2. De las cuestiones de la soledad.

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La calle que estaba justo al frente del edificio, donde solo iba a dormir y a hacer tiempo, y entre otras cosas, a follar, era un poco solitaria

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La calle que estaba justo al frente del edificio, donde solo iba a dormir y a hacer tiempo, y entre otras cosas, a follar, era un poco solitaria. 

Vivía en un apartamento arrendado, pero era como si fuese mío. El dueño, que le apodaban Juanito, había hablado personalmente conmigo unas tantas veces hasta el punto de decirme que, en caso de que a él le sucediera algo, ese piso era mío.  

El tío no tenía intereses en él y, además, tenía propiedades en otros países como para preocuparse por un piso de apenas setenta y cinco metros cuadrados con terraza y un área para la barbacoa. Al firmar los papeles del arriendo me estaba dando a mí mismo una nueva oportunidad de hacerme de algo paulatinamente mío, algo que tenía que luchar por mantener siempre. 

Mudarme a mi nueva casa había sido una odisea total. Desprender, romper, rasgar el cordón umbilical de mis padres hacia mí fue un poco difícil, pero al fin lo había logrado.

Libertad.

Soledad.

Paz.

Agridulce y rara paz.

Todos en mi familia, en mi entorno, en mi trabajo, pensaban que yo solo quería revolcarme por la vida con cuanto ser humano se me cruzara, que yo era un mal ejemplo y que me iba a ir al infierno... Ellos ni sabían que era el infierno porque yo sí vivía ahí desde hace mucho. De hecho, siempre tenía presente que el infierno era la misma tierra porque no se comparaba a otra forma de sufrimiento. 

No sé por qué le costaba a la gente aceptar que la tierra era un lugar completamente lleno de malas vibras. Que sí, había lugares que lo molaban, pero ¿para qué entonces pagábamos el mal en la tierra si también teníamos que irnos al averno con una cuota de crédito pendiente por pagar?

Pagar el doble, no. Ni por sexo. Ni por mota. Ni por un subidón de coca. Ni por cigarrillos. Ni por un blowjob.

En las noches de tranquilidad, podía saborear el dejo de nostalgia que invadía cada recoveco de mi pequeña habitación, que era lo medianamente arreglado que se podía ver. De resto, todo el paisaje era completamente minimalista: muebles comprados en IKEA, sillas de alguna marca extraña, pero que combinaban con todo el resto de la sala, cuadros que había pintado en el pasado, pero que no los consideraba buenos y fotografías que había hecho en mi tiempo como pasante.

Desnudos, erotismo, muerte y vicio. Todos hechos en grabado de gelatina de plata, con toques de color que emitían unas lámparas amarillentas. Me gustaba considerar mi casa como una pequeña galería de arte: todas las fotografías eran hechas por mí y era yo el protagonista. Erecto en una, recibiendo una chupada en otra, amarrado a una silla en un tríptico al cual, curiosamente, lo llamé "la santísima trinidad de la fornicación".

La razón por la cual quería vivir solo era bastante simple: necesitaba algo de paz. No aguantaba la presión social, la intromisión de la gente, el constante listín de preguntas. Ya era suficiente el trabajo y la universidad; y necesitaba un momento de paz, de silencio, de llegar y escuchar el sonido del mismo. Escuchar a la nada.

Yo, Ibrahim Cooper Donde viven las historias. Descúbrelo ahora