurrido dos horas volando.
—Bien, nos veremos de nuevo el jueves, y confío en que seas puntual —dijo Rebecca—. Lee los capítulos cuatro, cinco y seis de Faulk. El jueves hablaremos de las reglas de herencia y las clases de nobleza, y te preguntaré sobre modales en la mesa.
—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo Han, aun sabiendo que debía marcharse a la Biblioteca Bayar para reunirse con Cuervo.
—Bueno, aunque se nos ha acabado el tiempo…, sí, ¿de qué se trata?
—¿Cuáles son las normas para salir con alguien? —preguntó Han, pasando las páginas de su libro—. ¿Hay algún capítulo que trate sobre eso?
—¿A qué te refieres? —preguntó Rebecca, aunque sospechaba que conocía la respuesta.
—Salir con alguien. Ya sabes, cortejar. Tiene que haber reglas para eso. Quién sale con quién. Quién puede casarse con quién. A quién puedes besar, y con qué frecuencia, y quién empieza.
La miró de hito en hito y Rebecca se ruborizó.
—Por supuesto que hay reglas —respondió—. Siempre hay reglas.
Se levantó de repente e hizo una profunda reverencia, dando a entender que no iba a explicarle cuáles eran.
Han también se levantó e hizo una reverencia a su vez.
—Gracias, Rebecca. Has sido muy gentil al dedicar este tiempo a enseñarme —dijo—. He aprendido muchas cosas.
Rebecca bajó la escalera delante de él, con la cabeza bien alta y la espalda muy tiesa. Ya casi habían llegado abajo cuando alguien gritó:
—¡Eh, Rebecca!
Rebecca se detuvo tan abruptamente que Han chocó con ella. La agarró de los brazos para que no cayera.
Dos cadetes de Casa Wien ocupaban una mesa cercana. Eran dos chicas, y sonreían de oreja a oreja. Una lucía en el uniforme bandas de profesora.
—Hola, Talia —dijo Rebecca, casi atragantándose—. Hola, Pearlie.
Ambas alzaron sus jarras.
—¿Quién es tu amigo? —preguntó Talia, guiñándole el ojo.
—¿Mi amigo? —dijo Rebecca, fingiendo que no sabía a quién se refería—. Oh. —Miró por encima del hombro a Han, como si le sorprendiera verle justo a sus espaldas—. Éste es… Han Alister. Lo conozco de casa.
—Encantado de conoceros —dijo Han, inclinando la cabeza ante Pearlie y Talia.
—¿Antes no te llamabas Pulseras? —preguntó Talia.
Han asintió.
—Eso era antes.
—Caramba, Rebecca —dijo Talia, sonriendo más abiertamente—.
¿Corriéndonos una aventura?
A juicio de Rebecca la situación requería más explicaciones.
—Verás…, le estoy dando clases particulares.
—Así es —dijo Han con aire de gravedad—. Es muy buena. Estoy aprendiendo mucho.
Pearlie se rió por lo bajo.
—¿Qué te está enseñando?
—Bueno —dijo Han—, cambiamos mucho de asignatura.
Las dos cadetes se desternillaron de risa, cosa que a Rebecca no le hizo ninguna gracia. Se dirigió sin más dilación a la puerta, haciendo caso omiso de sus amigas.
Cuervo demostró un interés un tanto arrogante sobre las sesiones con Rebecca.
—¿Quién es esa joven? —preguntó—. ¿Cómo la conociste?
—Es Rebecca Morley —dijo Han—. Trabajaba como tutora en una casa noble. La conocí en mi tierra antes de venir aquí.
—Una tutora —dijo Cuervo, arrugando la nariz—. ¿Sabes algo sobre su familia?
—No está tan bien relacionada como yo quisiera —dijo Han, en tono sarcástico—. Pero la reina Marianna estaba ocupada.
—¿La reina Marianna? —preguntó Cuervo, desconcertado. Luego se le aclaró el semblante—. Ah, sí. Por supuesto.
Con lo brillante que era, Cuervo a veces parecía ir un paso por detrás, sobre todo en lo que atañía a comprender las bromas de Han. Quizás el humor aristocrático fuese diferente. Cuervo era divertido, pero siempre mordaz.
Cuervo insistió.
—¿Estás seguro de que esta Rebecca realmente…?
—Era la tutora de los Bayar —dijo Han—. Según parece era lo bastante buena para ellos.
—¿Los Bayar? —preguntó Cuervo, poniéndose tenso—. ¿Trabaja para la Casa de Aerie?
—Trabajaba —dijo Han—. Ahora estudia aquí.
—¿Cómo sabes que no es una espía? —preguntó Cuervo—. ¿O una asesina?
—No lo sé —dijo Han—. Pero tampoco tenía una multitud de candidatos entre los que elegir. Prácticamente tuve que arrodillarme para que accediera. Llevamos un mes viéndonos y no estoy muerto.
—Bien —concedió Cuervo—, ya veremos. Espero que por lo menos vayas con cuidado. —Observó a Han con ojo crítico—. Tu vestimenta está mejorando. Y también tu manera de hablar.
Han puso los ojos en blanco. Al principio le daba lo mismo convertirse en un aristócrata; era el precio que le imponía Cuervo para proseguir con las clases. Pero ahora se daba cuenta de que había mucho que aprender, de las muchas puertas que se le abrirían.
Por el motivo que fuese, cada vez se llevaba mejor con Cuervo. Desde hacía algún tiempo las pullas de su profesor eran menos hirientes. También había ampliado el programa de estudios, incluyendo otros aspectos más intrincados de la magia, más allá de los maleficios. Han había constatado que a Cuervo le encantaba todo aquello, y que disfrutaba al tener a alguien con quien compartirlo. Cuando Han salía airoso de un hechizo complicado, Cuervo levantaba la cara al cielo y decía:
—¡El chico es brillante! ¡Tiene verdadero talento!
Y pese al matiz sarcástico, no dejaba de ser un cumplido.
Han comparaba a Cuervo con Rebecca, su otro profesor particular. De ella admiraba la firmeza de carácter, incluso cuando iba contra su propio interés. Procuraba no pensar demasiado en sus ojos verdes ni en los tobillos que entreveía debajo de sus faldas largas. Se fijaba en todo: el modo en que juntaba las cejas y se mordía el labio cuando pensaba; el modo en que gesticulaba al hablar; su figura bajo el uniforme de soldado.
Él le daba a entender que estaba interesado. Habitualmente con eso le bastaba, pero ella hizo caso omiso de sus señales durante semanas. Tal vez los aristócratas llevaran esos asuntos de otra manera.
O quizá no tuviera interés en salir con una rata de alcantarilla convertida en mago.
—Hablemos sobre la administración del poder —dijo Cuervo, sacando a Han de su ensimismamiento e indicando que ya era hora de ponerse a trabajar—. Existen dos maneras de apalancar el poder que tienes de modo que no lo despilfarres todo haciendo tareas relativamente sencillas.
—Apalancar… —repitió Han, diligentemente.
—Por ejemplo, se requiere menos poder para convencer a alguien de que haga una tarea por ti que usando la magia para hacerla tú mismo. Puedes hacer explotar una roca, o puedes influir mágicamente sobre alguien para que la haga pedazos con un pico. La segunda opción requiere menos poder, sobre todo si la persona en cuestión tiene poca fuerza de voluntad.
—Menos poder para ti —señaló Han—, pero no para la persona que maneje el pico.
—Por supuesto —dijo Cuervo, descartando el comentario como algo obvio—. Veamos otro ejemplo. Podrías hacer arder al joven Bayar, cosa que requeriría bastante poder, sobre todo si opusiera resistencia, que es lo más probable. Sería mucho menos agotador, aunque menos certero, prender fuego a su dormitorio mientras duerme.
Allí estaba de nuevo la constante incitación a actuar contra los Bayar antes de que ellos fueran a por él otra vez. Han procuraba sacar el máximo provecho de sus sesiones con Cuervo sin dejarse acosar. No tardaría en interponerse a los planes de los Bayar, pero su objetivo principal se encontraba en los Páramos. Ahora que no se alojaban en la misma residencia, le resultaba más fácil ignorarlos.
Por otra parte, Han tenía preguntas que hacer.
—A veces, cuando regreso del Aediion, me cuesta despertar —dijo—. Cuando por fin lo consigo, todavía estoy agotado, ¿es normal que me quede tan exhausto?
Cuervo le estudió con los ojos entornados.
—¿Con qué frecuencia te ocurre?
Han se encogió de hombros.
—Casi cada vez.
Cuervo se rascó la barbilla.
—Es posible que los Bayar cargaran alguna clase de maleficio en tu amuleto antes de que cayera en tus manos.
—Pero sólo sucede después de venir al Aediion —insistió Han.
—La otra posibilidad es que esté sucediendo porque la magia que estamos practicando es mucho más exigente que cualquier otra de las que haces en clase —dijo Cuervo—. Sea como fuere, la solución es cargar tanta magia como puedas antes de venir. Así no sólo contrarrestarás lo que los Bayar hayan hecho, sino que te permitirá trabajar conmigo sin agotar por completo tus reservas.
Ésa era siempre la respuesta de Cuervo: cargar más poder.
Para él era fácil decirlo.
—Existen maneras de chupar magia a los demás —prosiguió Cuervo—, sin que se den cuenta. Puedo enseñarte a hacerlo.
Miró a Han a los ojos, pendiente de su reacción.
—No necesito robar poder a los demás —dijo Han—. Ya no soy un ladrón.
Cuervo se encogió de hombros.
—Todos somos ladrones de un modo u otro.
La próxima clase con el ejército de Abelard también lo tenía preocupado.
—¿Recuerdas que te comenté que la decana Abelard es la mentora de un grupo de estudiantes? —dijo Han.
Cuervo asintió.
—Lo recuerdo bien, sí —contestó—. Me dijiste que los gemelos Bayar forman parte del grupo.
Han asintió.
—Ahora Abelard quiere que les enseñe a viajar al Aediion. Piensa que resultaría útil que pudieran ir a guerrear contra los clanes de las Montañas de los Espíritus.
—Tiene razón, por supuesto —dijo Cuervo—. Pero me parece poco probable que alguno de ellos vaya a tener éxito, con los amuletos que tienen. Lo cual está muy bien, puesto que no queremos que se entrometan en nuestras sesiones.
—La verdad es que no quiero hacerlo —dijo Han—. Sobre todo con los Bayar. Su talismán puede ser más potente de lo que pensamos. Pero no tengo alternativa. Abelard ha amenazado con expulsarme si no lo hago.
—Vaya —dijo Cuervo, frunciendo el ceño—. Hay un sistema para que los traigas contigo en lugar de dejar que vengan por su cuenta. Lo estudiaremos la próxima vez.
Cuando Han abrió los ojos estaba envuelto en una polvorienta luz gris. Parpadeó, confundido y desorientado. ¿Había vuelto a quedarse dormido en la biblioteca? Se incorporó balanceándose y apoyó las manos en el suelo para mantenerse erguido. Supo, sin necesidad de comprobarlo, que su amuleto estaba completamente vacío, aunque él estuviera recuperando poder.
Frotándose los ojos con las manos, miró en derredor, desconcertado. Estaba
en la biblioteca, rodeado de estanterías que iban del suelo al techo, pero en una habitación desconocida. El aire estaba viciado, como si nadie lo hubiese respirado en mucho, mucho tiempo.
Se puso de pie con dificultad, fue hasta la ventana y limpió el polvo del mugriento cristal. Fuera era de día, y él estaba en lo alto de la Biblioteca Bayar, más alto de lo que había estado nunca, y la ventana daba al norte, al patio de Mystwerk. ¿Cómo había llegado hasta allí?
Tras sacudirse el polvo de los bombachos, inspeccionó los libros de los estantes. Eran antiguos, muy antiguos. Hacían que los libros de Firesmith parecieran recién estrenados. Han sacó uno de su estante y pasó las páginas con cuidado. Estaban escritas a mano, a tinta, en un idioma arcaico que Han no logró descifrar. Las ilustraciones estaban difuminadas. Era un texto mágico: páginas de encantamientos y descripciones de gestos.
Lo último que recordaba era haber estado en el Aediion con Cuervo. Había entrado en el mundo de los sueños por el lugar de costumbre, varios pisos más abajo de donde se encontraba ahora.
Echó un vistazo a las otras estanterías. Casi todos los libros eran sobre hechizos y encantamientos. En una balda había una colección de diarios: cada entrada llevaba una fecha de la época del Quebrantamiento. Muchos de aquellos libros estaban limpios de polvo, y en el polvo del suelo ante las estanterías había marcas de pies. Alguien los había consultado hacía poco. Todos presentaban el mismo símbolo; Han lo resiguió con el dedo. Una serpiente enroscada, un báculo y una elaborada corona. « Debe de pertenecer a una de las casas de magos —pensó Han—. Quizá donaron los libros a la biblioteca» .
Quienquiera que hubiese estado allí, ya se había marchado.
Han se tocó el amuleto, dejando que el poco poder que aún tenía fluyera mientras debatía las posibilidades. ¿Estaba sonámbulo? ¿Loco? En varias ocasiones se había quedado dormido en la Biblioteca Bayar pero, hasta entonces, siempre se había despertado en el mismo lugar.
En el suelo había una maltrecha trampilla de madera que estaba abierta. Al asomarse vio una escala metálica que bajaba hasta el piso inferior. Poniendo mucho cuidado, bajó por la escala sin soltar el amuleto. El piso de abajo era semejante al de arriba: hileras de estanterías cargadas de libros antiguos. Otra trampilla, otra escala replegable, y se encontró en terreno conocido: la sexta planta de la Biblioteca Bayar, donde se encontraba su escondrijo.
Sin embargo, esa vez había acabado en el piso octavo. ¿Desde cuándo sabía cómo llegar hasta allí arriba?
Justo entonces oyó unos pasos que subían desde el quinto piso.
Han se agazapó entre las librerías, situándose de modo que pudiera ver el hueco de la escalera entre los estantes. Momentos después, alguien surgió desde el quinto piso.
Era Fiona Bayar, con un macuto en bandolera. Echó un vistazo en derredor, paseando la vista por el escondite de Han, y luego cruzó hasta la escala que conducía al séptimo piso.
Han maldijo en silencio. No la había recogido.
Fiona se detuvo al pie de la escala y miró en derredor otra vez, con la cabeza ladeada, escuchando.
Han permaneció quieto y callado.
Fiona se encogió de hombros, se agarró a la escala y comenzó a subir.
Han sabía que lo que debía hacer era aprovechar aquella oportunidad para escabullirse sin ser visto. Pero le picaba la curiosidad. ¿Qué hacía Fiona Bayar en aquella parte de la biblioteca, merodeando como si no quisiera ser vista? Han aguardó unos instantes y luego subió por la escala detrás de ella.
Cuando asomó la cabeza con cuidado por la abertura del séptimo piso no vio ni rastro de Fiona. Salió de la trampilla y se deslizó entre dos hileras de estantes, dirigiéndose hacia la parte trasera de la biblioteca.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Han giró sobre sus talones, agarrando su inútil amuleto.
Fiona estaba plantada entre Han y la trampilla abierta. Su ropa siempre inmaculada estaba sucia de polvo, y llevaba una mancha de tizne en la mejilla derecha.
—Estudiar —dijo Han—. Leer. ¿Qué otra cosa iba a hacer en una biblioteca?
—¿Sin cuadernos? ¿Sin papeles?
Han se miró las manos vacías como si no las hubiese visto nunca.
—Lo he dejado todo abajo. Pesaba demasiado para traerlo.
No fue una de sus mejores mentiras.
Fiona puso los brazos en jarras.
—¿Me estabas siguiendo?
—Sin querer —dijo Han—. He oído un ruido y he subido a ver qué era. —Eso estaba mejor—. ¿Qué haces tú aquí, a todo esto?
Con un ademán abarcó los estantes de libros enmohecidos.
—Estudiar —dijo Fiona, imitándole—. Leer. ¿Qué, si no?
Han no iba a regresar a su guarida; no estando ella presente. De modo que se volvió hacia el estante que tenía detrás y fingió echar un vistazo a los títulos. La vigilaba por el rabillo del ojo por si Fiona se acercaba a él.
Tampoco era que estuviera en condiciones de defenderse, con lo agotado que estaba. Confió en que ella no se percatara.
Fiona dio un paso hacia él.
—¿Registro de diezmos para la Iglesia de la Catedral? —leyó Fiona por encima de su hombro. Han notó su aliento en la nuca.
—¿Te importa? —dijo Han—. Me estás molestando.
—Alister —dijo Fiona en voz baja—. ¿Por qué te protege la decana Abelard?
Han dio media vuelta y se quedó cara a cara con ella, casi tocándole la nariz, con la espalda contra la estantería.
—¿Qué te hace suponer que me protege?
—Micah me dijo que le había ordenado que te dejara en paz —dijo Fiona.
—A lo mejor sólo está haciendo su trabajo —dijo Han—. Ya sabes, evitar que los estudiantes se maten entre sí.
—Micah y yo no estamos de acuerdo en todo, por si no lo sabes —dijo Fiona, toqueteándose el amuleto—. Nuestros intereses no siempre coinciden. —Hizo una pausa como meditando si agregar algo más—. ¿Nunca has pensado que tendría sentido que nosotros trabajáramos juntos?
—¿Nosotros? —repitió Han—. ¿Quieres decir tú y yo?
Fiona asintió.
—No —dijo Han, demasiado asombrado para mentir—. Nunca he pensado que pudiera tener sentido.
—Eres diferente de cuando nos conocimos —dijo Fiona, juntando sus pálidas cejas—. Tu forma de hablar, tu ropa…, es como si hubieras pulido las aristas. — Alargó el brazo hacia Han y le recorrió la mandíbula con la yema de los dedos. El contacto de Fiona pareció quemar la piel fría de Han—. Aunque tenemos orígenes muy distintos, quizá nos parezcamos más de lo que crees. Te saltas las reglas del juego. Y yo también.
Han se mantuvo firme, negándose a achicarse.
—Según esa lógica, los harapientos y los sureños tendrían que llevarse bien porque ni unos ni otros acatan la ley de la reina —dijo.
—Escúchame bien —insistió Fiona—. Algunos miembros del Consejo de Magos sostienen que quieren introducir cambios. Pero tal vez no llegan lo bastante lejos.
Han estaba perdido, pero no iba a dejar que se le notara.
—¿Qué sugieres?
—Mi padre quiere casar a Micah con la dinastía Lobo Gris —dijo Fiona.
—Algo he oído —dijo Han, encogiendo los hombros como si le diera igual—. ¿Y qué?
—Quiere establecer una nueva dinastía de reyes magos casados con reinas Lobo Gris —prosiguió Fiona.
—Si eso sucede los clanes no se quedarán de brazos cruzados —dijo Han.
—Exacto —dijo Fiona, asintiendo—. Si vamos a hacer esto ¿por qué no llegar hasta el final? ¿Por qué tenemos que aferrarnos a la dinastía Lobo Gris? ¿Qué ventaja sacamos? Los clanes irán a la guerra igualmente.
—¿Cuál es tu plan? —preguntó Han, curioso a su pesar.
—¿Por qué no una reina maga?
Han por fin lo captó. La confabulación de lord Bayar dejaba a la pobre Fiona fuera de juego. Ser una acaudalada aristócrata maga no le bastaba, según parecía.
—Apuesto a que tienes a alguien en mente —dijo Han, enarcando las cejas.
Fiona agarró los antebrazos de Han, mirándolo de hito en hito.
—¿Por qué no puedo ser yo en lugar de Micah? Siempre he sido mejor estudiante. Siempre he estado más concentrada. Micah siempre está distraído con su última conquista. Yo pienso con la cabeza, no con…
—¿Por qué me estás contando todo esto? —interrumpió Han—. Me parecería más normal que no me dijeras ni pío. No es que seamos amigos, precisamente.
—Podríamos serlo —susurró Fiona—. Podríamos ser muy buenos amigos. — Tiró de él y le dio un beso. Sus labios crepitaron contra los de Han y sus manos le revolvieron el pelo—. Podríamos ayudarnos mutuamente, tú y yo —murmuró, estrechándose contra él.
Han le agarró los hombros y la apartó.
—Todavía no has contestado a mi pregunta —dijo—. ¿Por qué yo? ¿Por qué no tu enamorado…? ¿Por qué no Wil?
—No lo sé. —Fiona carraspeó, sin apartar los ojos de debajo de la nariz de
Han—. Hay algo en ti… Algo tan…, irresistiblemente peligroso…
Intentó acercarse de nuevo, pero Han la detuvo sujetándola por los hombros.
—¿Hay algo en mí? —dijo Han—. ¿Algo irresistiblemente peligroso? —Soltó uno de los hombros de Fiona y agarró el amuleto que colgaba delante de sus ojos —. ¿Esto, tal vez?
Fiona lo miró fijamente un momento.
—Bueno —admitió a regañadientes—, esto es parte de ello. Pero no lo es todo.
—¿Quién te piensas que soy? —dijo Han, metiendo el amuleto de la serpiente debajo de la camisa—. ¿Un palurdo de campo que está de fiesta en la ciudad?
Tendrás que jugar mejor tus cartas.
—Tengo información sobre el amuleto —dijo Fiona apurada—. La información que necesitas. El amuleto es la clave. Es más importante de lo que crees, pero también es peligroso. Por eso mi padre pone tanto afán en recuperarlo. Puedo ayudarte a sacarle todo el partido.
—No necesito tu ayuda.
—¿De veras? —repuso Fiona, escéptica—. ¿Estás diciendo que ese amuleto no te ha causado ni un solo problema? ¿No has tenido ninguna… experiencia inusual?
Ladeó la cabeza.
—Mi vida está llena de experiencias inusuales —dijo Han—. Pero me las voy arreglando por mí mismo.
—El amuleto no es el único riesgo —dijo Fiona—. Si alguna vez regresas a los Páramos, mi padre te aplastará como si fueses una cucaracha.
—¿Y tú crees que puedes detenerlo?
—Te sorprendería saber lo que soy capaz de hacer —susurró Fiona, mirándolo a los ojos.
—¿Y cómo acabo yo en toda esta historia? —preguntó Han—. ¿Enterrado con las reinas Lobo Gris?
—Claro que no —dijo Fiona, dando un paso hacia atrás, un poco enfurruñada —. Habría un papel para ti, por supuesto. Un cargo en mi corte. Serías bien recompensado.
—¿Como chico de los recados? ¿Como agente de la ley? ¿Como pensionista a tu costa? —Han negó con la cabeza—. Tengo mis propios planes. No seré tu sirviente ni tu matón.
La dejó allí plantada, en medio de las viejas estanterías de libros.
Han salió de la Biblioteca Bayar por la ruta de costumbre, evitando al diplomado que devolvía los libros a los estantes del segundo piso.
Durante todo el camino de regreso estuvo dándole vueltas a lo que había ocurrido. La oferta de Fiona sólo era una parte de ello. ¿Realmente sabía algo útil sobre el amuleto? ¿Era posible que los Bayar le hubiesen echado una maldición? ¿Había sido obra de ella que terminara en el octavo piso? ¿O estaba perdiendo la cabeza?

La Princesa DesterradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora