En un suburbio de Madrid, el doctor Martín Baduy ofrece una consulta psicológica. Ibrahim Cooper, su paciente estrella, presenta problemas de depresión y una actitud autodestructiva que Martín intenta detener a toda costa: es su llave que abrirá la...
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Sudoración.
Pánico.
Ansiedad.
Tres cosas que, si las ponías juntas y las combinabas formaban un cóctel de caos y, por consiguiente, no terminaba el asunto nada bien. Tener que moverme entre mi cama y el baño, entre la salita y el comedor, entre la cordura y la locura a las tres de la mañana era una completa pesadilla, pero al mismo tiempo lo llamaba ciclo reproductivo de los gusanos del pensamiento.
A esa hora, según películas y series, así como en uno que otro libro y mi madre, era la hora del diablo. Y la verdad es que lo creía porque justo a esa hora todo se tornaba diferente. Ruidos en los techos, gritos en la calle y a buena hora me quedaba sin efectivo, sin cigarros y sin nada más que hacer que mirar por la ventana.
Esa ventana reflejaba dos aspectos de mi vida bastante agrios y difíciles de asimilar porque la felicidad era solo separada por un espejo, por una capa de cristal mental que hacía que me estrellara una y otra vez contra cajas de recuerdos, de sueños o aspiraciones y también estaba esa parte, la de adentro de la ventana, donde solo me estaba conformando con ver a la primera. Ese conformismo me hacía tener pesadillas estando despierto. Era peor que cualquier efecto de cualquier fármaco.
Esa semana Martín me había reclamado sobre mis exámenes de sangre. Habían salido alterados. Y ni hablar sobre los de orina. Había consumido algo de weed al finalizar la filmación de una peli hacía unas pocas semanas atrás, una parodia porno de Crepúsculo, estilizada a "CrepúsCULO".
La verdad, la tía que había escrito los libros, como mínimo, debía estar vomitando la bilis si es que llegaba a ver eso, pero ya el daño estaba hecho. Y por eso me habían dado buena pasta. Pasta que ahora no tenía y no sabía por qué.
¿Qué esperaba el tío que hiciera? Aunque le había mentido a Martín sobre mi trabajo, tarde o temprano comenzaría a preguntarse si realmente estaba haciendo lo que le había mencionado.
Su expresión no lo hacía ver del todo convencido. De hecho, estaba tratando de que fuera más sincero con él, pero entonces recordaba que su interés era solo por el mero hecho de que me necesitaba vivo. Luego de obtener ese título y que le publicaran su trabajo sobre la mente humana, sobre lo perturbado que estaba y cómo había logrado, con psicoterapia y fármacos, curarme, ¿qué iba a pasar conmigo? ¿Seguiría siendo su caso estrella? Luego de eso ¿qué?
Me sentía peor que una rata de laboratorio a la cual le impartían estímulos positivos para que fuera a través de un laberinto a comerse el queso. De verdad que estaba comenzando a pensar que era parte de un burdo experimento y detestaba que esto sucediera porque entonces en mi cabeza el cúmulo de voces comenzaba a hacer estragos.
Era tarde. O muy temprano. Lo curioso de la madrugada es que las dos eran aplicables, dependiendo el estilo de vida que tuvieses. Para mí siempre era una especie de "bitemporalidad": era demasiado temprano para abrir los ojos, para que me golpeara la escasa luz que se colocaba por la ventana, pero demasiado tarde para estar despierto contemplando el techo sin razón aparente.