En un suburbio de Madrid, el doctor Martín Baduy ofrece una consulta psicológica. Ibrahim Cooper, su paciente estrella, presenta problemas de depresión y una actitud autodestructiva que Martín intenta detener a toda costa: es su llave que abrirá la...
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Esa tranquilidad del adiós la comparaba como a un trago de licor amargo que, tras el primer junte con los labios sobre el borde del cáliz de la desdicha y el ardor que produce, todo se duerme y comienza a surgir un efecto placebo en el sistema, de que todo está bien; pero como pasa con todo lo utópico el alfiler de la realidad rompe completamente la burbuja y ahí, en ese punto de quiebre, me encontraba.
Sabía que también él había estado en ese punto de la vida donde sentía que respirar estaba de más, pero hay que seguir haciéndolo, incluso si duele o arde por la calima que produce el fuego de todos los recuerdos que ahora ardían como hojarasca, todos a la vez.
Entonces la llama de ese incendio que emana el corazón se incrementa y se traslada hacia la cabeza, como un flujo piroclástico, pero a la inversa. Quema desde el centro del pecho y entonces no sabes hasta que te das cuenta que has descendido hasta el puto infierno, pero internamente.
—Todos y cada uno de nosotros somos como una isla.
Di un brinco. La voz comenzó a moverse en círculos dentro de mi cabeza, chocando contra las paredes de mi cráneo y rompiendo un poco más el ya frágil celofán por el cual caminaba el equilibrista que llevaba mi cordura.
El previo silencio había hecho que me tintinaran los oídos, como un leve sonido de campanillas similar al que se escucha cuando se está en una habitación sin nada más que la fisionomía propia. Me llevé las manos a la cabeza y sentí un leve cosquilleo en la nariz, cosquilleo que subió hasta una de mis sienes y comenzó a provocarme un dolor punzante, desgarrador e incesante.
Me quejé y desde mi garganta salió un sonido gutural. El dolor de cabeza comenzaba a ser insoportable y mi ojo izquierdo comenzó a cerrarse producto del fuerte malestar.
—Debo dejar de fumar tanto.
Fui al botiquín de primeros auxilios y traté de conseguir algún analgésico, pero entonces la confusión llegó a mi mente. Un sonido de risas venía y se alejaba de mis oídos. Acto seguido, las piernas comenzaron a fallarme un poco y estaba teniendo una visión borrosa, casi opaca, aun cuando afuera estaba haciendo un buen tiempo y estaba templado.
Entendía que estaba teniendo una crisis de cefalea en brote, pero con la distinción de que esta la había desencadenado otra cosa que no era física. Tal vez la repentina fuga de Martín del lugar y el papelón que se había montado habían colaborado a que esto me estuviese pasando. Fui al baño, tratando de mantenerme en pie, pero torpemente comencé a arrastrarme hasta que el dolor fue muy hiriente, punzante.
Quemaba y ardía dentro de mi cabeza y hacía que perdiera el control de mis movimientos. Las manos comenzaron a sudar y también todo el cuerpo. Sucumbí y probé el suelo solo para darme cuenta que estaba a unos pocos metros del bañito de visitantes que estaba fuera.
Entonces lo vi. Parado frente a mí, nuevamente y con una sonrisa sacada de un libro de chistes crueles, mi reflejo se regocijaba de verme perder la razón y el equilibrio. Traté de respirar profundo, pero comencé a tener arcadas que cada vez se hacían más fuertes.