16. El amor es un pájaro libre...

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Para ser honesto, no tenía un plan de fuga definido

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Para ser honesto, no tenía un plan de fuga definido. Todos esos instantes en los cuales había fantaseado con escapar, de un momento a otro, se estaban cristalizando en un abrir y cerrar de ojos y eso, para amenizar un poco las cosas, era bueno y a la misma vez era la cosa más mala y aterradora del mundo.

Irse era (y a la vez no) una opción viable para mí, porque colocar tierra, mar, ríos, la selva negra y hasta el puente Öresund de por medio era algo que no se procesaba de la noche a la mañana.

Incluso, aunque era uno de mis más grandes momentos para hacer el escape perfecto, sabía que iba a costar no en lo monetario, pues la cuenta de mi papá haría el trabajo de conseguir la pasta suficiente como para abandonar el barco antes de que empezara a hacer aguas, sino que la adaptación sería cruenta; pero también era, por el lado amable, un break a toda la locura (o mierda) que estaba pasando por mi cabeza y que, desde luego, no se iba a ir de la noche a la mañana con tan solo montarme en un avión de Air Europe. No se iba disipar como por arte de magia.

Me estaba enfrentando a irme a meses de cruento invierno, donde el sol a veces salía pocas horas en el día y también tener que convivir con gente tan seca como guapa.

Eran otras costumbres, otras maneras de darle emoción a mi vida, pero que desde luego no era algo que se practicaba. Aquí al menos podía ir a salud pública, allá seguramente tratar mi problema me costaría un pastón que ni dando el culo en una esquina me lo iba a poder costear.

Mientras los días pasaban, los delirios también lo hacían en escala. Habían cesado o al menos las voces en mi cabeza ya se habían calmado y estaba llevando una vida "muy tranquila". Cristopher y Alí se aparecían de vez en cuando para hacerme compañía, pero nada de excesos. Me había sincerado con papá y mamá y les dije, muy a su pesar, que ya no quería seguir con las terapias.

Me ofrecieron a cambio volver a casa bajo su política de términos y condiciones o, de lo contrario, me enviaría de vuelta a ese lugar donde no quería estar: una clínica de rehabilitación para drogadictos y personas con problemas mentales, pero luego de una cuasi acalorada discusión papá logró entender que mi lugar no era estar con ellos.

A cambio acepté verles por unos días a la semana y había prometido no faltar a ninguna reunión familiar siempre y cuando se me hiciera posible, pero vivir de nuevo en la casa de los viejos jamás.

Al verme un poco más receptivo y viendo que estaba bien, al menos físicamente, y que ya no apestaba a licor barato y a cigarros, cortaron el suministro de dinero hacia la oficina de Martín. Eso era una victoria algo amarga porque las bajas, aunque era una sola, me comprometían a tratar de conseguir qué hacer y desde luego: buscar otro especialista.

Papá gentilmente se ofreció a buscar uno fuera de la ciudad, el mejor según una recomendación de un amigo que trabajaba en la empresa familiar como accionista y comenzaría de nuevo con el control de la psicoterapia.

Yo, Ibrahim Cooper Donde viven las historias. Descúbrelo ahora