12. Lo que vayas a hacer, hazlo ahora

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No podía ser hipócrita conmigo mismo, pero también quería o necesitaba tener una segunda opinión de las cosas y sabía que esa opinión iba a doler

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No podía ser hipócrita conmigo mismo, pero también quería o necesitaba tener una segunda opinión de las cosas y sabía que esa opinión iba a doler. Siempre había pensado que dos cabezas pensaban mejor que una, pero en este caso me había dejado llevar por un hilo de luz, un destello, un poco de comida en una nevera desierta y que sí, que me había llenado la panza y saciado el hambre, me había hecho ver más fácil el camino, pero a costa de intoxicarme, de cegarme completamente. No quería etiquetar esto como un acto de masoquismo puro y desenfrenado, pero ¿qué otro nombre le podía poner?

El jueguito del gato y el ratón se quedaba en pañales con todo lo que sucedía de la puerta para fuera. Al principio las visitas siempre las hacía un jueves por la noche, después de sus consultas de la tarde. 

Al comienzo el ritual era el siguiente: apagaba el móvil, dejaba la mochila en un espacio entre el recibidor y la habitación de huéspedes y luego se sentaba en el mueble. Prohibido hablar de trabajo, del caso, de hacer preguntas tontas. Comenzaba siempre por explicarme que, bajo ningún concepto, no podía enterarse nadie de lo que estaba pasando, aunque ya de sobra Alí y desde luego Cristopher lo sospechaban.

Lo primordial era que me pesaba una vez a la semana. Semanalmente una compra llegaba a mi departamento con ciertas cosas de una dieta que él me había impuesto y a la cual no podía decir ni mu, porque entonces me la liaba. Mi peso tenía que estar superior a los sesenta y cinco kilogramos siempre. 

En cuando los vicios, los había comenzado a controlar: los cigarrillos estaban prohibidos luego de cierto tiempo, nada de dormir fuera de mi horario habitual a menos que estuviésemos follando o de salida a un sitio que le gustase frecuentar. Casi siempre el día que llegaba no sucedía nada: solo era vernos, dormía, cenábamos y luego dormía atornillado a mí. Si me despertaba antes, el desayuno lo hacía yo, de lo contrario corría por su cuenta y siempre era de afuera: el tío era un puto asco en la cocina.

—Aprender a cocinar no es tan difícil, Martín. —Le dije en una mañana mientras observaba los huevos quemados en el sartén y la cocina hecha una mierda.

—Que simplemente no se me da. —Admitió con una sonrisa algo pícara. Ese desastre desde luego lo tenía que limpiar yo.

Pasado un tiempo —unas tres semanas— había arreglado un pequeño espacio donde poder colocar sus cosas, pero las reglas seguían intactas: nada de preguntas, nada de reclamos, nada de nada. Era solo agarrar y soltar sin ningún problema y la verdad es que me gustaba. Las cosas se ponían un poco fuera de lugar cuando estaba estresado por el trabajo. 

No podía decirle de buenas a primeras que me estaba partiendo el culo con dos curros de mierda para poder mantenerme a flote y que uno de ellos implicaba estar expuesto a tanta imagen sexual y pervertida, porque me la iba a liar a lo bien. Por esos días había demasiado estrés con los castings, talentos nuevos y se acercaba una temporada asquerosa que me dejaba un tintineo en los oídos y el único clásico navideño de Mariah Carey hasta pasada la semana santa: navidad.

Yo, Ibrahim Cooper Donde viven las historias. Descúbrelo ahora